El problema de la semi-libertad de prensa de Putin

En su conferencia de prensa anual ampliamente transmitida el mes pasado por televisión, el presidente ruso, Vladimir Putin, estaba confiado y condescendiente, animado únicamente cuando criticaba a Ucrania por las escaramuzas en el Mar Negro o cuando arremetía contra las quejas “injustas” de Occidente sobre el comportamiento de Rusia. Tras aseverar que el retiro de Estados Unidos del Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio de 1987 exige que Rusia desarrolle nuevas armas, dijo con desprecio: “Y que después no se quejen de que supuestamente intentamos obtener ciertas ventajas”.

El carácter de Putin era una cruza entre el embajador soviético de “Dr. Strangelove”, al prometer cerrar la “brecha catastrófica” con Occidente, y Ded Moroz (Papá Noel), que milagrosamente resuelve los problemas de la gente. Es un repertorio disminuido para Putin, que ha pasado los últimos 18 años representando desde el papel de un padre protector de la nación hasta el de un James Bond amante del judo. Más importante, fue menos creíble que nunca.

Putin construyó su autoridad en contacto directo con la sociedad rusa. Al inicio de su presidencia, recorría todas las 11 zonas horarias de Rusia prometiendo –y muchas veces ofreciendo- crecimiento del ingreso real, mejor infraestructura y renovación nacional. De hecho, la reciente conferencia de prensa –la número 14 de su tipo- parecía mucho más otra de las frecuentes actuaciones públicas de Putin: “Línea Directa”, un programa en vivo en el que responde preguntas (predefinidas) de los rusos.

Tal vez esto también estuviera predefinido: las conferencias de prensa incluían “periodistas” que se adelantaban para formular preguntas –y luego se revelaba que eran rusos comunes que habían sido embaucados por funcionarios corruptos-. Uno de estos personajes ofendidos recibió en respuesta a sus quejas la promesa personal de Putin de “analizar el problema”.

Pero, en medio de la caída de los estándares de vida y de la creciente hostilidad global, las promesas televisadas de Putin ya no engañan a nadie –y no sólo por la caída de la confianza en los programas de noticias televisados (del 79% al 49% en los últimos diez años)-. Los rusos también albergan dudas sobre el propio liderazgo de Putin, como quedó reflejado en una marcada caída en sus índices de popularidad, de más del 76% al 66% en los últimos seis meses. Sólo el 56% de los rusos dice que votarían por él si se llevara a cabo una elección mañana.

Por supuesto, esto no es ninguna novedad para el Kremlin, que ha venido intentando cambiar su táctica para poner a los votantes de su lado. En lugar de basarse en las promesas y actuaciones personales de Putin, las autoridades se han concentrado cada vez más en los indicadores tecnocráticos del desarrollo de Rusia, apelando al mismo tiempo a la amenaza planteada por Occidente.

Estados Unidos, advierten los medios controlados por el Kremlin, está retirándose de acuerdos nucleares de varias décadas de existencia específicamente para poder atacar con bombas nucleares a Rusia. Si a eso se le suman las historias de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, las quejas sobre los estándares de vida, espera el Kremlin, parecerán insignificantes en comparación.

Pero Putin tal vez no esté tomándose lo suficientemente en serio el desafío que enfrenta. Durante su tercer mandato presidencial –ahora está en el cuarto- se dedicó más a defender a su entorno de acusaciones de corrupción o indiferencia que a mantener a los rusos felices. Al verdadero estilo soviético, sigue más preocupado por un golpe palaciego que por un levantamiento popular. Su victoria arrolladora en la última elección presidencial del año pasado reforzó esta inclinación, ya que alimentó la clásica presunción del autócrata de larga data: el público lo amará no importa lo que pase.

El problema con un régimen semi-autoritario como el de Putin, sin embargo, es que el comportamiento de la gente no está del todo bajo el control del líder. Y, en la Rusia de hoy, esto se extiende a los nuevos medios, que informan con mucha más frecuencia –y más abiertamente- sobre los desafíos sociales, y la furia que atizan, de lo que los de afuera podrían pensar.

El estado ruso en verdad nunca exigió un enfoque positivo para la cobertura de las cuestiones sociales. De modo que, cuando se trata de estos temas, el nivel de libertad de prensa es similar al glasnost (apertura) de los años 1980. Aun cuando los medios adhieren a la línea oficial sobre temas vinculados a Ucrania y a Occidente –para no mencionar las protestas populares lideradas por el líder de la oposición Alexey Navalny-, siguen destacando la frustración de la gente con los salarios, las pensiones, la vivienda y las reglas de estacionamiento y los impuestos, entre otras cuestiones.

Titulares sobre la “pérdida de la fe” de los rusos en su gobierno, por ejemplo, han llegado a periódicos rusos como MK y Kommersant, y a cadenas de televisión como NTV. No se trata de ninguna conspiración anti-Putin; más bien, los medios rusos están haciendo su trabajo, hasta donde puede hacerlo una prensa semi-libre.

El negocio de las noticias en Rusia es, después de todo, un negocio –que necesita de los clientes para sobrevivir-. De manera que mientras los medios se alejan de la propaganda anti-occidental y de las historias que glorifican el pasado –que, a diferencia del Kremlin, reconocen que ya no es lo que quieren los lectores-, no sólo informan sobre cuestiones sociales; están generando sus propios titulares fatalistas y sensacionalistas que cautiven a la audiencia. El patriotismo puede haber desaparecido, pero el alarmismo todavía perdura.

En este sentido, la prensa de Rusia recuerda el poder potencialmente transformador del glasnost. En los años 1980, la cobertura de las injusticias sociales e históricas cobró fuerza y terminó creando una fisura entre los defensores de la línea dura que decían estar protegiendo al estado (reminiscente del Kremlin actual) y aquellos que querían acelerar la perestroika (reestructuración). El golpe fallido de los conservadores en 1991 aceleró el colapso de la Unión Soviética.

La Unión Soviética fracasó en parte por la desconexión entre las necesidades básicas del pueblo y la agenda de superpotencia del estado, que dejó a la población más pobre. Mientras dice que defiende a la patria, ignorando al mismo tiempo a su pueblo, Putin ahora corre el riesgo de cometer un error similar.

El periódico nacional Vedomosti –en absoluto un medio liberal- recientemente informó que los rusos hoy no quieren “supervivencia, sino autoexpresión”. Quieren “protección por ley, respeto y una política exterior pacífica”. Putin se lo perdió porque sólo instruye a la prensa; no la lee.

Nina L. Khrushcheva, the author of Imagining Nabokov: Russia Between Art and Politics and The Lost Khrushchev: A Journey into the Gulag of the Russian Mind, is Professor of International Affairs at The New School and a senior fellow at the World Policy Institute.

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