El problema no es el clima

El problema no es el clima, es el globo sin gobierno. Hace quince años publiqué un extenso artículo, Celebración de la ciudad, que se abría con una declaración rotunda: "El clima es el problema, la ciudad la solución". Un año después, la quiebra de Lehman Brothers abrió una etapa de convulsiones globales en la que todavía nos hallamos, y que pone en cuestión esa opinión optimista. Pensábamos que el siglo XXI se había iniciado con el derribo de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, pero es probable que el colapso financiero del 14 de septiembre de 2008 marcase un parteaguas más significativo, al afectar al corazón mismo del sistema. Tras la conservadora década rosa de los 80, y la tecnológica década digital de los 90, la burbuja de la década inmobiliaria estalló estrepitosamente, iniciándose un periodo de desgobierno que ha reemplazado al cambio climático como el principal problema de nuestro tiempo.

El problema no es el climaEn realidad, el clima no es tanto un problema como un contexto: si nos preocupa su modificación es únicamente porque nos hemos adaptado al actual, y tanto las formas de ocupación del territorio como la explotación de los recursos entran en crisis cuando el clima cambia rápidamente. Pero el esfuerzo por hacer esta mudanza más paulatina, lo mismo que el proceso para adaptarnos a estas nuevas circunstancias, depende decisivamente de la gobernanza del planeta, y este es hoy un eslabón sumamente débil, y ello tanto por la ausencia de consensos entre potencias con intereses contrapuestos como por la debilidad de los organismos internacionales, afectados a la vez por el desvanecimiento de una auctoritas apenas reconocida y por la fragilidad de una potestas menos ejercida que ostentada.

Quizá el mejor ejemplo de esa impotencia institucional sea el IPCC, un organismo de las Naciones Unidas que desde 1988 elabora informes sobre el cambio climático, los riesgos que conlleva y las medidas para paliarlo, siempre con una sólida base científica y siempre difundidos con tanta repercusión como limitado éxito en la adopción de políticas por los Estados, por más que sus resultados se integren en la UNFCCC, el principal tratado internacional sobre el asunto. El quinto informe fue la base del Acuerdo de París, que en 2015 fijó el objetivo de limitar el ascenso de temperatura sobre los niveles preindustriales un 1,5 o todo lo más 2 grados centígrados; y el sexto ha publicado sus tres secciones en agosto de 2021 (advirtiendo que el clima cambia más rápidamente de lo esperado), en febrero de 2022 (constatando que las alteraciones son más graves de lo previsto), y en abril de 2022, con casi 3.000 páginas que examinan las medidas de imprescindible adopción para limitar el calentamiento global, su repercusión económica y su impacto sobre el territorio.

Los redactores del colosal informe señalan que se está cerrando la ventana de oportunidad para ejecutar las acciones de descarbonización que permitan cumplir el objetivo marcado en el Acuerdo de París; y como en ocasiones anteriores, las discrepancias e intereses enfrentados entre los 195 países representados hacen fácil vaticinar que esa dramática advertencia caerá en saco roto. El tiempo se acaba, pero para muchos el fin de mes es más angustioso que el fin del mundo.

En la última década, las urgencias inmediatas han hecho difícil contemplar el futuro con luces largas. Las convulsiones de la Primavera Árabe y las movilizaciones de los indignados fueron las expresiones más notorias de una atmósfera de descontento generada en los países prósperos por el incremento de la desigualdad y la incapacidad de las élites para crear nuevos consensos sociales, mientras en las zonas menos venturosas del planeta las guerras y las hambrunas provocaban migraciones impulsadas por la supervivencia. Este globo sin gobierno alimentó un sinnúmero de movimientos populistas, que en 2016 adquirieron inesperadas credenciales con el triunfo de la consulta del Brexit en el Reino Unido y la elección de Donald Trump para la Casa Blanca, este último shock elevado al cuadrado en 2021 con el asalto al Congreso estadounidense de partidarios del presidente saliente.

