El proxeneta: sus derechos humanos

El ladrón metido en la política ya no asombra a nadie, y menos en nuestro país. Pero aún no teníamos instaurada la imagen del político que se presenta ante los electores poniendo como base de su programa el robo. Ya ha llegado, y lo más sorprendente es que no procede de Italia, donde Berlusconi ha logrado, con poca resistencia interna, hacer llevadera a una mayoría de la población la cultura del mercadeo de los valores y el acoso al oponente. Tampoco viene de la Guinea de Obiang, del Zimbabue de Mugabe ni de otras dictaduras aparentemente democráticas donde el abuso del poder se sostiene en la ley del más fuerte. La nueva política del latrocinio ha adquirido carta de naturaleza parlamentaria en Suecia, un país que durante décadas fue, y no sólo para los españoles atenazados por la bota franquista, el modelo de una socialdemocracia limpia del mangoneo y la corruptela que suelen asociarse al temperamento meridional.

El Partido Pirata, que así, bravuconamente, se hace llamar la nueva formación sueca surgida en 2006, consiguió en las últimas elecciones al Parlamento Europeo la cifra de 215.000 votos (un 7,1% de los sufragios), contando gracias a ellos con un escaño en Bruselas. El ejemplo ha cundido, lógicamente, y ya existen o están en fase de organización partidos similares en otras partes de Europa, incluida España; en Alemania, donde su ascenso en las urnas es creciente, los piratas fueron votados por 845.000 ciudadanos, un 2% del total de votantes, en las recientes elecciones federales, aunque allí, dado el mayor tamaño del país, dicha cantidad no les permitió obtener representación parlamentaria (tomo los datos del documentado artículo de Abel Grau publicado en EL PAÍS el pasado 18 de octubre).

Sobre la naturaleza del robo sistemático que estos nuevos políticos proponen hay poco que hablar, pues su propio nombre lo revela, y ustedes están hartos de oír y leer argumentos (o exabruptos) en contra y a favor de la piratería. Los músicos, los diseñadores de videojuegos, los cineastas, los productores de artefactos culturales y ya, en algunos lugares de América Latina y Oriente, los escritores, son de modo imparable objeto del robo de sus derechos de autor, dando paso a una situación de grave crisis sobre la que tampoco vamos a insistir; baste decir que, en el terreno cinematográfico, afecta a la que parecía inexpugnable industria de Hollywood e, incipientemente, a la no menos potente de Bollywood. Para unos, los fans de la facción corsaria, la situación resultante no dejaría de ser algo así como una especie de correctivo libertario ejercido sobre un cártel de altos mangantes que tienen -además de explotados- engañados a unos pocos artistas ávidos de riqueza. Para otros, entre los que me cuento desde hace años, la defensa romántica de la piratería constituye una falacia seudo-progresista que pretende disfrazar de acto transgresor y liberatorio lo que en la práctica es una manera cínica y astuta de aprovecharse del prójimo defraudando el derecho del creador (y de su elegido transmisor) a cobrar un (pequeño) porcentaje legítimo por su trabajo.

La aparente originalidad de este nuevo evangelio del atraco a mano armada de ratón o descarga ilegal estriba en lo que llamaríamos, en el horrendo lenguaje contemporáneo, su argumentario, basado en dos conceptos, más bien dos eslóganes, que, explicados torcidamente, pueden atraer y convencer a muchas almas benditas. El primero pretende asociar el (indiscutible) anquilosamiento de la política de grandes partidos al modo occidental, cada vez más sectaria (y así es efectivamente ahora mismo en el PSOE y en el PP, por no hablar de los partidos periféricos), con la maquinaria de producción de la cultura, que también, según ese razonamiento, hace aguas, está oxidada o causa entre sus usuarios el mismo desencanto de fondo que nos producen nuestros líderes electos.

El corolario sería tan meridiano como irrefutable: ni los partidos asentados ni las grandes discográficas, cadenas de exhibición o distribuidores de libros responden a las demandas de una parte de la sociedad, que, lógicamente -siguen razonando los piratas-, se muestra por ello desencantada y pone de manifiesto lo que el clásico fáustico llamaba el "espíritu que niega": no molestarse en ir a votar al candidato obediente a unas siglas (más que a su conciencia) y no molestarse en comprar una música o una película que puede gratuitamente bajarse (y el verbo reflexivo usado para este nuevo menester contemporáneo encierra su carga de condena poética).

Mucho más alarmante, aunque envuelto en los mejores sentimientos, es el segundo eslogan pirata, que se escuda en el estandarte de los derechos humanos, críticamente analizado por Régis Debray en su reciente libro Le moment fraternité (Gallimard). En la segunda y más interesante parte de su ensayo, Debray sostiene que el culto de los derechos humanos ha sido santificado por un gran número de ciudadanos (no sólo anti-sistema o altermundialistas) como la norma ejemplar y a la vez difusa que sustituye a los credos ideológicos y religiosos. Dicha norma, en efecto, surge en muchos casos de intenciones loables y logra efectos benéficos (la cooperación internacional, el voluntariado, el reconocimiento de las minorías), pero en otros, también numerosos, es una abstracción retórica que reclama supuestas libertades o derechos de la persona mientras pisotea o desdeña los que no juzga oportunos.

Y así nos es dado leer lo que Carlos Ayala, presidente de la Junta Directiva Nacional del Partido Pirata de España (la nomenclatura suena a la de toda la vida), propone al votante como esencias de su grupo político: la libre difusión de la cultura, la reforma del copyright y, lo más sabroso, el derecho a la protección de datos de los usuarios de Internet, incluyendo naturalmente, dado que estamos en un Partido Pirata, la inviolabilidad del registro de correo con el que operan sus fraudes, que ellos llaman "el derecho a la privacidad de la correspondencia". Llama la atención esto último, oblicuo pero torpe subterfugio para protegerse de lo que, hoy por hoy, aparece como única solución drástica, es decir, efectiva, a la extendida práctica de la piratería informática: la desconexión forzosa para quienes usan Internet como red prostibularia de los autores.

Un prostíbulo, eso sí, disfrazado de oenegé, pues el maestro de ceremonias, el proxeneta de un cuerpo de creadores a su involuntario servicio, chuleará al músico o al cineasta después de declararlo patrimonio cultural de la humanidad. De tal modo, ¿quién es el guapo que vaya a oponerse a que esas obras maestras -poco importa el esfuerzo y el gasto que les supuso en su día a los artistas- estén al alcance impune de la mano de un ladrón de guante blanco que manifiesta tan infinita curiosidad por el arte?

Vicente Molina Foix, escritor.