El problema de la transformación estructural de África

El África subsahariana, durante mucho tiempo considerada un caso perdido, está experimentando sus mejores resultados de crecimiento desde los años inmediatamente posteriores a la independencia. Los inesperados ingresos debidos a los recursos naturales han ayudado, pero la buena noticia abarca también a los países que no son ricos en recursos naturales. Desde mediados del decenio de 1990, países como Etiopía, Ruanda y Uganda, entre otros, han crecido con tasas propias del Asia oriental y los empresarios y los dirigentes políticos de África rebosan optimismo sobre el futuro del continente.

La cuestión es si se podrán mantener esos resultados. Hasta ahora, el motor del crecimiento ha sido una combinación de recursos externos (ayuda, alivio de la deuda o beneficios inesperados gracias a los productos básicos) y el abandono de algunas de las peores distorsiones del pasado. La productividad interna ha recibido un gran impulso por el aumento de la demanda de bienes y servicios internos (en muy gran parte, estos últimos) y una utilización más eficiente de los recursos. El problema es el de que no está claro de dónde procederán los aumentos futuros de productividad.

El problema subyacente es el de la debilidad de la transformación estructural de esas economías. Los países del Asia oriental crecieron rápidamente al reproducir, en un marco temporal mucho más corto, lo que los países actualmente avanzados hicieron a raíz de la Revolución Industrial. Convirtieron a sus agricultores en trabajadores de manufacturas, diversificaron sus economías y exportaron una diversidad de productos cada vez más complejos.

En África se están dando pocas de las características de ese proceso. Como han dicho investigadores del Centro Africano para la Transformación Económica, de Accra (Ghana), el continente está “creciendo rápidamente y transformándose lentamente”.

En principio, las posibilidades de esa región con miras a una industrialización con gran utilización de mano de obra son grandes. Un fabricante chino de zapatos, por ejemplo, paga a sus trabajadores etíopes la décima parte del sueldo de sus trabajadores en su país. Puede aumentar la productividad de los trabajadores etíopes hasta la mitad o más de los niveles chinos mediante capacitación interna. El ahorro en costos laborales compensa de sobra otros costos marginales de la actividad económica en un medio africano, como, por ejemplo, unas infraestructuras deficientes y el papeleo burocrático.

Pero los números totales revelan una historia preocupante. Menos del diez por ciento de los trabajadores africanos encuentran empleo en manufacturas y de ellos sólo una diminuta fracción –un simple uno por ciento– son empleados de empresas modernas del sector estructurado de la economía y que cuentan con la tecnología apropiada. Resulta desalentador que haya habido muy pocas mejoras a ese respecto, pese a las elevadas tasas de crecimiento. En realidad, el África subsahariana está menos industrializada hoy que en el decenio de 1980. La inversión privada en las industrias modernas, en particular las de productos comercializables no relacionados con los recursos naturales no ha aumentado y sigue siendo demasiado pequeña para sostener la transformación estructural.

Como en todos los países en desarrollo, los agricultores de África están acudiendo en masa a las ciudades y, sin embargo, como muestra un estudio reciente del Centro de Crecimiento y Desarrollo de Groninga, los migrantes rurales no acaban en industrias manufactureras modernas, como ocurrió en el Asia oriental, sino en servicios como, por ejemplo, comercios minoristas y de distribución. Aunque dichos servicios tienen una mayor productividad que gran parte de la agricultura, no son tecnológicamente dinámicos en África y han estado quedándose rezagados respecto de la vanguardia mundial.

Pensemos en Ruanda, país con una historia de éxito muy comentada y cuyo PIB ha aumentado nada menos que un 9,6 por ciento al año, por termino medio, desde 1995 (con un aumento anual de los ingresos por habitante del 5,2 por ciento). Xinshen Diao, del Instituto Internacional de Investigaciones sobre Políticas Alimentarias, ha mostrado que el motor de ese crecimiento fueron los servicios no comercializables: en particular, la construcción, el transporte y los hoteles y restaurantes. La inversión predomina en el sector público y la mayor parte de la inversión pública está financiada por donaciones extranjeras. La ayuda extranjera ha hecho que el tipo de cambio real se apreciara, lo que ha agravado las dificultades afrontadas por las manufacturas y otros productos comercializables.

Al citar esos datos en modo alguno pretendo quitar importancia a los avances logrados por Ruanda en la reducción de la pobreza, que reflejan reformas en materia de salud, educación y ambiente normativo general. Resulta indiscutible que esas mejoras han aumentado las posibilidades de obtener ingresos del país, pero la mejora de la gestión y del capital humano no necesariamente se plasma en dinamismo económico. De lo que Ruanda y otros países africanos carecen es de industrias modernas de productos comercializables que puedan materializar esas posibilidades haciendo de motor interno del aumento de la productividad.

El rasgo predominante del paisaje económico africano –un sector no estructurado compuesto de microempresas, producción doméstica y actividades no oficiales– está absorbiendo el aumento de la fuerza de trabajo urbana y haciendo de red de protección social, pero resulta evidente que no puede aportar un dinamismo productivo del que carece. Los estudios muestran que muy pocas microempresas crecen lo suficiente para salir del sector informal, del mismo modo que la mayor parte de las empresas establecidas y con éxito no comienzan como pequeñas empresas de dicho sector.

Los optimistas dicen que lo positivo de la transformación estructural africana no ha aparecido aún en los datos macroeconómicos. Puede que tengan razón, pero, si se equivocan, África podría tener algunas dificultades graves en los próximos decenios.

La mitad de la población del África subsahariana cuenta menos de 25 años de edad. Según el Banco Mundial, todos los años otros cinco millones de personas cumplen 15 años y “cruzan el umbral de la infancia a la vida adulta”. Dado el lento ritmo de transformación estructural positiva, durante el próximo decenio, según la proyección del Banco, sólo uno de cada cuatro africanos encontrará empleo fijo como trabajador asalariado y sólo una pequeña fracción de ellos formará parte del sector oficial de las empresas modernas.

Dos decenios de expansión económica en el África subsahariana han aumentado las esperanzas de la población joven de conseguir buenos empleos sin aumentar en gran medida la capacidad para hacerlas realidad. Ésas son las condiciones que abonan la probabilidad de que se produzcan protestas sociales e inestabilidad política. La planificación económica basada en simples extrapolaciones del crecimiento reciente exacerbarán la discrepancia. En cambio, los dirigentes políticos africanos pueden tener que renunciar a unas esperanzas tan ambiciosas y al tiempo esforzarse por aumentar la tasa de transformación estructural y de eliminación de la exclusión social.

Dani Rodrik is Professor of Social Science at the Institute for Advanced Study, Princeton, New Jersey. He is the author of One Economics, Many Recipes: Globalization, Institutions, and Economic Growth and, most recently, The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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