Según las más recientes encuestas de opinión, los grandes vencedores en las elecciones al Parlamento Europeo del final de este mes serán los partidos populistas de derecha que comparten un común aborrecimiento de la Unión Europea, muy en particular el Frente Nacional en Francia, el partido de la Libertad en los Países Bajos y el Partido por la Independencia en el Reino Unido. Si bien puede que la derecha euroescéptica no consiga una mayoría de votos, su fuerza colectiva es un golpe para la causa de la unidad europea. ¿Por qué está chocando con tanta resistencia un proyecto que comenzó con tan grandes esperanzas tras la segunda guerra mundial?
El éxito del populismo de derecha en Europa se debe no sólo a la inquietud que le inspira la UE, sino también a un aumento del resentimiento contra las minorías selectas liberales y de izquierda, a las que se acusa de muchos motivos de ansiedad: la inmigración, unas economías mermadas, el extremismo islámico y, naturalmente, la supuesta dominación de la “eurocracia” de Bruselas. Como también ocurre con los votantes del Tea Party en los Estados Unidos, algunos europeos afirman que los han privado de sus países.
En un mundo que parece gobernado cada vez más por grandes empresas y burocracias internacionales anónimas, las personas se sienten políticamente desamparadas. El atractivo del populismo es su afirmación de que bastaría con que pudiéramos ser otra vez dueños de nuestros propios países para que mejorara sin lugar a dudas la situación.
Lo que se ha desplomado en muchos países no es tan sólo la confianza en las instituciones europeas, sino también el subyacente consenso entre los liberales y la izquierda que surgió de resultas de la catástrofe de las dos guerras mundiales. Después de 1945, los cristianodemócratas y los socialdemócratas compartieron el ideal de una Europa unida y pacífica, en la que la solidaridad continental –un compromiso con la igualdad económica, el Estado del bienestar y el multiculturalismo– substituyera poco a poco al nacionalismo.
Ese edifico ideológico empezó a minarse gravemente en el decenio de 1990, después de que el desplome del imperio soviético desacreditara no sólo el socialismo, sino también cualquier forma de idealismo colectivo. El neoliberalismo empezó a llenar el vacío. Al mismo tiempo, cada vez más inmigrantes, con frecuencia de países de mayoría musulmana, se asentaron en ciudades europeas, lo que originó tensiones sociales, ante las cuales los partidos mayoritarios no pudieron reaccionar adecuadamente.
Las advertencias sobre el racismo o la “xenofobia” dejaron de ser convincentes en una atmósfera de decadencia económica y terrorismo esporádico. Ésa es la razón por la que los demagogos populistas –con sus promesas de defender la civilización occidental contra el islam, luchar contra “Bruselas” y “recuperar” sus países de las manos de las minorías selectas izquierdistas– han tenido tanto éxito.
Pero esa reacción no ayudará precisamente a los países europeos a prosperar. Para competir con las potencias en ascenso de otros continentes, resultará cada vez más importante una política europea de asuntos exteriores y de seguridad común y una moneda común, por defectuosa que fuera su concepción, requiere instituciones financieras comunes, cuya creación y mantenimiento será imposible, a no ser que los europeos recobren su sentido de la solidaridad.
La pregunta es cómo. ¿Qué puede, por ejemplo, convencer a unos europeos del Norte relativamente ricos, sobre todo en Alemania, de que se utilice el dinero de sus impuestos para ayudar a los europeos del Sur en épocas de crisis?
Lamentablemente, los movimientos pannacionales no cuentan con una buena ejecutoría en cuanto a fomentar la sensación de pertenecer a una casa común. Son demasiado desordenados (panarabismo), demasiado peligrosos (pangermanismo) o ambas cosas (panasianismo).
La mayoría de los fundadores de las instituciones paneuropeas, como, por ejemplo, Robert Schumann, Konrad Adenauer y Jean Monnet, eran católicos. El paneuropeísmo resulta más natural a los católicos que a los protestantes, porque han tenido tradicionalmente la sensación de pertenencia a la Iglesia Católica, que con frecuencia coincidió con la idea de Europa. Quienes crearon la Comunidad Económica Europea en 1957 eran, en ciertos sentidos, los herederos del Sacro Imperio Romano Germánico.
Pero ése no puede ser el modelo para Europa, entre cuyos ciudadanos figuran miembros de casi todos los credos, además de muchos que afirman carecer de observancia religiosa alguna.
Desde luego, el tipo de solidaridad étnica que el Presiente de Rusia, Vladimir Putin, está intentando reanimar en el antiguo Imperio Soviético tampoco es la respuesta para Europa. El nacionalismo étnico llegó a ser una estrategia política tóxica en el siglo XX, que propició el genocidio y la depuración étnica, herencia que indica lo peligrosa que es la empresa de Putin. En cualquier caso, los europeos nunca estuvieron étnicamente unidos y nunca lo estarán.
Algunos dirigentes europeos, como, por ejemplo, el ex Primer Ministro de Bélgica, Guy Verhofstadt, sueñan con una comunidad cultural europea. Verhofstadt habla de su aprecio del vino francés, de la ópera alemana y de las literaturas inglesa e italiana. No cabe duda de que todos ellos tienen sus atractivos, pero no bastarán precisamente para unir a los europeos en un sentido político o económico.
Así, pues, lo único que queda es algo así como un contrato social. No se debe engatusar a los ciudadanos europeos para que abandonen cierto grado de soberanía nacional por razones religiosas, culturales o étnicas. Como tampoco se debe pedirles que dediquen algunos de sus impuestos a ayudar a otros países por amor y reverencia a las banderas o los himnos europeos. Se debe convencerlos de que hacerlo redundará en su beneficio.
Los dirigentes nacionales deberían decir a sus pueblos que sólo se pueden abordar algunos problemas mediante instituciones pannacionales. ¿Se dejarán convencer? Esta pregunta se remonta a los antiguos debates de la Ilustración: el contrato social de John Locke, basado en el un interés propio ilustrado, frente a la opinión de David Hume de que la tradición y el prejuicio cultural son el vinculo esencial de la sociedad.
El que merece mi simpatía es el primero, pero la Historia ha mostrado que el segundo puede tener más tirón. Es que la Historia ha demostrado también que con frecuencia se inventan las tradiciones para que sirvan a los intereses de las clases dirigentes. Ése ha sido el problema de la unificación europea: siempre ha sido una empresa dirigida por los miembros de una minoría política y burocrática selecta. Raras veces se ha consultado a los ciudadanos de a pie y ahora los populistas están obteniendo el beneficio.
Ian Buruma is Professor of Democracy, Human Rights, and Journalism at Bard College. He is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of Tolerance and, most recently, Year Zero: A History of 1945. Traducido del inglés por Carlos Manzano.