Por su parte, la pandemia vírica que detuvo el mundo y la guerra de Ucrania que enfrenta a Rusia con Occidente han sido otros dos sismos sistémicos que han desplazado a un segundo plano los desafíos históricos del cambio climático, y la nueva geopolítica alumbrada por la gigantomaquia comercial y tecnológica entre Estados Unidos y China ha congelado los frutos de la globalización, dibujando los perfiles de una nueva Guerra Fría donde los esfuerzos por adaptarse a la mudanza del clima pierden apoyo ciudadano y centralidad política. La descarbonización no se percibe ya como urgente, y la misma taxonomía europea que ha declarado la nuclear y el gas como energías verdes ilustra el protagonismo de la seguridad del suministro frente al horizonte temporal de la transición energética, inevitablemente trasladada a un futuro más lejano y difuso.

El debate sobre la transición que debemos abordar para paliar los efectos del cambio climático se centra inevitablemente en las fuentes de energía, y en mucha menor medida en la cantidad de energía necesaria para mantener nuestras sociedades. Pese a los llamamientos para reducir los viajes aéreos o la temperatura de los interiores, el hedonismo contemporáneo es poco compatible con la virtuosa apelación a controlar nuestra huella de carbono mediante el comportamiento personal o las decisiones de consumo. Desde luego, tanto las necesidades energéticas de los edificios como las generadas por el modelo urbano y su impacto en el transporte pueden hacerse menores a través de la rehabilitación térmica de las construcciones y la promoción de patrones residenciales más compactos, pero ambos empeños solo pueden dar fruto en plazos largos, y en las presentes circunstancias la urgencia de intervención obliga a privilegiar la actuación sobre las fuentes.

Dando por hecho que el objetivo último es el uso exclusivo de fuentes renovables, es probable que las energías de tránsito acaben siendo la nuclear y el gas, prescindiendo por entero del carbón y en un plazo más largo del petróleo. En ausencia de una mutación tecnológica radical, como sería el desarrollo de la energía de fusión, es posible que las nucleares modulares ofrezcan una alternativa a los países carentes de recursos propios, aunque siempre inscritas en un mix energético diversificado que permita reducir los riesgos de suministro, habida cuenta que la autosuficiencia es inalcanzable en casi todos los casos. Sobre los plazos y el coste económico de la descarbonización no existe un consenso entre los especialistas, pero sí parece haberlo sobre el protagonismo futuro del hidrógeno y la electricidad como redes esenciales de cobertura energética.

Teniendo en cuenta que el cambio climático no es ya tanto una amenaza como una realidad a la que adaptarse, y sabiendo que sin duda provocará crecientes sequías, hambrunas, inundaciones y movimientos masivos de población, la gobernanza global deviene nuestro principal problema. Si hoy la pugna entre Rusia y Occidente parece ocupar todo el espacio de atención en la pantalla, la rivalidad entre China y Estados Unidos es el genuino eje de nuestro tiempo, y solo un entendimiento entre los dos superpoderes -por más que no excluya la competencia comercial o tecnológica- puede dibujar la esperanza de unos consensos que permitan la pervivencia pacífica de nuestras sociedades, y aun de la supervivencia de nuestra especie y de tantas otras que nos acompañan en este viaje en el tiempo.

Desde la Revolución Industrial hemos prosperado económica y demográficamente a través de la explotación de los combustibles fósiles, y ahora se nos plantea el desafío de no depender de depósitos sino de flujos energéticos. Tal perspectiva es tan luminosa como abrupta, porque si durante el último siglo el llamado oro negro ha creado petroestados disfuncionales donde el azar geológico ha distorsionado la economía, la sociedad y la política, la transición energética puede producir electroestados capaces de alterar los equilibrios geopolíticos, porque los metales no ferrosos en que se basa la revolución eléctrica (cobre, litio, níquel, cobalto, plata, zinc o aluminio) están desigualmente repartidos en el mundo, y en los próximos años cabe esperar un auge de medidas como la reciente de México, donde se ha aprobado una reforma de la Ley Minera que nacionaliza el litio.

En la última novela de Michel Houellebecq, Anéantir, el ministro de Economía de una Francia futura dedica lo mejor de sus esfuerzos a garantizar el suministro de tierras raras, componentes fundamentales de las tecnologías verdes, y es posible que también en esto la Casandra de la Quinta República haya anticipado el gran reto de nuestro tiempo.

Luis Fernández-Galiano es arquitecto.

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