El PSOE y el futuro

El congreso del PSOE, convocado para el 15 de octubre y a celebrar en Valencia, tendrá el carácter de una apoteosis de su secretario general y presidente del Gobierno. Sus tres jornadas están previstas para ensalzar una y otra vez, y desde todos los ángulos, la labor de Pedro Sánchez como presidente, sin que ningún debate interno perturbe el objetivo fundamental de la reunión. Se trata de promover una exaltación de su figura, no solo al frente del partido, sino del Estado, de cara a las elecciones venideras. Con especial énfasis, dado que Pablo Casado y el PP llevan por ahora ventaja en la valoración de la opinión pública.

De ahí que los documentos precongresuales eludan el ejercicio de revisar la gestión anterior y, en particular, cómo afrontó el reto planteado por la pandemia. La ponencia-marco evita el menor examen del cuadro de problemas suscitado por el covid, ni siquiera en cuanto a sus enormes consecuencias económicas, utilizándolo en cambio para reforzar posiciones puntuales, adoptadas mirando el futuro, trátese de la necesidad de que la UE renuncie al neoliberalismo, o de mostrar las virtudes de la caótica «cogobernanza». El lector tendrá la impresión de que la crisis sanitaria se encuentra ya en el pasado y que hay todo un brillante futuro por delante; lo que viene proponiendo Pedro Sánchez en los últimos meses.

El PSOE y el futuroEl contenido de esa proyección hacia el porvenir es sin duda la parte más atractiva de la ponencia-marco. Aun cuando su extensión sea sobrada y abrume el estilo burocrático de su vocabulario, transmite la solidez del estudio precedente mirando al 2050. En la introducción, los redactores fijan tres pilares sobre los cuales descansaría el conjunto del programa: la justicia social, el valor del socialismo y un nuevo modo de hacer política. Del tercero nos ocuparemos por separado. Los otros dos ofrecen un material de reflexión, bien trabado y comprensible, en que se funden los antecedentes de la socialdemocracia clásica, con la exigencia de atender a la revolución tecnológica y a las nuevas «cuestiones sociales»: feminismo y ecología. Tanto en este punto como en el relativo a la justicia social, el proyecto socialista destaca por encima del vacío de propuestas hasta hoy en el arsenal del PP. La astuta iniciativa tomada para acoger a los refugiados de Afganistán prueba de nuevo esa superioridad.

Resulta oportuno asimismo conectar la renovada fe en la socialdemocracia, a pesar de su declive, con las transformaciones tecnológicas en curso, que han dado un vuelco al mercado de trabajo de la sociedad industrial opulenta del siglo XX. La justicia social sigue siendo un objetivo válido, que implica la defensa de unas capas populares, sometidas por la reciente pandemia a una precariedad y a un grado de desigualdad insoportables. Aun cuando en el proyecto ofrecido, con recuperaciones clásicas como la progresividad fiscal, no faltan puntos oscuros. Está bien oponerse a las tendencias neoliberales en la UE, pero no cabe menospreciar la grave situación de las economías europeas por su déficit de competitividad, en una globalización capitaneada por China.

El neokeynesianismo suena bien, aunque más valdría tal vez afrontar la vigente deriva desigualitaria, apreciable en España a ojos vista, más allá de medidas pensadas para la opinión pública. Hace falta una respuesta global, no de revolución y sí de restauración, para las capas sociales golpeadas por la crisis. No siendo seguro que esa aspiración sea compatible a corto plazo con nuevas exigencias, como la ecología, conviene establecer prioridades, para evitar nuevos casos El Prat.

