El ‘procés’: nada de nada

Sorprende que sorprenda el resultado de las elecciones catalanas. Por las candidaturas del independentismo se ha inclinado el 37,4% del censo, con un ligero incremento respecto al 35,7% obtenido en 2015 (y frente al 38,6% y el 41% de los no secesionistas). Los simples amagos del otoño han bastado para hacer diáfanas las secuelas de una independencia efectiva: el rechazo internacional, la salida de Europa, la quiebra de la economía, la ruina de la política, el desgarrón social. La sorpresa viene del hecho de que tales consecuencias inevitables no hayan provocado un declive en la proporción separatista. Pero quien como yo ve la cosa desde lejos y en perspectiva literaria se dice que no hay razón para sorprenderse.

El ‘procés’: nada de nadaEl punto de partida para cualquier consideración del asunto debiera ser el que hace años tanteé en un articulillo (EL PAÍS, 24 de septiembre de 2015) que desemboca en el presente: “La secesión es imposible”. Josep Fontana lo formulaba últimamente con la autoridad que con justicia se le concede: “Es imposible porque implicaría que el Gobierno de la Generalitat tendría que pedir al Gobierno de Madrid que tuviera la amabilidad de retirar de Cataluña al Ejército, a la Guardia Civil y a la Policía Nacional, y renunciar pacíficamente a un territorio que le proporciona el 20% del PIB. Es un escenario imposible. Pensar que esto puede suceder es una estupidez. Entonces, ¿a qué viene crear un clima próximo a la guerra civil?”.

Pues, ¿a qué vienen los tercos votos independentistas? Los motivos que los impulsan serán múltiples, desde el gusto de dar al señor Rajoy en las narices (el gusto es mío) hasta el disgusto por la prisión incondicional de unos agitadores. Pero opino que primordialmente proceden de la tranquilidad de saber que no tendrán ningún efecto. Expresan un ideal puramente teórico a sabiendas de que nunca se realizará la catástrofe de que se concrete. La confirmación más rotunda de tal planteamiento se vio cuando el Parlament aprobó o simuló aprobar la independencia del Principado y, según parece, luego no llegó a declararla.

No es concebible que dos millones de votantes en sus cabales crean de veras en la posibilidad de separarse de Reino de España, pero ningún catalanista, por tibio que sea, la descarta por entero. Pujol repetía que la opción “está en la neurona de cualquier nacionalista”, a Fontana “le parecería muy bien”, y Raimon Obiols iba más allá: si para conseguirla bastara con apretar un botón, sin ninguna contrapartida negativa, lo apretaría la mayor parte de los catalanes (entiendo: de lengua materna y entre cuatro y ocho apellidos).

Lo corroboro. Cada época da al sentimiento territorial la salida que se le ofrece en un horizonte de viabilidades. Viví algunos años en Barcelona vecino a ambientes en los que predominaba un catalanismo discreto, de modo que recuerdo las interpretaciones que se dieron a una frase de Narciso de Carreras, poco sospechoso de desafección al régimen: “El Barcelona es algo más que un club de fútbol”. Si entre quienes la aplaudieron se hubiera percibido más claramente la imagen de la independencia, quizá habría cosechado tantos apoyos como el coronel Macià en 1932. Depende siempre de la oferta.

Vuelvo atrás. Señalaba que los frutos infelices del mero conato independentista no habían disuadido a sus secuaces de continuar sufragándolo. Recordaba después que el Parlament aprobó la independencia pero no llegó a declararla. Conozco sólo briznas de los datos publicados, ignoro completamente los recovecos de los partidos y jamás he pisado el (o la) Amer del señor Puigdemont. Uso sin más la perspectiva de la vieja crítica literaria para reconstruir la trama no expresa latente detrás de los personajes, las situaciones y el lenguaje de una novela. Y mi commentaire de texte es que los votos por la segregación no pueden tomarse demasiado en cuenta porque se saben y se quieren destinados a la frustración de lo imposible y no se darían si la cosa fuera en serio.

En el horizonte aparece y desaparece ahora irregularmente la propuesta de un “referéndum pactado”, que recibe un amplísimo beneplácito (con la duda de si la consulta se extiende o no a toda España), sobre todo si la independencia se postula como una entre varias alternativas. No creo en los eventuales resultados.

En ese marco, los votos secesionistas únicamente podrían juzgarse depositados para ser determinantes si se conocieran con absoluta seguridad las derivaciones del sufragio. El paralelo más a mano está en el Brexit. Un exiguo 52% de los británicos sancionó el divorcio con la Unión Europea; pero apenas vislumbradas las consecuencias, sus partidarios han ido plegando velas y el Bregret del arrepentimiento iguala o tal vez supera ya al Brexit alegre y confiado.

En otras palabras: sin la certeza de que las implicaciones de la independencia eran irremisibles y como en efecto iban a ser, los votos soberanistas seguirían siendo mera ilusión no ya inalcanzable, sino también no deseada realmente por quienes los emitieran. Con esa certeza se reducirían al mínimo de unos exaltados, y de hecho no habría nada que votar, estaría todo definitivamente cerrado. La lógica del absurdo dictamina que la independencia sólo podría tratarse si previamente se hubiera adquirido.

En rigor, el separatismo carece de contenido, antes consiste en una desnuda “voluntad de ser”, en la afirmación de una identidad imaginada. Es bonito, y lo sería más si el victimismo no fuera de la mano con el supremacismo y si un tercio de la nación catalana no se afanara por enterrar las otras que conviven en la región. Lo esencial en el procés y en sus predecesores es justamente eso, proclamar las esencias, mientras lo restante se deja para las calendas griegas y se ejercita el irrenunciable derecho a no decidir.

Que nadie se llame al engaño de que el kafkiano fenómeno nació de un impulso de arriba abajo: el público estaba obviamente ganado de antemano, pero los prolegómenos se cuidaron con arte y minucia. Vuelvo a citar a Fontana: “Normalmente no se consigue una independencia sin una guerra de independencia”. Aquí, en un plausible alarde de seny, se ha preferido la sonrisa y la fiesta. Lo importante ha sido la escenografía, las grandes manifestaciones de uniforme o disfraz, las urnas sin garantías, los colores y los gestos simbólicos... Para el día siguiente, en cambio, no había nada preparado ni menos resuelto sobre los puntos nebulosos que se limitaba a enunciar el Llibre Blanc de la Transició: sucesión de administraciones y contratos, comunicaciones y transportes, gas y electricidad, etcétera. Todo estaba reducido al folclore preliminar.

Rebus sic stantibus, de nuevo me acojo a Fontana. Preguntado qué pasaría después del falso referéndum de octubre, contesta impávido: “Lo peor que puede pasar es que algo que empezó mal acabe peor, pero si quieres decir en términos de la situación política, nada de nada”.

Francisco Rico es filólogo e historiador.

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