El provincianismo de los vivos

Jaime. Felicidades. Hoy es tu cumpleaños, el tiempo pasa, pero siempre seguirás siendo nuestro niño. Te necesitamos cada día más, muchos besos". De una esquela mortuoria publicada en este mismo diario.

Hacia el final de su vida, el director de cine John Huston tradujo en imágenes maestras una de las piezas literarias más conmovedoras de la ficción del siglo XX. Me refiero a Los muertos, del escritor irlandés James Joyce. Recordemos la profunda tristeza que embarga a Gretta en las últimas secuencias del filme. La mujer de pronto no puede ahogar más una pena antigua por la muerte de un joven pretendiente. Y a su lado, un marido que necesita una explicación para salvar ya no sólo ese momento sino tal vez su vida futura junto a su mujer. El intolerable misterio de las almas, que alguien llamó a esa escena crucial del cuento, esconde también la luz de un ser que nunca murió del todo. Ni en los labios ni en el dolor de la protagonista. En El año del pensamiento mágico, con motivo de la muerte de su marido, la escritora norteamericana Joan Didion escribía: "Sé por qué intentamos mantener vivos a los muertos. Intentamos mantenerlos vivos para que sigan con nosotros".

A mí me parece que en estos tiempos que corren, a los muertos los tenemos bastante abandonados. Y no me refiero necesariamente a los nuestros, que eso es cuestión privada y allá cada uno cómo gestiona la ausencia de sus seres queridos, aunque bien nos vendría no ignorar los relatos llenos de plenitud existencial de Joyce, Didion (y en nuestro país, recientemente en catalán, de Inma Monsó) no vaya a ser que nos hayamos olvidado qué es un duelo o cómo podría conmovernos el inesperado recuerdo de una vida extinguida.

Me refiero a los muertos en abstracto. O a la muerte. Me llamó la atención hace un tiempo cómo gente adulta se negaba en un tanatorio a ver el cadáver de un ser allegado. Con la excusa de una impresión imborrable, soslayaron la imagen que más les incomodaba, no tanto la del muerto cercano como la de la misma muerte. Gente al fin y al cabo que no quieren enterarse de que somos mortales. Vivimos en una sociedad que se jacta de su progreso, de su empuje tecnológico. Y no sé hasta qué punto de su desespiritualización. En una sociedad así, autogobernada para rendir altares a su megalomanía vitalista, entregada insensiblemente a esa devoción de ignorar el trámite esencial de nuestra existencia, los muertos tienen difícil cabida. Como si los muertos y los vivos no pudiéramos vivir juntos en las palabras y en la memoria.

El 16 de octubre de 1944, el poeta y ensayista T. S. Eliot daba una conferencia en la Sociedad Virgiliana de Londres. Nosotros la conocemos con el título Qué es un clásico. Si hago mención de este texto capital para la definición de clasicidad, es porque en un momento del mismo Eliot hace referencia a un tipo muy singular de provincianismo, a un provincianismo, nos dice, que no es espacial sino temporal; y agrega: "un provincianismo que considera el mundo como una propiedad privada exclusiva de los vivos y en la que los muertos aparentemente no tienen participación". Indudablemente que para Eliot ser provinciano en el segmento temporal, significaba lisa y llanamente un desprecio imperdonable a la tradición literaria europea que él cifraba en Virgilio. Pero no deja de ser significativa también su referencia, aunque metafórica, al desprecio a los muertos. O lo que es lo mismo, ese provincianismo contemporáneo de los vivos en la sociedad cosmopolita y globalizada de la que nos sentimos tan ufanos. Y sigo con otro ejemplo literario. El 29 de septiembre de 1894, veinte años antes de que Joyce publique su libro de cuentos Dublineses (que incluye el citado más arriba Los muertos), el escritor norteamericano Henry James (naturalizado inglés, como Eliot) escribe en su Cuaderno de notas que tiene una buena idea para un cuento, el que se conoce con el título El altar de los muertos y a partir del cual François Truffaut hizo una bella película titulada La habitación verde. En esta pieza, nos señala James, a su personaje central "lo aflige que los muertos estén tan olvidados, tan apartados. Lo conmociona la grosería, la frialdad que envuelve su recuerdo".

Tengo siempre en mi mente el gesto de Amavisca, aquel delantero del Real Madrid que cada vez que marcaba un gol, corría hacia una banda del campo, como en busca de un altar privado, se apoyaba en una rodilla y vencía su rostro hacia el suelo, mientras su mano derecha señalaba el cielo. Cuando un día se le preguntó a qué motivo obedecía esa especie de plegaria, contestaba que era en recuerdo de un amigo muerto. Si hay veces que los vivos necesitan a sus muertos, como los desconsolados padres de Jaime ¿por qué los muertos no habrían de necesitarnos a nosotros? ¿Por qué agrandar más entonces su soledad, que diría Bécquer?

J. Ernesto Ayala-Dip, crítico literario.