El puño y la cosa

Quienes pretenden sentar en el banquillo de su particular memoria histórica a Rajoy por establecer un paralelismo entre el anacronismo que supone exhibirse en público puño en alto y el que supondría hacerlo saludando «a la romana» con el brazo extendido, que me incluyan en calidad de inductor en su auto de procesamiento. Pues fui yo quien el pasado lunes, apenas había traspasado el líder del PP el umbral de la Redacción de EL MUNDO para participar en uno de nuestros encuentros digitales, le abordé y, tras los comentarios deportivos de rigor -ese día tocaba tenis-, le espeté sin ambages: «¿Qué dirían de ti si aparecieras con dos vejestorios a un lado (como Guerra y Fernández Villa) y dos chavalas al otro (como Leire Pajín y Bibiana Aído), todos ellos con el brazo en alto?». Rajoy se ruborizó de forma preventiva y enseguida musitó: «Pues, imagínate… me llamarían fascista y cosas por el estilo».

Luego, en la conversación con los internautas, se limitó a decir que le parecía «triste» que personas de la edad de esas Pili y Mili recurrieran a un símbolo del pasado y a ponerle unos puntos suspensivos a la hipótesis de que alguien que circulara a continuación por la pasarela lo hiciera brazo en ristre. Suficiente para que numerosos diputados socialistas y sus corifeos se rasgaran las vestiduras por la presunta equiparación, reivindicaran el gesto como parte de la historia de su partido y lo practicaran más veces que nunca ante cualquiera que quisiera verlos.

Todo se dijo adobado de risitas y ocurrencias -«Que cada uno levante lo que quiera…», alegó Rubalcaba; «… o lo que pueda», añadió un espontáneo- pero tocando la médula de un sobrentendido que desde el inicio de la Transición condiciona nuestro debate público: la izquierda tiene una «tradición» centenaria de la que puede sentirse orgullosa, mientras que a la derecha más le vale decir que ha nacido ayer, pues cualquier mirada retrospectiva sólo le obligaría a abochornarse. Ni siquiera la práctica continuada del crimen de Estado y su posterior encubrimiento habría servido para quebrar esa autoatribuida superioridad moral, pues ya se ve que en determinados ámbitos se sigue cargando contra Aznar como si, a causa de los graves errores de su segunda legislatura, tuviera mucho más de lo que avergonzarse que Felipe González.

No se trata de entablar aquí hoy un debate histórico, pero sí de aclarar con cuatro trazos que será difícil que nadie imparcial y distante vea más motivos para honrar a Pablo Iglesias que a Cánovas, Sagasta o Maura; o encuentre más razones para denigrar a la CEDA y el Partido Radical que al PSOE, PCE y PCUS de nuestra Segunda República. Sí, es cierto que luego hubo una dictadura de derechas, pero eso no implica ni que los sectores sociales que la apuntalaron quedaran infectados para siempre por esa experiencia ni que los que la padecieron quedaran inversamente santificados por los siglos de los siglos. Máxime cuando cualquier estudioso de la Europa de aquellos años sabe que la única alternativa era que los roles se hubieran jugado a la inversa, como de hecho sucedió en Centroeuropa, el Báltico y los Balcanes.

El puño en alto, símbolo de la concepción marxista de la lucha de clases, es al saludo fascista lo que el haz de una hoja es a su envés. Podrán no ser idénticos pero sí son indisociables, porque el otro fue reflejo del uno y ambos se retroalimentaron en su antagonismo. Entre esos dos gestos transcurre la «rebelión de las masas», vislumbrada antes que nadie por Ortega, frente al individualismo legado por la revolución burguesa. Y es que ese antagonismo ni siquiera es fruto de una radical incompatibilidad, pues como demostró el pacto Molotov-Ribbentropp, el enemigo de ayer y de mañana podía ser el aliado de hoy y, tras unos momentos de desconcierto, las respectivas masas seguían «rebelándose» dócilmente bajo el cayado de su respectivo Gran Hermano. El espejo cóncavo ensanchaba las figuras corales, el convexo las alargaba, pero los dos pertenecían a la misma atracción de feria: el colectivismo.

