Cuando el próximo mes de noviembre se cumplan cincuenta años de la muerte de Franco, deberíamos empezar por recordar lo más importante: no hubo un vacío de poder ni el Estado se desmoronó; no hubo revuelta alguna ni acceso violento al poder. Los españoles se ahorraron una peligrosa inestabilidad que podría haber acabado del peor modo posible, como muestran otros casos postdictatoriales. Esto fue decisivo para que, un año y medio más tarde, votaran en libertad. Sin la presencia de un Estado consolidado hay pocas oportunidades para la democracia y para una competencia abierta.

Muchos millones de españoles nacidos en los últimos cuarenta años deberían estar agradecidos: la muerte del dictador no fue seguida de una ruptura. Con toda seguridad, eso habría supuesto la fundación de un sistema político patrimonializado por unos pocos. Había que romper con la dictadura, pero no destruyendo el Estado ni ignorando la experiencia institucional previa. Todo lo ocurrido en España desde 1808 hasta 1975 era valioso desde un punto de vista pedagógico, incluidos los años oscuros para la libertad. Desde finales de la década de 1950 la sociedad y la economía españolas habían empezado a transitar hacia la modernidad, aunque con muchas limitaciones e incoherencias.
El mérito de las elites que hicieron la Transición fue construir sobre el legado de casi dos siglos y desterrar una política de exclusión, aunque algunas lo hicieran a regañadientes o, simplemente, porque se sabían débiles. Gracias a esto, nuestra democracia se va a convertir pronto en el régimen constitucional más longevo de la historia de España contemporánea, por encima de la Monarquía de la Restauración. Una historia de éxito, a diferencia de la tormentosa Segunda República y su delirante diseño institucional.
A los nostálgicos de la idea del fracaso español esto les incomoda. Durante años lo comprobamos en los rincones de la extrema derecha y la extrema izquierda. La Transición como relato de traición era minoritaria pero adictiva, el opio de los antiliberales, antimonárquicos y reaccionarios de uno y otro lado. También de los nacionalistas. Habrían vivido mejor si las divisiones históricas básicas hubieran seguido vigentes y la muerte de Franco hubiera dado paso a la inestabilidad y la polarización.
Ahora el presidente del Gobierno y su partido nos proponen una celebración sorprendente: la muerte en la cama de un dictador. Conviene no perder de vista la cuestión central, que no es la que parece a primera vista. Sí, ciertamente esto va de la cansina asociación entre la derecha y el franquismo, de la enésima repetición del teatro de la condena del franquismo y de aprovechar la incomodidad del Partido Popular en ese terreno.
Pero hay algo más importante: el nuevo PSOE, el que inauguró Rodríguez Zapatero y al que Pedro Sánchez está dando forma, tiene un desafío. Ya no basta con condenar el golpe de Estado de julio de 1936 y decretar por ley una «memoria histórica» que caricaturiza la historia de la Segunda República y la Guerra Civil. Todo eso es trabajo inútil si no se puede borrar de un plumazo el hecho de que la dictadura duró 36 años y marcó para siempre la historia del país, incluida la Transición.
La conmemoración es una oportunidad para recuperar a Franco y a la vez borrar la dictadura de la historia de España. El PSOE sabe que si hubo Transición sin ruptura fue porque las oposiciones eran débiles y porque España no era ya la misma que cuarenta años atrás, entre otros factores. Sabe, además, que el conocimiento riguroso y ponderado de la historia de España durante el franquismo es imprescindible para entender lo que pasó después de noviembre de 1975. Y esto es desagradable para su «memoria histórica». Necesita a Franco pero detesta el impacto de la transformación autoritaria en la historia española.
Las elites del PSOE que coadyuvaron a la Transición sabían que su partido, antes de 1936, había sido un obstáculo para la construcción de una democracia representativa y pluralista. Y que si la dictadura había durado tanto había sido, entre otros factores, por el beneplácito de una parte de la sociedad española y de los vecinos democráticos occidentales. En fin, que más valía aceptar que la historia reciente no era lo que les hubiera gustado a muchos antifranquistas y reconocer que una democracia, para ser duradera, no podía nacer de la pulverización de esa parte de España que no había hecho ascos al desarrollo y la modernización autoritaria.
Al PSOE de Pedro Sánchez le gustaría seguir defendiendo la Transición, pero necesita que encaje con su buenismo memorial. Por lo tanto, requiere un esquema diferente, esto es: hubo democracia a pesar de la dictadura y gracias a la acción de los movimientos sociales antifranquistas. Es decir, los cincuenta años de libertad de Pedro Sánchez exigen borrar 36 años de la historia de España y, especialmente, de los apoyos sociales a la modernización autoritaria.
Esto ya no va de poner al PP contra las cuerdas y decirnos que sigue siendo franquista y que, en el fondo, es lo mismo que la «ultraderecha». Va de completar el delirante discurso que subyace a la «memoria democrática» impresa en el BOE: la dictadura fue un paréntesis en la historia de la libertad ejemplificada durante la Segunda República y, salvo para hablar de represión, oscurantismo y muerte, los años transcurridos entre 1939 y 1975 son anulables. La Transición se hizo contra Franco y a pesar del franquismo.
El problema de esto es que la indigestión histórica va camino de ser mayúscula. Al nuevo PSOE de Pedro Sánchez le regalan los oídos con los disparates que anda contando una parte del mundo académico sobre la Transición y la dictadura. Pero hay un problema: la invención de «relatos» no puede tapar los hechos históricos. La Transición se hizo sin una ruptura traumática; fue un proceso conducido básicamente por las elites; no conllevó ningún ajuste de cuentas y no dio lugar a una nueva Constitución del trágala como la de 1931. Peor aún, la Transición que realmente ocurrió -y no la que nos van a contar en los próximos meses- debió mucho a los cambios sociales, económicos e institucionales que se produjeron en los quince años previos, a pesar de que los promotores de esos cambios no buscaran, ni de lejos, una sociedad pluralista.
El principal partido de la oposición podría aprovechar la oportunidad que le ha brindado el Gobierno de la Memoria. El PSOE se enfrenta al problema de que resucitar a Franco y anular a su vez la dictadura y su propio pasado no va a resultar sencillo. La democracia de 1978 nació asumiendo toda la historia reciente, incluido el hecho de que el país había cambiado sustancialmente en las dos décadas previas y casi nadie quería volver a los malos tiempos republicanos.
El PP sólo tiene que recordarlo, añadiendo que los socialistas tuvieron que adaptarse a toda prisa y sin muchas explicaciones a un nuevo papel de adalides de la democracia representativa, el pluralismo liberal e incluso, por arte de magia, la libertad de mercado y el atlantismo. Este año celebraremos 50 años del final de la dictadura, pero también del travestismo ideológico de los socialistas, entre otros.
Manuel Álvarez Tardío es catedrático de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos.