El ‘quid’ del jurado

La Justicia en España, pese a algún que otro inevitable desaguisado, pese a empeoramientos llamados reformas y pese a indultos y amnistías, no dista de ir razonablemente bien. De vez en cuando alguna resolución parece dictada bajo un apagón neuronal, incluso por las últimas instancias judiciales cuando se ponen estupendas. Sin embargo, eso es algo que no ha de ensombrecer el buen trabajo, en condiciones más que precarias, de jueces, fiscales, funcionarios de todo orden, abogados y procuradores. La Economía, con los economistas al frente, ya quisiera estar como la Justicia.

Con todo, dos lacras, entre otras, asolan el sistema. La primera: solo hay fallos escandalosos si los medios lo proclaman. Si los especialistas y conocedores de la materia detectan uno, por obvio que sea, si no es focalizado por los media, no hay fallo que arreglar que valga. La segunda: cuando aparece el problema, es aventado a modo y el político de guardia, con el corifeo que le secunda, tiene una sola idea: cambiar la ley. Nadie se preocupa en analizar por qué se ha producido lo que se considera fallo —que a lo mejor no lo es—, ni dónde tiene su razón de ser o de si existe ya una solución legal; simplemente se dice que hay que cambiar, léase, empeorar, la ley. En materia penal, ambas lacras se dan químicamente puras.

Ahora ha vuelto a suceder con el Tribunal del Jurado, en concreto con el caso Camps: la absolución ha indignado a gran parte del público. La solución: pedir la derogación del Jurado, dado que no podemos echar la culpa a los jueces, sino a nuestros conciudadanos. Otrora juradistas irredentos se proclaman ahora conversos al sistema único de justicia penal profesional; desde luego, es una opción. Sin embargo, hay que ver si es la solución.

El Jurado es una exigencia constitucional que, por diversas razones, tardó 17 años en ponerse en práctica. En sus 15 años de vigencia se han generado unos 4.000 asuntos y una docena escasa ha causado revuelo. O sea que no es para tanto.

El Jurado tiene tres grandes virtudes: incorpora a los ciudadanos a la administración de Justicia, potencia el principio acusatorio, la presunción de inocencia y la igualad de armas y, en fin, hace de la oralidad, inmediación y concentración procesal su bandera irrenunciable. Junto estos postulados técnicos y políticos se erige una característica propia de todo sistema de jurado: el papel del juez profesional que lo preside.

Sea el que sea el sistema de jurado, surge en primer término la cuestión no de la ya dada por supuesta imparcialidad del juez, sino la de su ecuanimidad. Su presidencia está para fijar el contenido y alcance de los debates, filtrar aquello que no puede ser ni oído ni visto por el tribunal popular y aleccionarlo antes de que entregue su contribución; las instrucciones a los miembros del jurado no han de predeterminar su dictamen.

Más delicado es el objeto del veredicto, esto es, el cuestionario que formula el juez que ha dirigido la vista para que los jurados establezcan, en esencia, los hechos probados. Así se pregunta si el ataque a la víctima fue sorpresivo, si fue de noche, si la puerta de entrada estaba abierta, si se oyeron voces pidiendo auxilio, si el procesado encañonó al fallecido o si pagó una viaje de asueto al funcionario, … La redacción del objeto del veredicto no ha de ser contradictoria y ha de ser minuciosa. Antes de pasarlo a la deliberación de los jurados, se celebra una audiencia, a puerta cerrada, a la que asisten los letrados de las partes para formular observaciones al objeto del veredicto. El juez puede o no atender las observaciones de las partes y estas pueden protestar para recurrir en su momento; si el veredicto es tendencioso, contradictorio o poco claro, ello dificultará la misión del jurado que si no entiende el cuestionario o es guiado tenderá a no votar mayoritariamente los hechos perjudiciales para el acusado, lo que comportará su absolución o, a la inversa, dejará de percibir elementos de descargo y se propiciará la condena.

La posibilidad de revocar una sentencia del tribunal de jurado es baja; primero, ha de constar con claridad la protesta a las cuestiones del veredicto con las que una parte esté disconforme; si no se hace, se pierde esa ocasión. En segundo lugar, establecer la correlación entre lo visto y oído en el juicio oral y el objeto del veredicto no es una tema matemático. De ahí que los términos en que se confecciona el objeto del veredicto sea todo menos inocente: han de ser cuidadosamente elegidos por el presidente y revisados con todo escrúpulo por los letrados intervinientes.

Algunos de los casos recientes en que el jurado ha acordado veredictos sorprendentes no estaría de más verificar el contenido del cuestionario y las respuestas, con sus justificaciones, de los jurados. A lo mejor, la sorpresa, incluso no querida, ya venía con el objeto del veredicto.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona.

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