El que guardaba el secreto

En cuanto el papa Francisco salió al balcón solemne de San Pedro, sentí que algunos recuerdos personales pronto habrían de adquirir una nueva luz, un sentido nuevo. Esa sensación precisa que nos asalta cuando un evento mundial nos atañe particularmente, y que es como una cifra del paso del tiempo. Sentí también, a qué negarlo, el vértigo de la dinámica política argentina, que parece capaz de producir novedades indefinidamente.

Porque Francisco se me apareció en el balcón bajo la luz tenue del recuerdo, la que iluminaba apenas a un cura lateral, entrevisto en los pasillos oscuros de mis años de colegio secundario en Buenos Aires, y, al mismo tiempo, bajo su nueva luz manifiesta, la del actor político que habrá de ser en la escena argentina futura, por acción o por omisión. Sentí también que su primera declaración era como una prueba identitaria argentina. Como excusándose, dijo que los cardenales habían querido ir a buscar un papa al fin del mundo. Los argentinos tendemos a identificar el centro ubicuo del mundo con el centro ubicuo de Europa, y el fin del mundo con nuestro país. También, tendemos a excusarnos por esa lejanía.

Como ex alumno del Colegio del Salvador, el colegio de los jesuitas en Buenos Aires, accedí, alguna vez, a confesar mis pecados de adolescente al padre Bergoglio, que vivió durante un tiempo en el colegio. Los alumnos lo preferíamos, y la razón de esa preferencia era simple: evitábamos así al confesor tradicional —cuyo nombre olvidé, vaya uno a saber por qué—, un sacerdote muy viejo que invariablemente, ante la masturbación confesada —en la opinión de todo adolescente, el único pecado que cuenta, fuera de alguna perversión impensable— aplicaba una bofetada al vicioso. Una sola, mórbida. El escarnio consistía, sobre todo, en que los compañeros en la fila del confesionario se anoticiaban del vicio. Bergoglio evitaba la bofetada, y de allí la preferencia general de los alumnos.

Lo primero que pensé es que, en ese recuerdo, curiosamente, Bergoglio era para mí el otro, el que estaba al margen, en las dependencias ignoradas del colegio, y que aparecía providencialmente para guardar un secreto. En rigor de verdad, aparecía para respetar una regla, la del secreto de la confesión, pero ante las revelaciones del otro confesor, ante su voluntad de proclamar los vicios de los alumnos ante los alumnos, el respeto de Bergoglio valía por la conservación providencial de un secreto.

En cuanto recordé aquello, pensé que la situación actual de la Iglesia Católica también parece definida por las voluntades antagónicas de revelar o de esconder unos secretos. Pensé que Bergoglio volvía a aparecer providencialmente en la misma situación en la que yo lo había visto en mi colegio, hacía más de veinte años, aunque ahora proyectada a escala mundial. No quise ceder a las falacias de la interpretación directa, pero la imagen de aquellos dos confesores de un colegio de jesuitas de Buenos Aires me pareció de una ambigüedad elocuente, aun cuando, previsiblemente, no pudiera precisarle un único sentido.

Matías Alinovi es escritor argentino, nacido en Buenos Aires, en 1972. Es autor de la Historia universal de la infamia científica y de La Reja, que acaba de publicar Alfaguara.

1 comentario


  1. Alinovi es un escritor extraordinario. Acabo de leer su novela La Reja, una experiencia de intensidad poética con muchísimo humor. Felicitaciones,

    M. M.

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