El "quién" también importa

Si cambian cosas que pensábamos inmutables, como el clima, el precio del dinero o las convicciones de algunos políticos, ya no hay motivo para asombrarse de la transformación de nuestro paisaje político o seguir aferrándose a esquemas interpretativos que nos resultan más familiares. Y una de las cosas que más desconciertan es el hecho de que, desde hace tiempo, en todos los ámbitos, desde el doméstico y local hasta el plano internacional, se abre paso un eje que no tiene que ver tanto con la izquierda y la derecha como con la identidad, entendida en un sentido amplio. El panorama se complica, ciertamente, lo que no pocos lamentarán, pero también es una ocasión para que ajustemos nuestros criterios de justicia y representación. Ha surgido un nuevo espacio de actores y asuntos que viene a poner en cuestión la coincidencia de la política institucionalizada y la sociedad real, ya sea impugnando nuestros sistemas de representación, la supuesta coincidencia de la identidad nacional y la autoridad política, o la insuficiencia de la gobernanza mundial en su actual formato.

Diversos pensadores han sugerido que esta transformación del panorama político puede ser entendida recurriendo a la idea de reconocimiento. Los conflictos se han desplazado desde los escenarios de clase, igualdad y economía hacia el espacio de la identidad, la diferencia y la cultura. Se ha creado una nueva constelación en la que el problema de la redistribución -que fue el gran caballo de batalla a lo largo de los siglos XIX y XX- ha sido eclipsado por los problemas ligados al reconocimiento. La "lucha por el reconocimiento" se ha convertido en la forma paradigmática del conflicto político y social desde finales del siglo XX. Las reivindicaciones que buscan el reconocimiento de una diferencia (de nacionalidad, cultura, género, tendencia sexual...) están hoy en el origen de muchos conflictos en el mundo, probablemente de los más difíciles de gestionar, para los que no valen las recetas del conocido compromiso social.

Podríamos explicar nuestro desconcierto ante estos nuevos conflictos por el hecho de que, absorbidos por el "qué" de la justicia, habíamos postergado el debate acerca del "quién". Es como si hubiéramos descubierto que el "quién" también importa y la cuestión del sujeto se ha situado en el centro de nuestras controversias. No da igual quién lo haga: que los hombres representen a las mujeres, que en los Estados compuestos el interés general sea definido por el centro, que una potencia hegemónica se encargue de poner orden en el mundo... Los críticos de la paridad, los jacobinos y los unilateralistas coinciden en considerar que la cuestión del "quién" es secundaria, incluso innegociable. Chesterton ya nos advirtió contra esa usurpación cuando afirmaba que hay tres cosas que uno debe hacer por sí mismo aunque se equivoque: elegir a su propia mujer, limpiarse sus narices y decidir en política. Que la cuestión del sujeto, del "quién", vuelva al primer plano quiere decir que seguramente hemos de ajustar nuestros procedimientos de representación, participación, delegación y decisión a la realidad de un pluralismo creciente, a un mundo heterárquico y con nuevos actores.

Que el "quién" importa significa, desde otro ángulo, que determinadas formas de sublimación de la titularidad (neutralidad, cosmopolitismo) no son más que una solución tramposa para que nada cambie sustancialmente, el "qué" siga en primer plano y se reproduzcan las formas de dominación. El "esperanto procedimental" del que hablaba James Tully oculta relaciones de poder, del mismo que el "patriotismo constitucional" sirve en ocasiones para colar, junto a un conjunto de principios democráticos, alguna ventaja inconfesable para quien tiene más facilidades de configurar una mayoría.

El mejor modo de defender lo universal es rechazando que sea monopolizado por nadie, desconfiar profundamente de quien cree tener una relación privilegiada con los valores universales o se considera en condiciones de dispensar la acreditación de lo verdaderamente público y común. No hay peor particularista que el que es incapaz de reconocer su propia particularidad: los varones sin género, los Estados que disfrutan el monopolio de las buenas intenciones, las religiones que administran la ley natural, los vigilantes del mundo sin necesidades petrolíferas. El universalismo es una aspiración inalcanzable de todos, no una propiedad de algunos, un horizonte que hemos de construir entre todos y que nadie administra privilegiadamente.

No hay otro procedimiento para la configuración de lo común que tomarse en serio el pluralismo de nuestras sociedades, más diversas de lo que solemos suponer, y el pluralismo de la sociedad mundial, donde nuevos actores discuten viejas hegemonías, con una creciente aspiración de multilateralidad, donde el destino común de la humanidad no puede diseñarse sin las sociedades que reivindican otras trayectorias distintas de la occidental.

A quien siga prefiriendo, por ejemplo, un mundo gobernado por los hombres o le pareciera más sensato que estuviéramos formateados por las culturas "más universales" o que encargáramos a una superpotencia la vigilancia sobre el mundo, al que prefiriera ponerse las cosas más fáciles que sacar todas las incómodas consecuencias del creciente pluralismo social, cultural y político, habría que recordarle aquel viejo chiste inglés en el que una persona pregunta "¿cómo se va a Biddicombe?", y otro le responde: "Yo que usted no saldría desde aquí".

Daniel Innerarity, profesor titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.