El problema es Europa

La crisis europea se parece al cubo de Rubik: cuando se arregla una cara, se desarregla la contraria. Creíamos que la solución de Grecia era tener gobierno, pero resulta que pide revisar las condiciones del rescate, mientras Alemania insiste en que «se respeten los compromisos adquiridos». Total, que estamos donde estábamos. O que el problema no es Grecia, es Europa.

Desde que Oswald Spengler publicó «La decadencia de Occidente», han sido infinitos los libros, ensayos y artículos sobre el tema. Pese a contener bastantes equívocos. Spengler escribía justo cuando su país acababa de ser derrotado en la primer gran guerra, lo que seguro influyó en su ánimo. Pero más grave aún es que cuando hablaba de Occidente se refería a Europa, que entonces lo representaba en exclusiva. Pero ya no. El propio Ortega, que prologó la primera edición española, nos ofrece la razón en otra parte: la cultura occidental es transmigratoria y, como aquellos personajes de la novela picaresca que ejercen un oficio en cada capítulo, puede reencarnarse en los más diversos lugares. Occidente nació en Europa, pero puede aparecer en cualquier lugar que adopte sus valores. Ahí tenemos a Estados Unidos, líder de Occidente por más de medio siglo y lo que le echen. 0 sea, que de lo que tenemos que hablar es de la decadencia de Eu ropa, algo que muy pocos pueden ya negar, vista su situación. Mientras, Occidente apunta por otras partes, Extremo Oriente incluido. Y Grecia se hunde, pese a su nuevo gobierno, que puede ser otra argucia suya para seguir recibiendo fondos de Bruselas, en lo que es experta.

Para entender lo que está ocurriendo, nada mejor que volver a la historia con ojos desapasionados. ¿Por qué decayó la Grecia clásica, después de resistir los envites de los gigantes asiáticos? En eso reina unanimidad entre los historiadores, cosa rara: por su incapacidad de pasar de ciudad a Estado, por confinarse sus polis a sus murallas, renunciando a ser nación. El único que podía haberlas unido, Alejandro, se largó a Asia a conquistar un imperio, que debió de parecerle tarea más fácil que unir a sus compatriotas. En un superior, la Europa actual parece incapaz de superar el nivel de los Estados-naciones que la componen, para convertirse en algo más grande, más fuerte, más ambicioso: el superestado. Es verdad que hay una «nacionalidad europea», basada en la cultura común y en un sueño de unidad política, con variados intentos de conseguirlo por la fuerza, desde nuestro emperador Carlos a Hitler, pasando por Napoleón. Ninguno lo consiguió, pese a que Montesquieu, padre de nuestro sistema de equilibrio de poderes, ya advirtió: «Europa es una nación compuesta de otras varias, como provincias que se necesitan unas a otras». Para sentenciar lo que debería haber sido la regla de oro de todo gobernante europeo y ninguno ha respetado: «Si cometiera algo útil a Francia pero perjudicial para Europa, lo consideraría un crimen». Pero De Gaulle sólo aceptaba una «Europa de las naciones», y Mitterrand remachaba: «La verdadera Europa necesita de las patrias como cuerpo viviente de carne y sangre». ¿Cómo vamos a crear una «nación europea» si no somos capaces de desprendernos de nuestra nacioncita particular? Se entienden así los problemas que está teniendo el más audaz proyecto comunitario europeo. Mientras la economía fue bien, todos contentos. Bastó que se torciera para que surgieran las diferencias, animosidades y prejuicios seculares.

Una de las observaciones más agudas sobre el tema la hizo la novelista norteamericana Mary McCarthy, que buena parte de su vida en nuestro continente: «Europa es el negativo de los Estados Unidos». Es decir, unos Estados Unidos al revés. Y, en efecto, en Estados Unidos prevalece la unidad sobre los Estados que lo componen. Mientras que en Europa prevalecen los Estados sobre la unidad. Nada de extraño que la misma escritora dijera en otro lugar: «Vamos a Europa para americanizarnos», es de-ir, para convencernos de que nuestro sistema es mejor. Aunque haya habido colegas suyos —los de la «generación perdida»— que cruzaron el Atlántico para europizarse, es decir, para desamericanizarse. Pero hoy son los jóvenes europeos los que cruzan el Atlántico en dirección contraria para cumplir sus sueños, al no poder hacerlo en un continente que hace honor a su apelativo de viejo.

Esa es posiblemente la clave de la decadencia de Europa. Llega la hora de los superestados, pero ella sigue aferrada, diría incluso maniatada, por los Estados nacionales. Con problemas incluso dentro de ellos, como sabemos mejor que nadie los españoles. Una de las mayores paradojas, por no llamarla aberración, de nuestros días es que, mientras en Bruselas tratan de salvar la Comunidad Europea fomentando la unidad fiscal, social, labora' y legislativa de sus miembros, en España tenemos comunidades autonómicas pidiendo una hacienda y fiscalidad propia. ¡Eso sí que es avanzar hacia atrás! Las diferencias nacionales e incluso regionales son demasiado grandes. Algo que hizo exclamar a Saint Simon con nostalgia: «Europa sería la mejor organización política si tuviese un parlamento por encima de los gobiernos nacionales, con poderes para decidir sobre sus discrepancias». Pero ya ven ustedes el caso que se hace al Parlamento europeo actual. Lo que nos lleva a la pregunta que se hizo otro francés ilustre, Paul Valéry: «¿Llegará Europa a ser lo que realmente es, la cabeza del continente asiático?». Porque el peligro hoy es que, en vez de ser su cabeza, sea su cola. La respuesta a esta pregunta es tan simple como tremenda: la solución de Europa es «desnacionalizarse». El único nacionalismo permitido debe ser el europeo. El otro, el que venimos practicando será sólo para andar por casa y, todo lo más, para los campos de fútbol.

O hacemos eso o debemos contentarnos con pasar de protagonistas de la Historia a ser sus comparsas. Traducido a la práctica: Europa será el lugar adonde vengan de vacaciones los asiáticos a ver las ruinas de un pasado ilustre: castillos, catedrales, museos, palacios, jardines, campos de batalla, cementerios, servidos por camareros, guías, taxistas, europeos.

Será entonces cuando haya que hacerse la pregunta: ¿quiénes son los occidentales? Pregunta que dependerá de la respuesta que le demos los mediterráneos, es decir, los primeros europeos y, ahora, los últimos.

José María Carrascal, periodista.

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