Los extremos se tocan, pero en este caso no sólo por el hecho de serlo. No es casualidad que Mussolini comenzara siendo socialista y, volviendo a lo nuestro, hemos visto la naturalidad con que durante las últimas décadas los vástagos de familias falangistas prosperaban en la política o el periodismo en las filas de la izquierda. Ahora que Veo 7 va a iniciar la emisión de la monumental obra de Victoria Prego sobre nuestra historia democrática y puesto que se llama El camino de la libertad, debo confesar que para alguien como yo, a quien los cantos de sirena de el Partido le producían la misma frigidez crónica que previamente había sentido ante los de la OJE o el SEU, no hubo episodio más clarificador que la efímera alianza entre el llamado PSOE Histórico en el que -con don José Prat a la cabeza- militaban los genuinos depositarios de esa «tradición» socialista y la Reforma Social Española con la que el bondadoso falangista Cantarero del Castillo pretendía consumar la «revolución pendiente». Añadiré incluso que lo ocurrido un día de la primavera del 77, cuando militantes de ambos partidos convergieron en un mitin aportando los unos el grano de arena del puño en ristre y los otros el del brazo en alto, prevalece en mi memoria como uno de esos momentos mágicos en los que el escenario se ilumina de repente con la fuerza torrencial de una herida luminosa.

En todo caso ni siquiera es necesario mirar atrás para dejar en evidencia cuánta superchería y cuánta mandanga late tras las bambalinas de los mitos morales de la izquierda, pues estos días nadie ha protagonizado la reivindicación de la susodicha «tradición» en el PSOE con más desparpajo que su número tres, Leire Pajín. Primero, porque no sólo fue una de las dos puñeteras de Rodiezmo, sino que ha venido a decir que ella siempre se ha identificado con ese gesto, seguirá haciéndolo y al que no le guste, que se aguante. Y segundo, porque en el relato de su tránsito de la adolescencia a la madurez política, tanto las ideas como los ritos iniciáticos se superponen sobre la saga de una familia tan de las que imprimen carácter, que uno llega a dudar si se trataba de los Pajín o de los Puñín.

Veamos cómo explicaba en 2001 la aún balbuceante Leire la trayectoria y el reparto de roles entre los Pajín-Puñín: «Es bastante significativo que en mi familia haya confiado una agrupación, una ciudad, una comarca y una comunidad. Pero es mi madre la que mantiene el control… Prefiero pensar que [lo que hay en mí] es una mezcla: la combinación de lo impulsivo y pasional de mi madre, y el sosiego y la manera de hacer política de mi padre, tranquila, a la leonesa».

Hace apenas cinco meses la ya nada balbuceante Leire, flamante secretaria de Organización del PSOE, apuntalaba esa descripción de lo que en la provincia de Alicante venía conociéndose como el Pajinato: «Tenía en casa dos modelos. Mi madre, una mujer muy luchadora y apasionada que me inculcó el feminismo. Y mi padre, un hombre de mirada larga, muy comprometido, pero mucho más reflexivo».

O sea que entre los Pajín-Puñín imperaba el corazón, pero regía la razón. El pesimismo de la inteligencia debía contrapesar, pues, al optimismo de la voluntad. Qué suerte la de la pequeña Leire: crecer en una familia de acción, atemperada por la reflexión…

De ahí que lo que más llama la atención ahora respecto al atraco político a mano armada que supone la moción de censura, apoyada en un tránsfuga del PP, en el ayuntamiento inmobiliario de Benidorm, no sea lo que acaba de hacer la madre, sino lo que acaba de decir el padre. Que la «impulsiva y pasional» pudiera tirar por la calle de en medio en un momento de ofuscación cabía dentro de lo posible, pero que el «hombre de mirada larga, muy comprometido» se convirtiera -según nuestra Redacción en Valencia- en «uno de los cerebros de la operación» no podía estar en un guión coherente con el reiterado relato filial. Y, sin embargo, lo que ha manifestado él a nuestro reportero Miquel González no deja el menor margen a la interpretación: «Ha sido un calvario, pero había que hacerlo».

