El proceso

Ignacio Camacho, Director de ABC (ABC, 08/05/05).

Está en marcha. No va a ser un proceso claro, ni corto, ni fácil, pero está en marcha. Para ser un plan quizá falten elementos de concreción, y para una hoja de ruta falta la certeza del tiempo que durará cada etapa. Ha nacido rodeado de demasiada oscuridad, envuelto en brumas de duda y hasta de sospecha, lo que de entrada anula o lastra parte de su crédito. Pero está ahí, y todo el mundo lo sabe. Por eso más valdría admitirlo sin ambages y dejar que cada cual saque sus propias conclusiones. Al fin y al cabo, ha sido el propio presidente Zapatero el que se ha pasado varias semanas lanzando mensajes embotellados en guiños al mar de la violencia vasca.

Zapatero está no sólo en su derecho, sino ante el deber de intentarlo si cree que tiene, como en la vieja canción de Lennon, una oportunidad para la paz. Nadie le puede cuestionar eso. Pero tampoco puede aspirar a que se le otorgue un margen incondicional de confianza, porque no parte de cero: parte de casi mil muertos, de un intenso dolor nacional, de una dignidad colectiva defendida por varios gobiernos de diverso signo, del drama de las víctimas, de la tragedia de los miles de amenazados y exiliados del País Vasco. Y parte, también, del notable avance logrado en los últimos años gracias a la determinación de los firmantes de un Pacto Antiterrorista cuya iniciativa, como ha subrayado tantas veces, le corresponde en gran medida a él mismo.

Por tanto, se le puede cuestionar, no la idea, ni el impulso, pero sí el método. Y, sobre todo, el precio. A estas alturas, es imposible creer que la paz en el País Vasco pueda conseguirse sin pagar algo a cambio. Puede que incluso existan muchos españoles dispuestos a aceptar un precio político. Pero dudo que los haya dispuestos a pagar un precio de dignidad.

Por ello ha empezado mal, reuniéndose con Ibarretxe a cencerros tapados, contra el principio de transparencia que prometió en su discurso de investidura. Está claro que un proceso tan delicado no puede hacerse bajo los focos en un teatro, como si fuera un campeonato de ajedrez; requiere un marco de opacidad relativa en sus aspectos más concretos para evitar que cada movimiento quede bajo la polvareda de un debate extremadamente ruidoso. Ahora bien; lo que el presidente tiene la obligación de lograr es un consenso suficiente que dé respaldo a su iniciativa como jefe del Gobierno de todos los españoles. Porque es un asunto que nos involucra a todos, no sólo a él ni a su partido.

Para conseguirlo es imprescindible que los ciudadanos conozcan las reglas de este juego peligroso. Sobre todo, qué está el Estado dispuesto a ceder y qué no. Cuáles son los mínimos. Si nos hemos de tragar unos sapos de respetable tamaño, los españoles tenemos derecho a saber dónde se encuentra el límite de un eventual quid pro quo, y a expresar nuestra disconformidad si nos parece injusto. Y para ello es necesario que el presidente marque las rayas del campo en el que va a jugar. Si quiere crédito, tiene que ganárselo. Aznar lo hizo antes de enviar emisarios a Suiza. Zapatero tendrá probablemente unos límites más flexibles, pero es necesario que los ponga sobre la mesa. Porque los españoles merecemos -¿recuerdan?- un Gobierno que no nos mienta ni nos oculte nada.

Hasta ahora, había un marco. Se llama Pacto Antiterrorista, y estaba suscrito por los dos partidos que tienen un proyecto nacional y una posibilidad de gobernar España. Eso significa alrededor de veinte millones de votos, más de dos tercios del censo, una mayoría social abrumadora. Todo parece, sin embargo, que aunque el Gobierno mantenga el Pacto vigente en el plano teórico, su estrategia conduce a otro eje político. Al reunirse con Ibarretxe para acordar -lo ha admitido el lendakari- un marco nuevo, Zapatero ha desplazado el eje hacia el nacionalismo, orillando de hecho al PP. Ya lo hizo antes en Cataluña, pese a la promesa de un camino común que le ofreció a Rajoy en enero, y aspira a hacerlo en Galicia si Fraga fracasa en su enésimo desafío.

Esa nueva mayoría de socialistas y nacionalistas para diseñar el modelo territorial y político de la España del siglo XXI es tan legítima como la del consenso con el PP, pero suma menos votos y pivota sobre unos partidos que carecen de un proyecto de Estado. Y, naturalmente, sitúa al PP en una posición adversa que de algún modo fractura a la ciudadanía en dos bloques y agudiza la tensión política en un momento muy inoportuno.

Y luego está el método. Cabe suponer que Zapatero es perfectamente consciente de que de ninguna manera puede negociar políticamente con ETA. Para eso ha permitido el paso a una bandera de conveniencia de Batasuna, en la que confía como interlocutor político. Pero Batasuna es ETA según la doctrina del Tribunal Supremo. Y va a ser difícil obtener de Otegi y sus compañeros ningún acuerdo que no tenga el visto bueno de la banda.

La hoja de ruta tiene un objetivo: relegalizar a Batasuna a cambio de una condena de la violencia, y acordar con ETA primero una tregua y después un desarme. Si se produjese una sola víctima, el proceso quedaría en suspenso y el PCTV sería ilegalizado. A priori, y en medio del apagón informativo, no es irreal conjeturar que ese plan cuenta con el visto bueno del PNV a cambio de un nuevo estatuto, lo que supone, de hecho, renunciar a la alternativa constitucional en el País Vasco y entregar a los nacionalistas la llave del poder indefinido. El presidente cree, y está en su derecho, que todo eso valdrá la pena si desaparece el terror. Muchos españoles, en cambio, sospechan que ETA pueda volver a engañar al Estado, y desconfían del alma desleal del PNV. El pasado martes, en la Tercera de ABC, Jaime Mayor Oreja recordaba que ETA siempre ha engañado. Y Mayor se habrá equivocado en muchas cosas, pero casi nunca, o nunca, en sus análisis sobre el enemigo que ha combatido toda su vida.

Zapatero va a abordar este reto en un momento en que ETA está más infiltrada y acorralada que nunca, y con Batasuna al borde de la asfixia económica y social por el efecto de la Ley de Partidos. El consenso anterior confiaba en esta vía: una derrota lenta pero progresiva de la banda y un acogotamiento ya prácticamente irreversible de su entorno político. Ese camino carecía de un final explícito, pero dejaba a salvo todo atisbo de concesión a la violencia.

En su «ansia infinita de paz», el presidente podría estar dispuesto a conceder al mundo proetarra una regeneración política a cambio de una foto finish al estilo de los acuerdos de Stormont. Ése parece el objetivo, a salvo de que nos lo expliquen de otra manera. Pero incluso aceptándolo como mal menor, con todas sus reservas -que no son pocas; la principal, el papel de las víctimas después de tanto sufrimiento-, queda una duda importante. La de cuánto tiempo tardarían un PNV hegemónico y una Batasuna reforzada en su nada desdeñable base social, en plantear la secesión en el nuevo escenario con una amplia mayoría, bastante superior a la actual, y con un bloque constitucional quebrado. De lo que no quedaría, en cambio, ninguna duda, es sobre quién sería el responsable de esa quiebra.