El psicodrama vasco

Justo cuando más razones parece haber para la esperanza porque ETA y sus adláteres han reconocido más o menos su fracaso, el pesimismo y la impotencia brotan en forma de disputas, desplantes y reproches en las instituciones al tiempo que la sociedad vasca parece más preocupada por los presos etarras que por sus víctimas. El sufrimiento, siempre el sufrimiento, así dice el budismo, como si los demás no apreciaran lo suficiente nuestras heridas.

Creo que a esto aluden algunos intelectuales cuando denuncian la “privatización de las víctimas” (Ruiz Soroa, EL PAÍS, 11-11-2013) y el camino propuesto por un sector de la iglesia vasca, Gobierno vasco y la propia izquierda abertzale, que parece apostar por una resolución personalizada, terapéutica y despolitizada del conflicto terrorista consistente en “chapotear en la sensiblería sentimental”. Se trataría de reconocer que ha habido sufrimiento y violencia en “los dos bandos” y que todos debemos hacer un esfuerzo de reconciliación en pro de la convivencia futura “pasando página” sin echar más sal en las heridas. Así, en nombre del perdón se evitaría rendir desagradables cuentas y remontando los agravios hasta la Guerra Civil, cuando no a las carlistas, se diluirían responsabilidades y se salvaría la legitimidad del relato nacionalista.

Y no les falta razón. Es verdad que el dolor de los familiares del etarra preso o muerto puede ser, a nivel emocional o psicológico, muy similar al de los familiares de su víctima, pero es una barbaridad intercambiar el orden de las causas y los efectos, equiparar al agredido con el agresor e ignorar la dimensión política y racional del asunto: que haya personas dispuestas a legitimar el crimen como herramienta de acción política. El terrorismo de ETA conecta con los pasajes más atroces de la condición humana: el estalinismo, el nazismo y tantos otros totalitarismos sangrientos, crímenes contra la humanidad que han de perdurar en la memoria colectiva para evitar que sean reproducidos.

Pero puede que sí les falte emoción. Tanto como aprecio los lúcidos argumentos citados, me incomoda la frecuencia con que encuentro alusiones despectivas a la dimensión emocional, ya sea en alusión a los nacionalismos o asociada siempre a lo privado, como si algunos de nuestros políticos y pensadores dieran por hecho que nuestra dimensión política se basa solo en la razón mientras los sentimientos se quedan para la casa, la familia y el tiempo libre. Me apena que la unanimidad ante el legado de Mandela —desde Rajoy hasta Sortu—, se haya limitado a las declaraciones verbales, sin que nadie intente emular sus gestos ante el adversario. Reconocer que ni “todas las violencias” ni el sufrimiento nos igualan no debería confundirse con ignorar que todos los seres humanos caemos en trampas psicológicas parecidas cuando nos aferramos a nuestras respectivas legitimidades.

Quizás por ello me molestan los sarcasmos hacia algunas iniciativas —llámense “vía Nanclares” o Gleencree— que, por minoritarias o confusas que puedan parecer, intentan abordar el fin del terrorismo incorporando la dimensión psicológica, vivencial e integral de sus protagonistas. En la primera de ellas, Nanclares, se ha fomentado el proceso de arrepentimiento de un sector de etarras que, por pequeño que sea, marca el camino hacia el reconocimiento del daño causado, la voluntad de reparación en lo posible y el propio encuentro “restaurativo” con los allegados de sus víctimas. En la segunda, denominada Gleencree, se ha posibilitado el contacto entre víctimas de ETA, pero también del GAL y de la extrema derecha, para resaltar el valor del encuentro interpersonal como herramienta reparadora. Experiencias enriquecedoras aunque solo sean por la transformación personal que relatan sus actores.

Coincido con Ruiz Soroa en que tales iniciativas no deben sustituir a “la aplicación inexorable de las penas legalmente establecidas”, pero, sinceramente, no veo incompatibilidad alguna entre la necesaria firmeza con la que debemos preservar la memoria social del terrorismo etarra, focalizada en sus víctimas y no en sus presos, y el reconocimiento hacia todo esfuerzo bienintencionado por restañar las heridas del terrorismo, sea a nivel más personal o social, nos guste más o menos.

En su libro Cómo pudo pasarnos esto, Idoia Estornés escribe una frase que añade una carga psicodramática a lo ya dicho cuando lamenta haberse visto obligada a “discutir en falso con seres con los que comparto las convicciones más esenciales de la vida” (página 518). Nos ha ocurrido mientras había muertos —¡cuántas sobremesas, planes, cumpleaños, negocios, nacimientos, viajes y relaciones destrozados!— y nos sigue pasando cada vez que hay enfados insalvables entre personas que se aprecian mucho más allá de lo político-ideológico. Como si ni siquiera fueran tan reales e importantes las razones que nos enfrentan y la tragedia que tanto dolor provoca tuviera su punto de paripé, de comedia en la que proyectamos no sé sabe bien qué otras frustraciones existenciales.

Vicente Carrión Arregui es profesor de Filosofía.

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