El Quebec de Mario Dumont

Los resultados de las elecciones del 26 de marzo en Quebec marcan un antes y un después en la vida política de esa provincia de Canadá, poniendo fin al modelo bipartito que conformaban el soberanista y socialdemócrata Partido Québécois y el federalista Partido Liberal (PLQ). La conservadora y autonomista Acción Democrática de Quebec (ADQ), liderada por el carismático Mario Dumont, aparece como la auténtica triunfadora del proceso electoral. Supera al PQ y se queda a muy pocos escaños de un PLQ que, a pesar de un notable retroceso en el número de votos obtenidos, consigue renovar la victoria de 2003.

En sus implicaciones para nuestro país, que son las que se contemplan en este artículo, las recientes elecciones en Quebec ofrecen algunas novedades de interés. Una de ellas se relaciona directamente con la nueva aproximación canadiense en el tratamiento jurídico de los conflictos secesionistas. Aunque en la caída electoral del PQ influyen el rechazo no disimulado de parte del electorado a su líder André Boisclair, percibido a menudo como arrogante y prepotente, o la división del voto progresista soberanista entre el PQ y la nueva formación Québec Solidaire, la principal explicación de la derrota de este partido es otra: su falta de adaptación a la realidad que se abre paso con el dictamen de la Corte Suprema de Canadá sobre la Secesión de Quebec y la posterior aprobación de la Ley de la Claridad.

Incapaces de vislumbrar las implicaciones de una ley que obliga a formular en términos claros e inequívocos las propuestas soberanistas sometidas a consulta popular, los dirigentes del PQ han sido los únicos en no percatarse de la oposición muy mayoritaria del pueblo de Quebec a una fórmula de país que implicara una ruptura completa con Canadá. La apuesta por la rápida convocatoria de un referéndum para plantear la secesión pura y dura de Quebec, en contra incluso de la opinión de más de una tercera parte de su propio electorado, ha llevado al PQ a una crisis que podría llegar a ser definitiva. Con su fracaso, no es tanto la perspectiva de un futuro referéndum para la independencia la que pierde virtualidad sino la propia viabilidad de la alternativa política independentista: si por algo opta mayoritariamente el pueblo de Quebec en marzo de 2007 -como en su momento en 2003- es por hacer compatible su particular visión de país con la convivencia con Canadá.

Con todo, la orientación del electorado de Quebec no refleja una pérdida de vigor del nacionalismo en la provincia, con tres partidos parlamentarios que afirman el carácter nacional de Quebec y una base electoral en la que sigue teniendo un peso determinante el sentimiento soberanista. Debe hablarse, más bien, de reformulación de objetivos. Estos objetivos se definen ahora en los términos autonomistas formulados por la ADQ de Dumont, una propuesta que podría llegar a resultar compatible con el federalismo asimétrico propugnado por el PLQ e incluso con el federalismo abierto en el que incide el primer ministro conservador de Canadá, Stephen Harper. La apuesta autonomista de Dumont defiende el reconocimiento de la dimensión nacional de Quebec, recogida en parte por el Parlamento de Canadá al aceptar el carácter de nación de los quebequeses, y la bilateralidad en la negociación de un nuevo modelo político para la provincia. La oferta consiste en lo esencial en una autonomía de naturaleza casi confederal, con una renuncia práctica pero no ideológica al principio de soberanía. Un planteamiento que sigue obligando a repensar el actual estatus constitucional de Quebec.

Desde la perspectiva española, el éxito electoral de la propuesta autonomista formulada por la ADQ resulta coherente con el proyecto de integración que Rodríguez Zapatero ha impulsado en Cataluña a través del Estatut. El interés del modelo catalán para Quebec radica precisamente en la insistencia en la bilateralidad y en la aceptación práctica del modelo nacional en la configuración constitucional interna de la entidad subestatal, particularmente en la dimensión lingüística y cultural. En una sociedad en la que los tres partidos con representación parlamentaria insisten en el carácter nacional y francófono de Quebec, y en la que el peso de la minoría anglófona es inferior al 10%, no resulta extraño que el Estatut constituya un referente para el tratamiento de la cuestión de fondo planteada en Quebec, esto es, la aceptación de un marco de soberanía política, económica y cultural compatible con la participación en un proyecto estatal más amplio, de dimensión plurinacional. Otra cosa es que lo que podría constituir una solución integradora hacia fuera en el caso de un territorio básicamente monocultural, como es en lo sustancial Quebec, pueda resultar exitoso en el futuro hacia dentro en la configuración de territorios que no participan de estos niveles de coherencia interna, como sucede con Cataluña o Euskadi.

Aunque su incidencia es menos directa para España, hay otro dato de interés en los recientes resultados electorales. El éxito de Dumont también refleja un cierto repliegue del electorado en torno a aquellos valores que se consideran propios de Quebec, en especial en materias relacionadas con la familia o la religión. Claramente posicionado en contra de la flexibilización de los modos de vida de la mayoría para adaptarlos a los de las minorías religiosas procedentes de la inmigración, Dumont no sólo se ha impuesto al PQ con su propuesta de colaboración con Canadá; también ha ganado mucho terreno al PLQ con su apuesta por la defensa de los valores tradicionales de Quebec. Como bien sabía Dumont, la cuestión no tenía importancia 'per se', puesto que los distintos partidos comparten en realidad una visión bastante común al respecto, sino como elemento de enganche susceptible de atraer al electorado más conservador en torno a propuestas de mayor alcance como el recorte de derechos sociales para aquéllos que, pudiendo trabajar, renunciaran a ello o la apertura al mercado de sectores de fuerte base pública, como la sanidad.

Todo esto obliga a la reflexión de una izquierda que, tanto en Norteamérica como en Europa, parece a veces querer consolidar su especificidad en la defensa de los modos de vida minoritarios, en paralelo a una crítica más o menos radical de los valores culturales tradicionales, fuertemente enraizados en una parte sustancial -cuando no mayoritaria- de la población. Olvidando que el futuro de sus propuestas de cambio en materia socioeconómica pasa en buena medida por el convencimiento de sectores poco proclives a nuevas aventuras posmodernas, su enfrentamiento con los mismos en ámbitos en los que no tiene nada que ganar -su opción por la libertad le obliga a defender también el derecho de estos grupos a mantener su propia cultura- puede no tener otro resultado que el alejamiento de esta izquierda de las preocupaciones de una parte importante de la sociedad. La pérdida de peso político de la izquierda en los países occidentales tiene mucho que ver con las razones del éxito de formaciones como la ADQ de Mario Dumont y difícilmente se resolverá profundizando artificialmente en el distanciamiento social y cultural respecto al sector de población que este tipo de líder político aspira a representar.

Luis Sanzo