El problema del crecimiento en México

Cuando el entonces presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari y su contraparte estadounidense Bill Clinton firmaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) hace más de 20 años, la esperanza era que la economía mexicana se viera impulsada por la creciente ola de la globalización. Según muchos indicadores, esa esperanza se ha cumplido ampliamente.

El volumen de comercio exterior (exportaciones más importaciones) mexicano creció continuamente después de la entrada en vigencia del NAFTA y aproximadamente se duplicó para alcanzar el 60 % de su PIB. La inversión extranjera neta respecto del PIB se triplicó. Si bien México es un país exportador de petróleo, sus exportaciones de manufacturas han liderado el avance y su economía se ha integrado cada vez más a las cadenas de aprovisionamiento norteamericanas. Las industrias automotriz y del acero, alguna vez ineficientes y cuya supervivencia dependía del abrigo de barreras comerciales proteccionistas, son hoy extremadamente prósperas y productivas.

Como tantos otros países, México fue inicialmente sufrió el duro golpe de la competencia china en los mercados mundiales, especialmente después de que China se convirtiera en miembro de la Organización Mundial del Comercio a fines de 2001. Sin embargo, su proximidad al mercado estadounidense y sus políticas monetarias, fiscales y laborales conservadoras le han brindado una protección significativa.

Los salarios en dólares, además, han crecido mucho más lentamente que en China; por ello, la mano de obra es ahora aproximadamente un 20 % más barata en México, en términos relativos. Considerando las tendencias de productividad, los costos laborales unitarios también han aumentado menos que en China y otros de sus principales competidores; esto permitió a México recuperar, desde la crisis de mediados de la década de 2000, parte de la participación que había perdido en el mercado.

No solo hubo buenos resultados en el frente externo. Es destacable que los extremadamente elevados niveles de desigualdad en México han comenzado a disminuir desde 1994, en gran parte gracias a reformas en sus políticas sociales y educativas.

El éxito de México se ve en todas partes, excepto donde más cuenta en el largo plazo: su productividad general y crecimiento económico. En ambas áreas hay desilusión en abundancia. Aunque parezca increíble, el crecimiento promedio de la productividad total de los factores (PTF) –una medida de la eficiencia con que se usan los recursos humanos y físicos de la economía– ha sido negativo desde principios de la década de 1990.

Como consecuencia, el nivel de vida en México ha caído aún más respecto del estadounidense y del de la mayoría de las economías de mercados emergentes. Probablemente ningún otro país en el mundo presenta un contraste más crudo entre el éxito exterior y el fracaso interno.

Detrás de esta aparente paradoja se encuentra el fenómeno de los «dos Méxicos», el vívido término elegido por el McKinsey Global Institute para representar el dualismo extremo que caracteriza a la economía mexicana. A las grandes empresas orientadas hacia la economía mundial les ha ido muy bien, mientras que las empresas tradicionales e informales –cuyo ejemplo son las ubicuas tortillerías de barrio– han tenido un desempeño pobre, mientras continúan absorbiendo la mayor parte de la fuerza de trabajo de la economía. Los éxitos de las primeras se han visto contrarrestados por la carga de las segundas.

Pero el entusiasmo por las perspectivas de México va en aumento. El presidente Enrique Peña Nieto ha lanzado una nueva ola de reformas, encabezadas por la liberalización del sector energético, que permitirá la inversión extranjera para la exploración y la producción del petróleo. La empresa petrolera estatal, Pemex, un monopolio durante tres cuartos de siglo, finalmente enfrentará competencia interna. Incluso un observador tan sobrio como Martin Feldstein, de la Universidad de Harvard, se deshizo en elogios hacia México, y declaró que las reformas de Peña posicionan al país para convertirlo en la «estrella económica latinoamericana de la próxima década».

Sin embargo, la experiencia mexicana con el NAFTA debiera llevarnos a ser extremadamente cautos sobre ese tipo de pronósticos. Hemos visto el fracaso de propuestas aún más integrales. ¿Producirán las reformas energéticas otro falso amanecer?

Los responsables de las políticas deben tener presentes dos lecciones del frustrante encuentro mexicano con la globalización hasta la fecha. En primer lugar, el comercio exterior y la inversión extranjera no pueden mejorar a una economía en ausencia del desarrollo simultáneo de capacidades productivas internas.

El motivo por el cual las superpotencias exportadoras del este asiático –Japón, Corea del Sur y China– experimentaron milagros de crecimiento fue que sus gobiernos trabajaron simultáneamente sobre ambos frentes. Es cierto, impulsaron a sus empresas hacia los mercados globales, Pero también participaron en una amplia gama de políticas industriales para garantizar que crecieran y lograran diversificar sus líneas de productos.

De hecho, a menudo los productores locales fueron protegidos de la competencia extranjera al interior del país para garantizar que fueran lo suficientemente rentables como para afrontar las inversiones necesarias. Los países como México ya no pueden dar un paso atrás y proteger las importaciones. Tendrán que experimentar con estrategias alternativas de apoyo a sus empresas locales.

La segunda lección es la necesidad del pragmatismo en el diseño de las políticas. Durante demasiado tiempo las políticas económicas mexicanas han reflejado la percepción de que la economía real se ocupará de sí misma una vez que se hayan solucionado las «cuestiones fundamentales» (estabilidad macroeconómica, apertura y regulación básica). En palabras del economista Mexicano Enrique Dussel Peters, esta es la mentalidad del «macroeconomista», muy diferente de la mentalidad del «ingeniero» centrada en resolver problemas y que tradicionalmente ha caracterizado a las políticas asiáticas.

Los funcionarios mexicanos tendrán que ampliar el diálogo y las asociaciones con el sector privado para diagnosticar y eliminar los obstáculos sectoriales específicos que enfrentan las empresas locales. Esa colaboración es particularmente importante en el caso de las empresas medianas a punto de ingresar en las ligas mayores. Tendrán que actuar menos como «macroeconomistas» y más como «ingenieros».

La incapacidad para crecer de México continúa siendo un enigma, para el cual no existe una respuesta simple. Es improbable que una estrategia única en gran escala –ya sea la apertura del sector petrolero, la mejora del acceso las finanzas, la lucha contra la informalidad o, ya que estamos, la modificación de la política industrial– logre abrir las puertas a un crecimiento rápido con una base amplia. Esta incertidumbre resalta la necesidad de un gobierno ágil y receptivo que pueda actuar simultáneamente en diversos frentes, aprender sobre los problemas que enfrenta la economía real y responder de manera pragmática.

Dani Rodrik is Professor of Social Science at the Institute for Advanced Study, Princeton, New Jersey. He is the author of One Economics, Many Recipes: Globalization, Institutions, and Economic Growth and, most recently, The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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