El «procés» mutante

Hay patologías colectivas inmunes que reaccionan a cualquier terapia política o intelectual con un blindaje de rechazo. El nacionalismo es una de ellas: tiene un mantra emocional, un autoengaño, un bulo o una simpleza que oponer a cada argumento razonado. No admite la refutación porque es una creencia, no una ideología, y como toda fe resulta invulnerable al desencanto y conjura las contradicciones de la realidad con ensalmos doctrinarios y mitos de pensamiento mágico. Por eso el gran y largo error del Estado en Cataluña ha sido el de contestar al separatismo con discursos de apaciguamiento o diálogo; todavía no ha habido Gobierno que entienda de verdad la necesidad de derrotarlo mediante el ejercicio del único poder constitucionalmente soberano.

El estallido de violencia urbana en Barcelona no ha sido una respuesta social a la sentencia del Supremo. El veredicto judicial -relativamente atenuado- contra los líderes independentistas es sólo el pretexto para un cambio de fase, un giro estratégico en el plan de enfrentamiento. Las condenas a los responsables del levantamiento de octubre obligan al independentismo a cambiar de sujeto dialéctico: sus dirigentes ya no pueden desafiar las leyes a rostro descubierto. El pasamontañas de los violentos es el símbolo de la metamorfosis del procés, que ha pasado de la pacífica coreografía de las Diadas al turbulento brillo de los incendios. En ese tránsito se mantiene, empero, el meticuloso empeño por cuidar el impacto fotogénico que garantiza la repercusión en el universo visual posmoderno: no hay televisión que se resista a transmitir en directo el esplendor del fuego. Una de las características claves del desafío catalán de secesión es que desde el primer momento está concebido como una especie de revolución de diseño.

Los gurús de esta revuelta, que están en Bruselas, han dado un golpe de mano en la dirección de un movimiento que vacilaba al tener en la cárcel al núcleo duro de su dirigencia. Puigdemont intenta aprovechar el vacío que deja la incertidumbre sobre el futuro papel de Junqueras; quiere adelantarse a un posible pacto de ERC con Sánchez que lo deje a él fuera. Para eso ha entregado la iniciativa a las brigadas de choque callejeras, saltando sobre las asociaciones civiles que estructuraron la sublevación anterior, en busca de una sacudida de violencia que haga imposible cualquier tipo de alianza pragmática -los viejos tripartitos- de la izquierda. Ha modificado, incluso generacionalmente, el modelo de insurrección para evitar cualquier vía intermedia. El estallido de la borroka ha dejado a la mesocracia nacionalista perpleja: son sus cachorros los que han prendido las hogueras. Esos muchachos de clase media, que aprendieron a odiar a España en la escuela a la que sus padres los enviaron para adoctrinarlos en el supremacismo y el sueño de la independencia, han roto de repente los puentes de la complaciente educación burguesa, seducidos por el magnetismo de las barricadas y la mística antisistema. Y sus mayores se sienten impotentes para recriminárselo porque defienden la misma causa sólo que con más impaciencia. En el fondo tienden a comprenderlos, si no a disculparlos, como cuña que son de la misma madera; el nacionalismo siempre encuentra el modo de atribuir los problemas a una identidad ajena. En este caso, al Estado, el Leviatán autoritario que reprime la libertad de conciencia.

La nueva táctica insurgente -ésta sí es «instrumental», señorías- aprovecha la mentalidad permisiva que ha instalado en la escena pública el Gobierno de Sánchez. El prófugo de Waterloo y su títere de la Generalitat no van a frenar con dureza a los radicales; de hecho los Mozos de Escuadra, que de ningún modo quieren correr el riesgo de verse acusados de pasividad, se han visto obligados a administrar su fuerza hasta el límite mismo de lo inevitable. El ministro del Interior esquiva sus responsabilidades por miedo a parecer intolerante y el presidente se resiste a medidas que puedan perjudicar sus expectativas electorales. Está, como Rajoy en 2017, tratando de acumular motivos con los que justificarse antes de aplicar procedimientos de excepción y daría cualquier cosa porque los vándalos se aplaquen. Los promotores del «Tsunami» lo saben: hay un orgullo arrogante, hasta divertido, en su modo de apoderarse de las calles.

Lo que nadie parece captar, salvo una parte de la oposición que tampoco llega más allá del apremio inmediato, es que estos disturbios demuestran que el procés no está cerrado. Que una significativa porción del mundo secesionista no va a dar marcha atrás ni para replantear su calendario, como pretende Esquerra en su flamante perfil moderado. Que como en todo proceso revolucionario -lo enseña Hobsbawn-, la vanguardia muta siempre hacia un impulso cada vez más sectario con el que arrastrar una dinámica de hechos consumados. Que la sentencia ha sido la coartada que los iluminados del destino manifiesto exhiben para dejar de preocuparse por resultar antipáticos. El nacionalismo biempensante, cómodo con la idea de la independencia a plazos, está atrapado en el bucle con que se envolvió a sí mismo al no prever que el fracaso de su alzamiento institucional y multitudinario podía desembocar en un espasmo de frustración que lo aproximase al antiguo e inquietante modelo vasco. Es tarde para lamentarlo. Ahora urge la restauración imperativa del orden democrático, pero para ello hace falta que el Gobierno de la nación abandone su condescendiente y frívola estrategia de cálculo.

Ignacio Camacho

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