El problema más grave del cine español

Los directores y productores de cine españoles que se dedican a películas de calidad -esas que llegan a salas de arte y ensayo donde se exhibe el mejor cine de todo el mundo- suelen justificar sus pérdidas y la falta de atención que les presta la crítica internacional por la falta de apoyo estatal y el descenso del público dispuesto a tomarse la molestia de ver películas en las salas de cine. Se consuelan con la idea de que, por lo menos, están haciendo algo que tiene integridad artística, al margen de los parámetros del éxito comercial.

Estas justificaciones inteligibles ignoran algo mucho más nocivo, algo endémico que explica ciertas limitaciones del cine español. El problema fundamental es cultural y sociológico y tiene que ver con conceptos de autenticidad e individualidad. La lengua española tal y como está expresada en España no casa bien con el cine.

Hay excepciones, pero son las que confirman la norma. Si uno quiere enterarse de lo que mantiene a las películas españolas fuera de juego solo hace falta prestar atención a los anuncios, todavía enraizados en los años sesenta, que se escuchan en la radio en cualquier taxi yendo por las calles de Madrid. Basta con encender la televisión para ver y oír las voces, los gestos y las muecas, teatrales y forzados. Solo tiene que frecuentar bares y tiendas por doquier y observar cómo la gente habla y se relaciona entre sí.

La gran mayoría de los españoles utiliza frases hechas acopladas con un lenguaje corporal que impregna generaciones y regiones. Los catalanes y los vascos utilizan los mismos gestos y tonos de voz que se ven en el madrileño barrio de Salamanca. Las frases y sus movimientos correspondientes se reproducen con una fidelidad fascinante. Esconden sentimientos verdaderos y potencian una homogeneidad social. A pesar de los inmigrantes que se ven en todas las regiones, España sigue siendo un país que parece una fraternidad donde todos han vivido la misma novatada.

Una sociedad más homogénea todavía sería Japón, por ejemplo. Pero la homogeneidad japonesa sí se acopla bien con el séptimo arte. La rigidez japonesa tiene que ver con ritos y control y con un nivel de discreción tan llamativo como psicoanalíticamente rico. Pero visto a través de una lente cinematográfica, el efecto que produce no parece inverosímil y deja lugar para que pequeñas variaciones -una mirada mantenida una milésima de segundo más de lo normal- descubran emociones hondas. La rigidez fanfarrona española comunica una sensación de libertad y falsa camaradería que la cámara detecta al momento, consiguiendo que mucha parte del público se distancie de la puesta en escena.

Muchos grandes actores americanos -Marlon Brando, Robert de Niro y Marilyn Monroe- tienen formas peculiares de hablar. Aquí no hubieran encontrado trabajo. Tengo amigos actores extranjeros que no pueden ejercer su oficio, aunque hablen el castellano perfectamente. En cuanto se les nota un deje de acento extranjero en un casting, quedan descalificados. Los directores españoles -y son los que más responsabilidad tienen en todo esto- a veces saben más sobre los iconos del cine norteamericano que los propios críticos de Estados Unidos, pero en cuanto empiezan a rodar caen en el mismo pozo de siempre. Vuelven a contentarse con actuaciones que padecen la misma falta de naturalidad y estrechez de registros.

Las películas españolas reflejan la sociedad que les rodea, y eso explica por qué la mayoría de los españoles no nota nada raro. La mayoría de los directores y sus actores logran actuaciones que son naturales en el contexto español -que reflejan cómo actúa la gente de aquí- y que transmiten la dosis requerida de falsedad y uniformidad. Pero la cámara es acultural y neutra y refleja fielmente esas voces tan bajas de los galanes y de los malos, las altas y locas de los que hacen comedia, las protestas fingidas de las heroínas y los hombros de todos ellos, que suben cada dos por tres con cada tosca declaración.

