El punto de inflexión que no fue

Antes de que Estados Unidos y el mundo terminen de asentarse en la nueva realidad basada en Donald Trump, imaginemos cómo hubiera podido ser la alternativa. Supongamos que el miércoles pasado nos hubiéramos despertado con la noticia de que la presidenta electa era Hillary Clinton. Y digamos que, en vez del ex primer ministro de Portugal, António Guterres, la elegida para suceder a Ban Ki-moon en la secretaría general de las Naciones Unidas hubiera sido la neozelandesa Helen Clark o la búlgara Kristalina Georgieva.

Clinton se hubiera sumado a Theresa May en el Reino Unido y a la canciller alemana Angela Merkel, ayudando a alcanzar una masa crítica en el G7. Y con la ONU bajo dirección de una secretaria general, dos de los tres organismos internacionales más importantes del mundo estarían al mando de mujeres (la francesa Christine Lagarde dirige el Fondo Monetario Internacional).

Con tantas líderes femeninas, ya nos estaríamos haciendo esta pregunta: ¿qué sucede cuando las mujeres gobiernan el mundo? ¿Sería el mundo mejor para las mujeres? ¿Sería diferente?

Según los sociólogos, hay dos tipos de líderes femeninas: la “abeja reina”, menos propensa a colaborar con el avance de otras mujeres, y la “mujer justa”, para quien dicho avance es una prioridad. En su mayoría, las pioneras, como Margaret Thatcher en el RU, Indira Gandhi en la India y Golda Meir en Israel, fueron abejas reina; todas ellas rehuían del feminismo. Pero más tarde predominaron las mujeres justas. Líderes como Cristina Kirchner en Argentina, Dilma Rousseff en Brasil y Jóhanna Sigurðardóttir en Islandia buscaron, de un modo u otro, empoderar a las mujeres y ayudarlas a avanzar en sus respectivos países.

Merkel y May han sido más del tipo abeja reina, mientras que Clinton, Lagarde, Clark y Georgieva son más del tipo mujer justa. Pero es necesario decir que a menudo la primera mujer que lidera en una cultura dominada por los hombres tiene que mostrarse más “masculina” que aquellos mismos: tratar de promover el avance de otras mujeres puede resaltar su propia femineidad y debilitarlas. Por ejemplo, Clinton fue la tercera mujer que ocupó la secretaría de estado de los Estados Unidos, pero la primera que se sintió suficientemente segura para defender la causa de las mujeres y las niñas en todo el mundo. Prometió que de ser elegida presidenta, la mitad de su gabinete serían mujeres, y que continuaría las iniciativas lanzadas por el Departamento de Estado bajo su dirección.

Es cierto que también se hubiera cuidado de que la definieran como una presidenta mujer. Sin embargo, la mera presencia de una pluralidad de mujeres produce un efecto. Por ejemplo, estudios de tribunales colegiados en los Estados Unidos muestran que los jueces varones están más dispuestos a aceptar demandas por discriminación cuando comparten el estrado con una jueza, y considerablemente más dispuestos si hay dos. Como señaló Sandra Day O’Connor, primera integrante mujer de la Suprema Corte de los Estados Unidos (que, como es bien sabido, no quería que la vieran como una jueza “femenina”): “Cada persona aporta a su trabajo, cualquiera sea, sus valores y la experiencia de una vida”. Es decir, las mujeres aportan una perspectiva distinta, que sólo se oye claramente cuando conforman una masa crítica dentro de una institución dada.

¿Qué puede decirse de la perspectiva femenina en relación con el conflicto? No hay datos que respalden el estereotipo según el cual las mujeres son más pacifistas que los hombres (pacificadoras y componedoras de disputas masculinas). Las mujeres pueden ser amazonas; recuérdese a Thatcher durante la Guerra de Malvinas y el consejo que dio a George Bush (padre) de no “mostrarse vacilante”, antes de la Primera Guerra del Golfo. Por otra parte, cuando los hombres piensan en la guerra, imaginan naturalmente el mundo de los guerreros, mientras que las mujeres se identifican con sus congéneres obligadas a proteger a sus familias de fuerzas que no pueden controlar. Precisamente esa diversidad de perspectivas es esencial para la toma de decisiones. Y el Instituto de Seguridad Inclusiva de la Escuela Kennedy en Harvard ha estudiado las diferencias que introducen las mujeres en las negociaciones de paz.

Por tener aguda conciencia de la magnitud del sufrimiento de la población civil en conflictos como la guerra civil siria o los incesantes horrores en la cuenca del Congo, y comprender cómo los ciclos de violencia se perpetúan de generación en generación, las mujeres pueden ser mucho más propensas a demandar el uso de la fuerza en las intervenciones. Como es sabido, en los noventa la ex secretaria de estado de los Estados Unidos, Madeleine Albright, reprochó a Colin Powell su renuencia a implicar al ejército estadounidense en los Balcanes (en parte por la experiencia de su propia familia, checos refugiados del comunismo).

En términos generales, las decisiones de una líder mujer no son más predecibles que las de un hombre. Las mujeres no son monolíticas: sus antecedentes ideológicos y estilos de gobierno varían. Pero cuando el mundo finalmente llegue a un punto en el que la presencia de mujeres en las mesas del poder no sea una rareza, cuando su cantidad alcance un punto de inflexión, sus voces serán oídas de otro modo y sus opiniones tendrán más peso entre sus compañeros hombres.

En 2016 las mujeres estuvimos más cerca que nunca de llegar a ese punto de inflexión. Pero tal vez aún tengamos que esperar décadas para saber qué pasará cuando por fin lo hagamos.

Anne-Marie Slaughter, a former director of policy planning in the US State Department (2009-2011), is President and CEO of the think tank New America, Professor Emerita of Politics and International Affairs at Princeton University, and the author of Unfinished Business: Women Men Work Family.
Jay Newton-Small is a correspondent for TIME and author of Broad Influence: How Women Are Changing the Way America Works.
Traducción: Esteban Flamini.

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