Es decir que, según el padre, un imperativo categórico obligaba a la madre y a todos los demás concejales del PSOE de Benidorm, incluida una de las mejores amigas de Leire, a adulterar las reglas de la democracia, incumplir las normas del partido, falsear la voluntad popular y tomar el poder por la puerta de atrás, Concejalía de Urbanismo incluida. Vaya, vaya con los Pajín-Puñín.

Desde que el jueves se precipitaron los hechos han circulado dos interpretaciones, a cual menos edificante. O bien resulta que estos mitificados prototipos de los progenitores de izquierdas, que transmiten a la siguiente generación el fuego sagrado de la ética socialista, han resultado ser dos redomados sinvergüenzas que a la hora de la verdad anteponen la ambición y el ansia de poder no sólo a los valores democráticos y la lealtad política, sino al propio amor filial, pues nunca pudo escapárseles el roto que le hacían a su hija. O bien todo es, como ha dicho Ricardo Costa, una pantomima basada en la externalización del riesgo.

Yo descarto ambas alternativas porque, aun sin conocer personalmente a los Pajín-Puñín, estoy seguro de que ellos creen a pies juntillas que están haciendo lo correcto. Es más, no me cabe duda de que piensan que la mayoría de los dirigentes del PSOE harían lo mismo si estuvieran en su lugar, pues tantas décadas de militancia en un partido caracterizado por su praxis oportunista y su accidentalismo ideológico no pasan en balde. Daría cualquier cosa por poder asistir al previsible diálogo entre la sartén y el cazo que cualquier día de estos mantendrán padres e hija. Sin necesidad de remontarse a la sublevación de Asturias u otras tragedias remotas, sin necesidad de recordar siquiera los asesinatos de los GAL, producto del «decisionismo» de González, quienes ya peinan canas podrán alegar ante su retoño que el carácter controvertido de los medios nunca ha bloqueado la consecución de los fines del partido, que el PSOE siempre ha preferido ser incoherente en el poder que coherente en la oposición, que de hecho nunca se había exaltado tanto como ahora la «cintura» como atributo del buen hacer político.

¿Acaso no mantuvo tu jefe una negociación política con ETA antes y después de la T-4? ¿Acaso no hemos gobernado en Cataluña, País Vasco, Baleares y Galicia con los nacionalistas más reaccionarios antes y después de cantar La Internacional? ¿Acaso no nos saltamos reglas y consensos mucho más esenciales para el sistema que el pacto antitransfuguismo cuando aprobamos el Estatut mediante una mayoría tan mecánica como la que ahora tenemos nosotros en Benidorm? ¿Acaso no dijimos un día que bajar los impuestos era de izquierdas y ahora volvemos a las andadas de que lo único progresista es subirlos? ¿Acaso no estamos poniendo estos días como un trapo a los padres de los pijoborrokas de Pozuelo por no controlar a sus hijos, mientras pretendemos legislar que se pueda abortar a los 16 años tras consultar con «cualquier adulto» que se pase por el pub? Por algo decía Leire que su padre era de la escuela «leonesa»…

Como mañana reanudaré mi videoblog y empezaré a dar La Vuelta al Mundo con John Müller, este fin de semana no deja de resonar en mis oídos la certera letra de la sintonía del programa: «Diplomáticos, corteses, finos, urbanos, del este o el oeste, atentos, tácticos, limpios, de buen ver, ellos son la voz del pueblo y lo confunden con querer tener el poder…». ¡Ay los políticos! Ni con ellos, ni sin ellos tienen nuestros males remedio. Pero los más insoportables son aquellos tartufazos, tartufitas y tartufetes que al hacer una cucamona abriendo o cerrando los deditos de la mano mientras se tararea un fragmento de las sagradas escrituras pretenden ser más dignos que los demás. Por eso «queremos saber -necesitamos saber, debemos saber- qué hay debajo del mantel».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.