El progreso

Durante mucho tiempo se ha pensado que la Humanidad viene progresando desde que, hará unos 70.000 años, apareció el homo sapiens. Si el progreso equivaliera a conocer y manejar cada vez mejor la Naturaleza, podríamos estar de acuerdo, pero el progreso es algo más, y tiene que ver con la Justicia, es decir, los derechos y la equidad social, y desde luego no crece linealmente. La aparición en el siglo XX de los totalitarismos (fascismo y comunismo) muestra que el progreso continuo no existe.

Sería necio negar que la ciencia y la tecnología han producido avances sin cuento, pero eso no quiere decir que, por ejemplo, las llamadas nuevas tecnologías nos vayan a hacer vivir mejor. No sería la primera vez que se producen cambios «a peor».

Recordemos uno: durante 2,5 millones de años, nuestros ancestros se alimentaron recolectando plantas y cazando animales. Todo cambió hace unos 10.000 años, cuando los sapiens empezaron a dedicar sus esfuerzos a manipular la vida de unas pocas especies de animales y plantas. La transición a la agricultura se inició alrededor de 9500-8500 a. C. Empezó lentamente, y en un área geográfica restringida, pero en 3500 a. C. la principal oleada de domesticación ya había terminado. Incluso en la actualidad, con todas nuestras tecnologías avanzadas, más del 90% de las calorías que alimentan a la Humanidad proceden del puñado de plantas que nuestros antepasados domesticaron entre 9500 y 3500 a. C. En los últimos 2.000 años no se ha domesticado ninguna planta o animal dignos de mención.

Muchos «expertos» nos han asegurado que la revolución agrícola fue un salto adelante, incluso se dice que esa «revolución» produjo personas cada vez más inteligentes. Al final, estas eran tan listas que pudieron descifrar los secretos de la naturaleza. Según Harari, este relato es una fantasía. No hay ninguna prueba de que las personas se hicieran más inteligentes. Los cazadores-recolectores conocían los secretos de la naturaleza mucho antes de la revolución agrícola, puesto que su supervivencia dependía de un conocimiento cabal de los animales que cazaban y de las plantas que recolectaban. La revolución agrícola dejó a los agricultores con una vida más difícil que la de los cazadores-recolectores. Estos vivían mejor y tenían menos riesgos de padecer hambre y enfermedades. La revolución agrícola sí amplió la cantidad de alimento, pero el agricultor trabajaba más duro que el cazador-recolector, y a cambio obtenía una dieta peor. Tampoco consiguió más ocio.

Las nuevas tareas agrícolas exigían que las gentes se instalasen de forma fija y permanente y esto cambió por completo el modo de vida de nuestros antepasados. El término «domesticar» procede del latín domus, que significa «casa». ¿Quién vive en una casa? El trigo no, viven los sapiens. Lo cual no ofrecía a la gente nada mejor en tanto que individuos, pero sí al homo sapiens como especie, pues le permitió multiplicarse exponencialmente.

Pero volvamos al presente. Los universitarios de mi generación sabíamos que al egresar no tendríamos ningún problema en encontrar un trabajo estable y relativamente bien remunerado. Hoy no es así, incluso puede afirmarse que la mayoría de los estudios que ahora garantizan un puesto de trabajo bien pagado ni se imparten en universidades públicas ni son gratuitos. El deterioro salarial es notorio, y no sólo en España. De hecho, el contrato social que se estableció –de facto– en Europa tras la II Guerra (1939-1945) está roto y en esa ruptura han intervenido varios factores: 1) La reorganización de los procesos productivos que acrecentaron la flexibilidad del trabajo, junto con la deslocalización y externalización. 2) La aglomeración en grandes metrópolis, y, en estas, el aumento de valor patrimonial de los inmuebles, que solo beneficia a sus propietarios-rentistas. 3) La eclosión de una clase de nuevos ricos. Amazon crea 5.000 empleos mal pagados por cada 20.000 que destruye.

Según el profesor Juan José Calaza, la innovación presenta hoy tres características inéditas respecto a las anteriores revoluciones industriales. a) Es exponencial; b) es numérica; c) es combinable. La innovación es exponencial por cuanto la potencia de los chips dobla cada veinticuatro meses. Es numérica porque casi todo puede digitalizarse y puede copiarse a coste casi nulo. Además, la copia es indistinguible del original; se puede almacenar sin emplear mano de obra ni locales y se puede transportar a coste nulo. Estamos ante una nueva economía más tecnológica y más inestable, una economía de nuevo cuño.

Este tipo de tecnología suprime mano de obra hacia abajo, y por tanto costes. El propietario de la invención se enriquece inmensamente y el que perdió el trabajo se empobrece. El PIB per cápita puede seguir subiendo y, simultáneamente, la tasa de ocupación y los salarios reales estar bajando.

Con datos recientes de EE.UU., Brynjolfsson y McAfee han mostrado que el mercado de trabajo se ha ido polarizando. Por un lado, en torno a los salarios bajos. Se trata de oficios que requieren un servicio personalizado (camareros, cocineros, jardineros, empleadas de hogar, cerrajeros, fontaneros, etc.), labores difíciles de automatizar. En el otro extremo, las profesiones creativas con altos salarios...; y en la zona central, la de los salarios intermedios, donde hasta hace poco la mayoría de las personas ejercían actividades rutinarias, y por tanto fáciles de automatizar, hay cada vez menos demanda. La consecuencia son menos empleos, sobre todo en actividades en las cuales los robots son tan competentes o más que las personas.

¿Es eso lo que nos espera, un creciente empobrecimiento y una fuerte concentración de la riqueza? Algunos han pensado –y en algunos países se ha puesto en práctica– que una notable subida del salario mínimo sería un buen camino para atajar el problema, pero ha quedado demostrado, por ejemplo, en Francia, que una subida del salario mínimo del 1% destruye 25.000 empleos.

En cualquier caso, un nuevo contrato social es necesario. ¿Cómo? Desde luego, no estamos en las mejores condiciones fiscales para abordarlo.

Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid.

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