El progreso

La racionalidad del ser humano explica su historicidad, es decir, su capacidad para hacer historia. ¿Y qué otro sentido tendría ese hacer que no fuera progresar, esa cualidad progrediente, para usar un término orteguiano, que tiene nuestra singular especie? Incluso en las interpretaciones sobrenaturales late la idea de que hay que progresar hacia el bien en este valle de lágrimas para tener plaza en el Paraíso.

La humanidad avanza porque ése es su destino, pero lo hace despacio, a distinto ritmo según las épocas, con zigzags casi siempre, a veces con retrocesos. Tal cosa explica que haya quienes, ateniéndose al corto plazo, nieguen el progreso e incluso auguren ominosas regresiones. Como, además, sigue habiendo muchas, muchísimas imperfecciones en este bajo mundo, siempre ha habido, y más en la edad contemporánea, gente que ha propugnado cambios radicales, por ejemplo para llegar al reino de la libertad que dijo Marx. El que esas ideas no acertaran o que incluso saliera el tiro por la culata no quiere decir que no se haya avanzado, aun aceptando lo lejos que estamos todavía de una sociedad justa, racional y eficaz.

La historia, no hay que olvidarlo, es la historia de la imperfección. Ésta disminuye, pero lo hace por sus pasos contados y, para mayor inri, con las mejoras aparecen también nuevos defectos. Hace unos 10.000 años, el ser humano inició unos cambios fundamentales, que acabaron extendiéndose por todo el mundo y alteraron el modo mismo de vivir. Con la llamada Revolución Neolítica, al aparecer la agricultura y la ganadería hubo cada vez más sobrante respecto de lo estrictamente necesario para sobrevivir. El progreso fue enorme, como también fueron grandes las nuevas lacras que trajo consigo: esclavitud, guerras, explotación del hombre por el hombre.

Algo parecido ocurrió con la Revolución Industrial. El progreso material ha sido desde entonces ingente, pero, al no difundirse por igual, las indecentes diferencias entre países ricos y pobres han alcanzado cotas sin precedentes. El buen uso y disfrute de unos recursos decuplicados no está resuelto. Fracasado el comunismo, el único sistema que existe hoy por hoy, el de economía de mercado o capitalismo, no es un modelo de equidad. Tampoco lo es de eficacia, como ha quedado patente con la última crisis. ¿Cabe, entonces, hablar de progreso? Aunque matizada, la respuesta tiene que ser afirmativa, sobre todo si uno se calza las botas de las siete leguas del historiador y contempla lo que ocurre a vista de pájaro. Además, desde el largo plazo, cualquier dato actual que elijamos, salvo el de la contaminación ambiental, por malo quesea, siempre resulta peor referido al pasado.

Los 800 millones de personas que pasan hambre o son analfabetas, lo que cabría llamar las cifras de la vergüenza, representan en porcentaje algo más del 10% de la población mundial. Hace medio siglo tal porcentaje era cuando menos el triple. El número tan abultado de desnutridos e iletrados se explica, aunque huelga decir que no se justifica, por el enorme crecimiento demográfico, afortunadamente ya aminorado. También ha habido cientos de millones de chinos e indios que han dejado de pasar hambre, lo que en conjunto permite afirmar que ha habido progreso. Un progreso pausado, pero que da alas a la esperanza de un mundo mejor.

Si ahora hacemos una pirueta y pasamos de lo universal a lo particular, España es un buen ejemplo del mucho progreso, de los vericuetos en ocasiones retorcidos que sigue, y de lo mucho que queda por hacer. Nunca nuestra historia registró tantos adelantos en tantas esferas como en los últimos 30 años.

Ahora bien, casi en cuestión de meses nos hemos percatado de que en economía, política, educación, gasto social, respeto al medio ambiente, estamos peor de lo que creíamos, por debajo incluso en algunos aspectos de la media de los países avanzados y lejos de los progresos tan orgullosamente anunciados que nos iban a colocar en pocos años entre los primeros del mundo.

Sin embargo, parece que con un poco de esfuerzo, solidaridad e inteligencia nuestros males tendrían remedio. Tomemos la política, por ejemplo. En todas partes, quienes gobiernan ensalzan sus logros, reales o imaginarios, y quienes están en la oposición los critican, con razón o sin ella. Pero en España el triunfalismo tan arraigado del Partido Socialista y la descalificación permanente por parte del Partido Popular (una nueva patología política para la que propongo un feo neologismo: descalificacionismo) rayan en lo absurdo.

Será la ausencia de solera democrática, será un carácter singular que nos lleva al exceso, lo cierto es que ello conduce a disputas estériles cada dos por tres, donde lo que predomina es el infantil tonto tú, listo yo, tan impropio de un país avanzado.

En cuanto a la economía, tan ingrata en estos momentos, el optimismo del Gobierno no ha provocado la crisis, pero ha frenado su enmienda. Con lo sencillo que hubiera sido, nada más avistarse los negros nubarrones, haber establecido, con la colaboración de partidos e instituciones responsables, unos grupos de trabajo que barajasen diversos escenarios de mayor o menor gravedad, con la correspondiente panoplia de alivios para cada caso.

Se dirá que esos defectos son más de forma que de fondo. Quizá, pero ello muestra lo poco racional que es la política que se practica en España. Porque recuperar el pulso económico y con él el empleo, fortalecer una estructura productiva vulnerable, consolidar la ordenación territorial y la convivencia sosegada de nacionalidades y regiones, contar con unas instituciones que funcionen en lugar de entorpecer, erradicar sin contemplaciones la bochornosa corrupción en cargos públicos, reformar una Constitución tan encomiada como desfasada y, en suma, acabar con el creciente desafecto hacia los políticos, requiere un giro casi copernicano del talante de quienes se dedican a la cosa pública.

Si resultase, por un extraño sino y para nuestra mala ventura, que ni siquiera cuando están en juego el presente y el futuro, un partido de centro-izquierda y otro de centro-derecha pueden ponerse de acuerdo en lo más elemental, corremos el riesgo de ver cercenarse el progreso y de que retorne el malhadado eslogan de que España es diferente.

Francisco Bustelo, catedrático emérito de Historia Económica y rector honorario de la Universidad Complutense.