El proceso después del ‘procés’

Las elecciones del 21-D en Cataluña pondrán fin al delirio secesionista que tanto daño ha hecho a los catalanes. Porque se forme un Gobierno que no comparta esa ideología, o porque lo ocurrido confirma que perseguir una independencia unilateral impuesta contra el resto de los españoles, incluyendo la mitad de los catalanes, aunque sea deseable para algunos, no es viable en el mundo moderno. El procés ha llevado a la sociedad catalana al desastre y a un callejón sin salida. Pero si el independentismo ha sido una respuesta equivocada lo ha sido a “la cuestión catalana”, un problema de fondo que va a seguir presente a partir del 22-D, marcando nuestro futuro en los próximos meses en varios asuntos fundamentales que van a llevarnos a una reforma de la Constitución (con referéndum en toda España), seguida de un nuevo Estatut de Autonomía (con referéndum solo en Cataluña). Este pudo ser el camino recorrido por el Parlament de Cataluña en 2010, tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut.

El proceso después del procésPara resolver la cuestión catalana, tendremos que volver a debatir sobre qué es España. Algunos creíamos que este asunto, que tantas energías nos ha hecho perder en los últimos doscientos años, había quedado cerrado con el pacto que representó la Constitución del 78: España es una nación, compuesta de tres realidades distintas como son “nacionalidades y regiones”, a las que se incorporan las “nacionalidades históricas”; que tiene un Estado multinivel al que llamamos “Estado de las autonomías”, pero con una soberanía única que radica en “el pueblo español” que debe asegurar, a la vez, la “indisoluble unidad de la nación española” y el derecho a la autonomía de sus partes constitutivas.

Solo con buscar en el diccionario, se entiende que el concepto “nacionalidad” al que se refiere el Artículo 2 equivale, sin duda, a una “nación sin Estado propio”, por lo que el concepto de España como “nación de naciones”, muy utilizado en la Transición, es exactamente el recogido por nuestros constituyentes bajo la expresión “nación de nacionalidades y regiones”, aceptada entonces por el nacionalismo catalán, entre otras cosas, porque le ha permitido el pleno desarrollo de sus instituciones propias y alcanzar el mayor nivel de autonomía política de su historia.

Intentando resolver el problema planteado porque dos millones de catalanes dicen que, tal y como están ahora, prefieren irse de España, se han propuesto dos reformas constitucionales: la inclusión, explícita, de la palabra “nación” aplicada a Cataluña (y suponemos País Vasco y no sabemos si alguna más) y la regulación de una especie de “derecho a decidir”, bajo la fórmula de un referéndum “de autodeterminación” pactado, que tampoco sabemos si se aplicará solo a Cataluña o a quien lo pida. Las dos propuestas introducen cambios radicales en el concepto constitucional de España, donde la soberanía es única (no hay un sujeto político soberano que sea el pueblo catalán o el vasco y eso es lo que hizo fracasar al plan Ibarretxe), la unidad “indivisible” y donde el reconocimiento de la diferencia debe de ser compatible con la igualdad de derechos de todos los españoles y no puede dar lugar a privilegios. Desde esa perspectiva, los cambios propuestos, o son simplemente nominales (como lo era la inclusión de la palabra “nación” en el preámbulo del Estatut), o abren la puerta a la ruptura legal de la nación española y, en todo caso, provocarán la existencia de dos realidades diferentes de españoles, con dos conjuntos distintos de derechos, siendo uno superior al otro. Es decir, sería aceptar privilegios, solo al alcance de quienes traducen su legítima diferencia, en superioridad jurídica. Eso, que puede hacerse mediante una disposición adicional nueva de la Constitución, tendría que ser aceptado en referéndum por el conjunto del pueblo español.

Más recorrido tiene proceder a una reforma profunda de nuestro modelo autonómico, un salto federal como el planteado en 2004 por el Gobierno del que formé parte. Incluyendo tres cambios constitucionales: cerrar el modelo autonómico, definir mejor las competencias del Estado central, así como cambiar las funciones y la composición del Senado. Además, habría que potenciar los mecanismos federales de Gobierno del Estado (Conferencias Sectoriales y Conferencia de Presidentes), articular agencias federales de gestión de lo común (impuestos, etcétera), redefinir la bilateralidad y construir un modelo de financiación que evite que las comunidades autónomas gestionen el 80% del gasto público, pero sea el Gobierno central quien controle el 80% de los ingresos. El dictamen que sobre estas propuestas hizo el Consejo de Estado presidido por Rubio Llorente, sigue siendo un buen punto de partida. De ahí, también sale un nuevo Estatut sometido a referéndum en Cataluña.

La gestión eficaz de un Estado tan complejo como el nuestro requiere de un intangible fundamental: la lealtad constitucional, la confianza que genera el trabajar juntos no solo sobre “lo tuyo y lo mío”, sino también sobre lo de “todos”, lo que nos une. La huida de lo común hacia lo particular identitario, sea en forma de soberanismo, o de partitocracia, hace mucho daño al sistema democrático del 78 que nos ha permitido vivir, a pesar de todo, los mejores años de nuestra historia. La confrontación radical entre los dos grandes partidos nacionales entorno al Estatut de Cataluña, con Rajoy denunciando ante el Constitucional un texto ya aprobado por el Congreso de los Diputados y por los catalanes en referéndum, incluso la profunda división que se produjo entre las fuerzas políticas catalanas (ERC no apoyó el Estatut) en un elemento esencial como son las normas básicas que regulan su autogobierno, nos han conducido al confuso momento actual. Son cosas, pues, que no deben volver a ocurrir.

El consenso no es que todos pensemos igual, sino que desde la defensa de las diferentes alternativas, hay asuntos en los que podemos coincidir y otros que deben negociarse porque constituyen reglas de juego que deben ser estables. Y el acuerdo se alcanza en un lugar o en otro, según la capacidad negociadora de cada parte. Este aprendizaje, que nos ha permitido hacer frente al procés, nos debe ayudar a poner en marcha el proceso de reformas constitucionales e institucionales que necesitamos para ordenar mejor nuestra convivencia conjunta para, al menos, los próximos cuarenta años.

Jordi Sevilla es vicepresidente de Llorente y Cuenca. Fue ministro de Administraciones Públicas de 2004 a 2007.

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