Hubo una época en que, cuando surgía el tema del cine español en el extranjero, los enterados hablaban de Carlos Saura y de Víctor Erice. Ahora casi nadie habla de ellos y el personaje que todos reconocen es Pedro Almodóvar. El éxito de su trabajo no contradice mi teoría. Lo que él hace en sus exitosas películas es exagerar las tendencias aquí mencionadas, las celebra y las lleva a un extremo casi surrealista, haciendo farsas y así ha logrado hacer algunas películas con frescura y momentos de belleza. Su genio reside en su inteligencia, en su habilidad de trucar el sistema, sacando provecho de ello en vez de sufrir por ello.

Un elemento clave que no ha ayudado nada fue, y sigue siendo, la práctica del doblaje. La gran mayoría de los sabios del cine español, tan enamorados de las obras de Billy Wilder, John Ford y Nicholas Ray, se familiarizaron con ellos a través de las voces de cinco dobladores que tradujeron toda la sutileza contenida en las almas de los grandes actores norteamericanos en versiones de la voz de Fernando Fernán-Gómez. Suprimida la naturalidad, la autenticidad y la espontaneidad, se impuso el filtro de un castellano duro y revestido de los mismos clichés de tono que se oyen hoy en los teatros de la Gran Vía. Las películas eran tan buenas que se transmitieron bien a pesar de semejante salvajismo, pero acostumbraron a los futuros directores españoles a no dar demasiada importancia a la voz, y la voz y todo lo que conlleva es una parte esencial de cualquier actor.

Hay directores españoles, Fernando León y Enrique Urbizu, Isabel Coixet y Alejandro Amenábar y varios jóvenes, hombres y mujeres, que saben esto y poco a poco se ven cambios positivos. Muchos de los mejores nuevos actores españoles, incluyendo a Javier Bardem, toman clases en el estudio de actuación de Juan Carlos Corazza, un argentino que aborrece el tópico. La compañía Animalario es maravillosa.

Desconozco si los problemas que estoy dibujando tienen algo que ver con la historia particular de España en el siglo XX, con un régimen autoritario que duraba tantos años mientras sus países vecinos se desarrollaban con más normalidad durante una época clave en la historia del cine. Lo más probable es que los códigos de conducta de los que hablo tengan sus orígenes en un pasado bastante más lejano. Pero alguna influencia habrá tenido.

En un estudio hecho por Soledad Fox Maura, historiadora y especialista en la Guerra Civil, titulado: El arte de la censura: cine y doblaje bajo el franquismo, se establece la tradición arraigada en España de hacer del cine un instrumento de castellanización homogénea y cita a uno de los ideólogos del doblaje español de entonces, Emilio Frey, sacada de un libro escrito por Alejandro Ávila, La censura del doblaje cinematográfico. Para el régimen no valían las lenguas extranjeras, pero tampoco el doblaje hecho fuera de España: "Es nuestro mayor interés que todos esos millones de seres reciban la influencia de Norteamérica, a través de nuestro purificado e incomparable idioma, exento de los modismos y peculiaridades propias de cada uno de los países de habla hispana".

No soy historiador. Solo puedo opinar sobre lo que veo y lo que he visto, lo que vivo y lo que he vivido personalmente; alguien nacido y criado en Nueva York y que lleva décadas trabajando en el cine y ha vivido en España más que en cualquier otro país desde hace 40 años.

El pueblo español tiene unas cualidades maravillosas: humor, generosidad, paciencia y una nobleza innata que se notan tanto en la ciudad donde vivo como en la zona rural desde donde escribo esto. En las demás artes -en literatura, pintura, arquitectura, gastronomía, danza y música- hay artistas españoles que triunfan por todo el mundo.

Pero todavía hay algo en su manera de ser y que se sigue perpetuando que, sencillamente, no va con el cine.

John J. Healey, director de los documentales Federico García Lorca y La práctica de lo salvaje.

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Le responde Eusebio Lázaro, actor y director de teatro (EL PAÍS, 20/08/10): Al cine español le crecen los enanos.