El ‘procés’ y la civilización del espectáculo

En su ensayo La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa advirtió sobre la banalización de la cultura, la política y el periodismo en un mundo en que la vida ya no se vive, solo se representa. Esta es una observación elemental en el caso de algunos gobernantes que más parecen actores empeñados en interpretar ante los focos el papel que se les atribuye que en asumir las decisiones y responsabilidades que el poder comporta. También la severidad habitual de nuestros tribunales de justicia, de la que repetidas veces he sido testigo y aún víctima, ha derivado en cierta forma por los senderos del entretenimiento, en nombre del principio de publicidad de los juicios. La causa contra el criminal nazi Adolf Eichmann fue el primero de los grandes procesos de la Historia que se televisó urbi et orbi con el evidente objetivo de resaltar la ejemplaridad de la justicia contra los culpables del Holocausto. Pero la retransmisión en directo de las actuaciones de los tribunales ha sido y es una práctica habitual en muchos países, y no pocos poseen canales de televisión o plataformas de Internet dedicadas exclusivamente a ello.

El ‘procés’ y la civilización del espectáculoDe modo que la decisión de retransmitir en directo la vista contra los acusados de rebelarse contra el Estado en nombre de la independencia de Cataluña no constituye una especial novedad. Aunque hace un cuarto de siglo el Tribunal Supremo decidió restringir el acceso de cámaras y micrófonos a las salas de Justicia, dos lustros más tarde, el Constitucional amparó la presencia de las mismas, en nombre de la libertad de información y del principio de publicidad de las actuaciones. Hay quien opina que esta decisión lesiona otros derechos fundamentales, como la privacidad o intimidad de acusados y testigos, o los referentes a la ley de protección de datos, pero el hecho es que las imágenes de ladrones, asesinos, depredadores sexuales y narcotraficantes declarando por crímenes horrendos inundan desde hace tiempo las pantallas de nuestros hogares. La experiencia demuestra que en todos los casos, incluido el de Eichmann, la burocracia de los trámites y el desarrollo normal de los procesos acaban aburriendo a la audiencia y la atención de los espectadores decae a medida que se prolongan en el tiempo. Esto es así porque en general existe un consenso básico en torno a los hechos: se trata de demostrar o no la autoría de los acusados en la comisión de unos actos delictivos, no de justificar estos.

El tema se complica, no obstante, cuando, como en el caso del procés, las actuaciones se refieren a cuestiones lindantes con el quehacer político. La mayoría de los enjuiciados, por no decir todos, reconocen e incluso reivindican de una u otra forma su responsabilidad en los sucesos que se juzgan, pero rechazan la calificación de los mismos. Y lo hacen amparándose en una argumentación recurrente: aunque la ley castigue su conducta, ellos (y ellas) consideran su licitud amparados como están en un mandato popular: la democracia, insisten, está por encima de la ley. Se constituyen así en únicos y soberanos intérpretes del significado de la democracia misma. Pero nadie les ha designado para desempeñar tan descomunal tarea.

Al declararse una y otra vez ante los jueces y ante las cámaras como presos políticos, los encausados tratan de reconducir la percepción de ellos mismos hacia una potencial consideración como prisioneros de conciencia: gente perseguida por sus ideas y no por sus actos. A esa imagen contribuye además la lamentable decisión del instructor que les mantuvo durante más de un año en prisión preventiva, cuando para evitar el supuesto riesgo de fuga existían y existen medios tan efectivos y mucho más proporcionales que el de encarcelarlos sin juicio previo. Su propia consideración de presos políticos y el relato, asumido ahora por la alcaldesa de Barcelona, de que nos hallamos ante un juicio injusto permiten suponer que muchos se dan por condenados de forma adelantada. En ese contexto, las disquisiciones entre los tipos penales que se les apliquen apenas importan, habida cuenta de la relevancia de las penas que en cualquier caso procederían. Defensores y defendidos están convirtiendo por lo mismo la causa en un mitin político, mientras el Parlamento catalán, y ahora el español por mor de su disolución, permanecen cerrados. La campaña electoral se ha desplazado ya a la sala del Tribunal Supremo, hasta el punto de que en ocasiones parece que a quienes se juzga no es a los acusados, sino a los testigos. La impericia de algunos, la provocación rufianesca de otros, hacen relucir aún más la dignidad institucional de quienes como Iñigo Urkullu o Artur Mas comparecieron con la seriedad que la ocasión comporta. Pero el espectador normal comprueba que aquellos que llamaron a la revuelta contra la Constitución de 1978, lejos de arrepentirse de sus actos, lo que persiguen es condenar ante la opinión pública a quienes legítimamente trataron de impedirlos. Para completar el cuadro, el comportamiento del presidente de la sala parece estar inducido más por garantizar el fracaso de un probable recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuidando hasta el extremo el procedimiento, que por el contenido del juicio mismo.

No creo que haya muchos precedentes en que quien preside una vista penal dé tantas explicaciones de la pertinencia o impertinencia de las preguntas en los interrogatorios o de los derechos y deberes de acusadores, acusados y abogados defensores. Este juicio se está convirtiendo en un curso acelerado de derecho procesal, frente al que los responsables del entretenimiento televisivo se verán obligados a subir el diapasón de las proclamas si no quieren que se deteriore la audiencia. No estoy seguro de que con ello se favorezca el buen criterio de los juzgadores ni el destino de las vidas de los enjuiciados, todos ellos sometidos a un griterío de insultos y descalificaciones en las redes sociales.

A fin de que ese griterío no nos arrolle a todos, para los desmemoriados o los ignorantes conviene recordar dos comentarios que escuché recientemente en el muy celebrado Congreso de la Asociación Mundial de Juristas. Uno es del profesor Rainer Arnold, autoridad del Derecho Constitucional respetada en toda Europa, quien explicó textualmente que el Estado de derecho “es la base de cualquier Constitución democrática”. Otro, del vicepresidente del Supremo español, Angel Juanes, quien, refiriéndose al fenómeno de las fake news, avisó de que la existencia de compañías dedicadas a mentir puede llegar a originar un vicio de consentimiento que anule la libre voluntad de los votantes. Algunas de estas compañías tienen nombre de instituciones culturales o de partidos políticos. Si se reconociera jurídicamente ese vicio de consentimiento, los resultados de muchos referendos, incluso de determinadas elecciones, serían nulos de pleno derecho. No digamos los de una consulta radicalmente ilegal en su origen como la de Cataluña del 1-O.

Por lo demás, y por mucho que los acusados pongan cara de buenos ante las cámaras, todos los españoles saben que el Gobierno de la Generalitat y el Parlamento de Cataluña provocaron y alimentaron una revuelta popular contra la Constitución, invocando un derecho que no tienen (el de autodeterminación) y desobedeciendo unas órdenes recibidas. También que fracasaron en su empeño, como antes lo hicieron Macià o Companys frente al Gobierno de la República. El resto solo son actitudes impostadas, misticismo civil y noticias falsas, como corresponde a la civilización del espectáculo.

Juan Luis Cebrián

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *