El racismo como estrategia

Las campañas electorales se hacen para ganar. Ganar para tener el poder de imponer tus preferencias políticas. Creemos en lo acertado de nuestras ideas. Creemos que nuestras sociedades serán mejores si se hace que las cosas funcionen a nuestro modo. Todos pensamos que tenemos razón. Esto es aún más cierto para las personas que trabajan en las campañas, lo que hace que sea tentador que los fines justifiquen los medios.

Cuando el presidente Donald Trump recurrió a Twitter para decir a cuatro congresistas demócratas progresistas —conocidas como El Escuadrón— que si no les gusta Estados Unidos deberían "regresar para ayudar a arreglar los lugares totalmente desastrosos e infectados de crímenes de los que vinieron", la noticia se extendió por todo el mundo. A primera vista parecía tratarse del típico Trump tuiteando compulsivamente su furia. Pero, según personas próximas a él, ese racismo es realmente una táctica de campaña. Trump cree que avivarlo entre sus bases de votantes blancos y mayores es una estrategia ganadora para 2020. Y no se equivoca: le funcionó en 2016.

En España es necesario recordar que ese no es un fenómeno estadounidense, sino un patrón que vemos extenderse por toda Europa. Líderes que despotrican contra la corrección política, que conectan con aquellos que se sienten ofendidos porque la sociedad educada no les permite vocalizar lo peor de lo que se les pasa por la cabeza. Cuando líderes políticos como Trump, Matteo Salvini, Marine Le Pen o Santiago Abascal de hecho dan permiso a la gente para que sea descaradamente racista, abren un círculo vicioso de resentimiento que solo genera más resentimiento. Y hacerlo como táctica de campaña no solo es una mala praxis sino moralmente reprobable.

He dedicado gran parte de mi carrera a trabajar en campañas, que me gustan porque cuando los votantes acuden a las urnas para expresar sus preferencias constituye la piedra angular básica de la democracia.

Las campañas pretenden persuadir al votante en sus opciones, y por lo tanto desempeñan un papel crucial en democracia. Tal privilegio implica una responsabilidad, aunque las campañas estén muy controladas por la opinión pública. Estas deberían realizarse con estándares más elevados y no ser convocadas para agitar lo peor de las personas en la persecución de la victoria electoral.

El cálculo de Trump consiste en que irritar a los votantes blancos y mayores les llevará a las urnas el 3 de noviembre de 2020, de manera que ese grupo y el de algunos votantes latinos será suficiente para hacerse con una estrecha victoria electoral similar a la que obtuvo en 2016. Esto nos vuelve a llevar a una de las principales preguntas que todos nos hicimos tras su elección en 2016: ¿cómo iba a gobernar y para quién iba a gobernar? Trump ha demostrado, una y otra vez, que solo gobierna para su base de leales votantes, lo cual contrasta con la mayoría de los presidentes estadounidenses, quienes pidieron unidad y prometieron ser presidentes para todos.

El cálculo de Trump es que El Escuadrón es su objetivo preferente mientras los demócratas están aún buscando un candidato. No importa que las cuatro congresistas sean ciudadanas estadounidenses. Las representantes Alexandria Ocasio-Cortez, Ayanna Pressley y Rashida Tlaib nacieron en EE UU, mientras que Ilhan Omar nació en Somalia, vino a EE UU con 10 años y tiene adquirida la ciudadanía. Que todos nosotros somos estadounidenses, aunque tengamos diferentes acentos y religiones, es la más genuina de nuestras creencias. Pero con tal de ganar, Trump está dispuesto a explotar la indignidad existente en los corazones de algunas personas. Tampoco importa que, de las cuatro, solamente Ocasio-Cortez y Tlaib se identifiquen como demócratas socialistas; él las describe a todas, y por extensión a Nancy Pelosi y al Partido Demócrata, como socialistas.

De hecho, en su entorno dicen que alardea de ser capaz de "casar" a Pelosi y al Partido Demócrata con El Escuadrón. Los jóvenes estadounidenses están cada vez más abiertos a la idea del socialismo, pero es todavía una etiqueta tóxica para los estadounidenses blancos y de mediana edad. Aunque eso podría formar parte de cualquier campaña más común —los republicanos han estado imprecando a los demócratas con la palabra socialismo durante mucho tiempo—, las nociones racistas que subyacen en su ataque son lo que hacen repulsivo todo este asunto.

El mundo sigue las elecciones estadounidenses no solo porque tengan consecuencias internacionales sino porque constituyen un espectáculo alimentado por enormes cantidades de dinero. Partidos políticos de todas partes las estudian y convierten sus ingredientes en tácticas que funcionan en sus países. No es la primera ni será la última vez que el racismo se utilice como una estrategia más.

Alana Moceri es analista, escritora y profesora en la Universidad Europea de Madrid. Traducción de Juan Ramón Azaola.

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