La debilidad de la ponencia se sitúa en el tercer pilar: el cambio en la forma de hacer política. Ahí reside la fractura entre el proyecto socialista y su puesta en práctica. En el PSOE actual tenemos delante la consolidación de un monopolio de poder en manos del secretario general y presidente, una verdadera autocracia. El PSOE de 2021 será de acuerdo con la ponencia-marco «un partido de militantes», con una estricta separación de los ejecutores respecto del vértice, centrado en Pedro Sánchez. Todo girará en torno a sus decisiones y a la obligación de que sean vistas como una sucesión de éxitos. En lugar de información, propaganda. Y lógicamente eso recae sobre la vida política del partido, donde toda discrepancia lleva a la marginación del audaz. Lo que no puede pedirse entonces es que el PSOE actúe como el intelectual colectivo de Gramsci, al convertirse en un bloque de transmisores, y para ello basta la mediocridad. Es la ley de Walesa: con los peces de un acuario puede hacerse una sopa de pescado, pero con los pescados de una sopa no cabe hacer un acuario. Nada lo ha probado mejor que los discursos vacíos de las ministras valorando la subida de la luz, o la profesión de fe ilusoria de la ministra de Sanidad al anunciar que las sonrisas sustituían a las mascarillas, justo cuando despegaba la quinta ola.

Es una deformación que se proyecta sobre la esfera pública, cuando la ponencia aborda al modo de Podemos el tema de la libertad de expresión. Proliferan en todo el mundo sus restricciones, en Hungría y Polonia, o cuando Erdogan en Turquía clama contra «el terror de la mentira». Preocupa entonces que en la ponencia, como principal problema, figuren los bulos durante la pandemia y sean invocadas soluciones restrictivas para acabar con ellos. Más bien hubiera sido de desear que el Gobierno emprendiera una autocrítica de sus deliberadas infracciones en ese campo, que no constituye una concesión graciosa, sino un deber democrático, desde el oscurecimiento del 8-M a las informaciones deliberadamente erróneas -los expertos ficticios, las mascarillas innecesarias- o al optimismo oficial infundado.

La prioridad concedida a la exaltación del líder lleva a una simplificación aun más peligrosa. El héroe necesita la figura del antihéroe, aquí Vox (más PP), y ese dualismo se proyecta sobre la visión histórica, una lucha eterna de progresistas contra reaccionarios, que lleva a eliminar exigencias incómodas, como denunciar las violaciones de los derechos humanos y las dictaduras de ese amplio espectro «progresista» que llega hasta Maduro, Ortega y el castrismo. El único problema para el PSOE reside en el peligroso ascenso de la reacción en Europa, pero ello no debiera eludir la condena de políticas criminales con rótulos de izquierda. Resulta absurdo que el PSOE sea, y menos en el Gobierno, la cobertura de Podemos en el terreno internacional (ejemplo, tras el 11-J cubano).

Para terminar, la versión maniquea de progres contra ultras encuentra un terreno privilegiado en el énfasis puesto sobre la memoria histórica. La exigencia de resolver el tema a favor de los republicanos perdedores y víctimas de un genocidio es evidentemente justa, si bien con un objetivo que no sería revivir una guerra imaginaria, sino alcanzar desde la verdad aquella reconciliación nacional propuesta por el PCE desde 1956. Otra cosa es perpetuar una fractura en la sociedad que España para nada necesita. Sánchez piensa de otro modo. En fin, ¿por qué no hay una memoria histórica sobre el terrorismo en Euskadi? No conviene.

El último resultado de tal enfoque maniqueo es la confusión al abordar cuestiones políticas de primera importancia, tales como esa reestructuración territorial, abordada con un cuidadoso olvido de la Constitución. Ante Cataluña, ceguera de obligado cumplimiento. Y con el pecado de mentar en vano el nombre del federalismo, al asociarle a una «cogobernanza» que dejó a las comunidades a la intemperie: el Gobierno eludió el establecimiento de una normativa que protegiera las medidas de defensa autonómicas frente a la pandemia. No quiso costes políticos colaterales.

En suma, vocación socialdemócrata, sí; para la actuación política, sometida a una dirección personal: «Nuestro camino lo recorremos a hombros de hombres y mujeres que con orgullo llevan la militancia socialista». Dos niveles bien definidos.

Antonio Elorza es historiador y catedrático de Ciencias Políticas de la UCM.

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