El que ríe el último en Ucrania

El año pasado, el ministro de Asuntos Exteriores de Polonia, Radosław Sikorski, fue a Kiev para celebrar conversaciones, parece ser que sus homólogos ucranianos se rieron de él porque llevaba un reloj japonés barato. Varios ministros ucranianos tenían relojes que costaban más de 30.000 dólares. En un artículo que escribí sobre ese incidente, señalé que los relojes de cuarzo desempeñan una función del reloj –la de indicar la hora con precisión– mejor que los relojes mecánicos de “prestigio”, que cuestan centenares de veces más.

Sikorski ha sido el que ha reído el último. Los que se burlaron de él fueron rápidamente destituidos por el Parlamento de Ucrania a raíz de la huida del Presidente Viktor Yanukóvich de Kiev. Tampoco los relojes caros fueron irrelevantes para la suerte de Yanukóvich y sus amiguetes.

La de la corrupción ha sido una cuestión fundamental en la revolución ucraniana, como lo ha sido en muchos alzamientos populares, incluida la revolución tunecina contra el Presidente Zine el-Abidine Ben Ali, que desencadenó la “primavera árabe”, y la “Revolución del poder para el pueblo” en las Filipinas, que derrocó al Presidente Ferdinand Marcos en 1986.

En todos los casos, tras el derrocamiento del dirigente corrupto, ha habido revelaciones sobre la prodigalidad de la vida que llevaba a expensas de sus conciudadanos, muchos de los cuales eran paupérrimos. Como ahora sabemos, Yanukóvich tenía un zoológico privado, su restaurante propio en forma de barco pirata y una colección de coches contemporáneos y antiguos.

Un documento recuperado después de su huida muestra que Yanukóvich pagó 1,7 millones de euros (2,3 millones de dólares) a una empresa alemana por una decoración de madera de su comedor y su cuarto del té. En Túnez, entre las extravagancias de la familia extensa del tristemente famoso Ben Ali figuraban un tigre enjaulado y el uso de un avión a reacción privado para que trajera helados desde Saint Tropez. En cuanto a Marcos, ¿quién podría olvidar los 3.000 pares de zapatos de Imelda?

Un visitante de la finca de Yanukóvich contó a The New York Times que todo había sido robado al pueblo. La misma irritación hubo cuando Ben Ali y Marcos cayeron y las personas de a pie vieron cómo habían vivido sus gobernantes, pero, aunque en el dormitorio con azulejos de mármol de una mansión de Ben Ali no tardó en aparecer un grafito que decía: “Los ricos se enriquecen y los pobres se empobrecen”, no se trata sólo de una cuestión de desigualdad económica.

Se puede sostener que la desigualdad de renta está justificada, porque brinda incentivos a los empresarios para ofrecer bienes y servicios mejores o más baratos que los que estén ofreciendo otros y esa competencia beneficia a todo el mundo. En cambio, no se puede ni remotamente sostener que los gobernantes políticos puedan adquirir una inmensa riqueza personal mediante sobornos o distribuyendo recursos públicos a sus familiares y amigos.

Eso es robar al pueblo. Además, sus efectos no se limitan a las cantidades robadas. En cablegramas hechos públicos por WikiLeaks, Robert Godec, embajador de los Estados Unidos en Túnez antes de la revolución, advirtió que el nivel de corrupción por parte de Ben Ali y su familia estaba disuadiendo la inversión y, por tanto, contribuyendo al elevado desempleo del país. Parece probable que una Ucrania menos corrupta habría sido también más próspera.

En esas situaciones, resulta fácil entender y enteramente justificable la irritación del pueblo. Más difícil resulta explicar por qué algunos dirigentes políticos se comportaron tan pésimamente. Llegar a presidente de un país es un acontecimiento extraordinario. ¿Cómo puede alguien pensar que lo mejor que puede hacer con ese logro es perseguir el enriquecimiento personal?

La cita, tan frecuentemente mencionada, de George Santayana –“quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”– es apropiada en el caso de Yanukóvich. ¿De verdad olvidó lo ocurrido a Ben Ali y Marcos? ¿Acaso no era evidente que amasar ilegalmente una inmensa riqueza personal aumentaría la probabilidad de que fuese derrocado y pasara el resto de su vida en la cárcel o, en el mejor de los casos, en el exilio?

Aun cuando Yanukóvich hubiera muerto en el cargo a una edad avanzada, se habrían acabado revelando sus excesos y habrían empañado cualquier reputación positiva que hubiera logrado. ¿No le importaba su futuro legado?

Además, hay algo más importante que la reputación propia. Un dirigente político tiene mayores oportunidades que casi cualquier otra persona para ayudar al pueblo y ésa debería haber sido la máxima prioridad de Yanukóvich.

Pero, aun cuando Yanukóvich pensara primordialmente en sus propios intereses, su búsqueda del enriquecimiento personal fue irracional. Imaginemos que se hubiera detenido a preguntarse qué le haría más feliz. Imaginemos que, teniendo presente esa pregunta, hubiera comparado la opción de una forma de vida pródiga (con un zoológico privado y un restaurante con forma de barco pirata) con la de una vida acomodada con el holgado salario a que tenía derecho sabiendo que estaba gobernando con integridad y haciendo todo lo posible para mejorar la vida de los ciudadanos ucranianos. Me parece inconcebible que alguien con un mínimo de sentido común, por egoísta que fuera, si se detuviese a reflexionar sobre esa disyuntiva, siguiera la opción de Yanukóvich.

Ahora existe la esperanza de que en mayo el pueblo de Ucrania tenga la oportunidad de elegir a un nuevo dirigente, pero, ¿cómo pueden evitar la posibilidad de elegir a otro político cuyas prioridades sean tan descarriadas como las de Yanukóvich? Propongo la siguiente prueba: miren el reloj del candidato. Si cuesta más de 500 dólares, busquen a otro al que votar.

Con esa prueba no se seleccionará al mejor candidato, pero se eliminará al menos a algunos candidatos con unas prioridades que ningún dirigente político decente debería tener.

Peter Singer, Professor of Bioethics at Princeton University and Laureate Professor at the University of Melbourne, is the author of Animal Liberation, Practical Ethics, One World, The Ethics of What We Eat (with Jim Mason), and The Life You Can Save. In 2013, he was named the world's third "most influential contemporary thinker" by the Gottlieb Duttweiler Institute. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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