El proceso español

Este invierno español se parece demasiado a aquel otoño catalán de 2017. El 'procés' independentista fue una extraña revolución, una revolución populista liderada desde arriba, desde el Govern, con dos objetivos contradictorios. El fin proclamado era cambiar el 'statu quo' y construir una república. Sin embargo, la prioridad fue siempre mantener el poder sin tener que rendir cuentas por la mala gestión. Lógicamente el resultado fue lo que se ha denominado como procesismo, una disonancia entre el discurso público y privado, una política deshonesta que erosiona las instituciones y la convivencia. La decadencia económica, social y cultural de Cataluña es una realidad que incluso una parte del independentismo empieza ya a reconocer.

El proceso españolLas mismas leyes e instituciones pueden incentivar la paz y la prosperidad o el conflicto y la decadencia, porque, en gran medida, el destino de un país depende de la cultura y los valores de sus políticos y, sobre todo, de su sociedad. Cuando las pasiones apagan las luces de la razón, cuando las identidades ahogan las ideas, la irresponsabilidad toma el control y el tribalismo pone en riesgo la democracia y la libertad. No es la primera vez en la Historia que dinámicas políticas avaladas por los votos acaban convirtiendo una sociedad, otrora admirable, en un espacio invivible donde los conciudadanos se convierten en enemigos y las virtudes cívicas se pierden como lágrimas en la lluvia.

En este sentido, Cataluña no es especial, ni tampoco España es diferente. Fenómenos políticos parecidos están socavando los pilares de la democracia liberal en todo el hemisferio occidental. Se trata del populismo que en cada región o país recoge el sustrato cultural para pervertirlo y convertirlo en una retórica de confrontación y una política del resentimiento. En Cataluña alcanzó su cénit cuando el independentismo, saltándose los procedimientos reglamentarios y los derechos de la oposición, aprobó aquellas leyes de desconexión que trataban de instaurar una suerte de autocracia sin separación de poderes bajo el control del president Carles Puigdemont, caudillo por la gracia de la CUP.

Pocos meses después, la moción de censura a Mariano Rajoy fue el pecado original que abrió las puertas de La Moncloa de par en par al 'procés' y sus dinámicas, siendo la primera de ellas el sacrificio de la verdad. La propaganda ocupa el espacio de la gestión en las prioridades del Gobierno. El 'procés' se sustentó en grandes mentiras. Prometieron la independencia a sus votantes, y ante los jueces juraron no haberlo intentado. Una miríada de falsedades decora también la hemeroteca de Pedro Sánchez. Mintió con las razones de aquella moción y mintió sobre los futuros pactos. Mintió gravemente antes y durante la pandemia, situando la ideología por encima del empirismo. Cada nueva versión convierte en mentira la anterior. Cada nueva promesa es siempre una falsa promesa. Ahora asegura que no habrá referéndum independentista, pero Esquerra ya ha impuesto sus condiciones para celebrarlo. Paradojas del apaciguamiento.

La segunda dinámica del 'procés' plagiada por Sánchez es la polarización social inducida desde el poder político. Unos son los demócratas, y los otros, los fascistas. Ya lo sufrimos en Cataluña. Y ahora ignorantes de la Historia como el diputado Felipe Sicilia repiten aquellos infames discursos. Infames, pero no inocuos, porque las palabras, como las ideas, tienen consecuencias. Al inventar enemigos en lugar de buscar soluciones, la política acaba fomentando emociones adversativas, a saber, la indignación, la paranoia y el odio. La retórica de la hipérbole no solo devalúa la verdad, también la concordia, ya que, al final, llegará el momento en que los seguidores exijan a sus líderes acciones a la altura de sus exageradas palabras. Cuando el narcisismo victimista supera la responsabilidad individual, ya nadie puede vivir tranquilo.

La tercera dinámica destructiva es la erosión acelerada de las instituciones. El poder ejecutivo aprovecha el clima de conflicto que él mismo ha generado para justificar la eliminación de los controles y los límites. Se desprecian los parlamentos. Lo vimos en Cataluña, donde el reglamento de la cámara fue gravemente vulnerado. Lo hemos visto en España, donde el Parlamento fue cerrado ilegalmente. Los medios de comunicación públicos se ponen al servicio de la mentira y la división. Qué decir de TV3; TVE sigue camino parecido. Todo al servicio de la causa: el CIS, el CNI e, incluso, Correos. Los ataques a la Justicia son evidentes. La técnica es la misma. Se introducen elementos claramente inconstitucionales y se vulneran los derechos de la oposición para que esta recurra al Tribunal Constitucional y, así, los auténticos agresores puedan exponer un falaz relato según el cual ellos serían inocentes demócratas atacados por los malvados 'jueces conservadores'. Es una clara estratagema populista, un conflicto institucional premeditado.

En una crisis como la actual, esta puede quebrarse si la ciudadanía se muestra indiferente. Más allá de las constituciones y las leyes, cualquier democracia liberal necesita una ecología moral que la sustente. Solo una sociedad responsable puede garantizar una sociedad libre. Preguntémonos, como Rob Riemen, «¿qué futuro les espera a la democracia y a la libertad política cuando la gente se olvida de la esencia de la libertad, ya no reflexiona y, en lugar de obedecer a la razón, se deja guiar por la superstición, las emociones, la angustia, los deseos y la esclavitud?». Recae, pues, sobre las espaldas de Alberto Núñez Feijóo una enorme responsabilidad histórica, la de ofrecer a esta sociedad una alternativa a la altura, articulando un discurso que supere las trincheras ideológicas por elevación. Frente al actual Gobierno de sectarismo, inutilidad y deslealtad, será necesario preparar un gobierno para todos los españoles, un gobierno de los más competentes, un gobierno reformista que fortalezca el Estado de derecho para garantizar una democracia mejor.

Juan Milián Querol es politólogo.

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