El racismo y el antisemitismo retroceden

La algarabía mediática no retrata la sociedad real, sino la sociedad del espectáculo. Para demostrarlo, hablaré de la denuncia estridente del racismo y del antisemitismo en los dos países en los que resido, Francia y EE.UU.

Si escuchamos a los medios de comunicación estadounidenses, Francia está siendo destruida por un antisemitismo cada vez más extendido e incluso se verá sumida en una guerra civil entre franceses de pura cepa e inmigrantes musulmanes. Y en opinión de los franceses, ha sido necesaria la elección de Barack Obama para atenuar la percepción de unos EE.UU. fundamentalmente racistas. Como el racismo y el antisemitismo, reales y supuestos, resultan difíciles de cuantificar, nos contentaremos aquí con relatar unos recuerdos personales que jalonan unos sesenta años de vida repartidos entre estos dos países.

Empecemos por el antisemitismo en Francia. Yo, que nací judío en Francia al final de la guerra mundial, en ningún momento sufrí el antisemitismo oficial, instaurado por el Estado bajo el régimen de Vichy. Gracias a la Resistencia, mis padres se libraron del exterminio. A diferencia de su existencia atormentada, yo he vivido en un ambiente de seguridad garantizado por el Estado. Por tanto, no se puede comparar el antisemitismo oficial de antaño con los prejuicios que siguen existiendo hoy en día.

Es más, en la Francia de la década de 1930, era elegante declararse antisemita en los círculos intelectuales. Hoy en día se ha convertido en una forma de trastorno mental. ¿Qué es lo peor que tuve que sufrir? Algunos insultos en el patio del colegio, pero de eso hace ya mucho. Recuerdo con emoción a un compañero de clase que me consoló y al que habían tratado de «sucio bretón», lo que relativizaba el apóstrofe de «sucio judío». Me objetarán que, estos últimos años, se han cometido actos vandálicos en sinagogas y también delitos contra franceses porque eran judíos. Estos horrores se derivan más del antisionismo que suscita el conflicto entre Israel y Palestina que del antisemitismo arcaico, los han cometido unas personas simplonas en nombre del islam propagado por internet, y son inmediatamente sancionados. Y me objetarán que el número de actos antisemitas aumenta hasta tal punto que los judíos de Francia se ven obligados a exiliarse. Es una exageración porque el Estado francés protege a los judíos, y el deseo de marcharse a Israel o a EE.UU. es una constante.

Me parece que los actos denominados antisemitas dicen más sobre el malestar de los franceses de origen árabe que sobre la comunidad judía. Las agresiones contra los musulmanes en Francia son más numerosas que las que se cometen contra los judíos, y la islamofobia es más brutal que la judeofobia. A la sociedad francesa le cuesta mucho aceptar a las minorías musulmanas, árabes y africanas, pero las primeras víctimas de esta intolerancia no son los franceses «de pura cepa», sino los musulmanes. Sin embargo, no nos desesperaremos porque Francia se haya convertido de hecho en una sociedad multicultural, ya que los jóvenes franceses la aceptan fácilmente, y la prueba de ello es que la mitad de las mujeres francesas de origen árabe se casan con no árabes. Esta integración sería aún más rápida si la economía francesa absorbiese mediante el empleo a los jóvenes nacidos de la inmigración. Ese es, en realidad, el principal mal, del que el racismo es una consecuencia: el desempleo de los jóvenes en una economía anquilosada. En resumidas cuentas, Francia es una sociedad más mestiza, más globalizada y menos racista y antisemita de lo que nunca lo fue.

Tengo la misma opinión igual de subjetiva sobre EE.UU. Allí se indignan, con toda la razón, por la excesiva proporción de jóvenes negros encarcelados. Es indiscutible que la elección de Barack Obama no ha hecho desaparecer por arte de magia «el problema negro», pero es indiscutible que Obama ha sido elegido por los blancos, algo que, en la década de 1960, habría sido inconcebible.

Cuando visité por primera vez EE.UU., en 1962, me impactó descubrir, al llegar a los estados del sur, lo que era realmente la segregación racial. Vista desde Francia, nos la imaginábamos marginal, pero al viajar en Greyhound, el transporte federal en el que todas las «razas» estaban mezcladas, había que dividirse en cada escala entre los restaurantes para blancos y para negros porque en la parada prevalecían las leyes locales. Ahora, en el barrio de Nueva York en el que vivo, todos los pueblos de la Tierra están representados. La denominada política de «discriminación positiva» ha creado allí una nueva clase media negra, lo que ha evitado la tentación de la violencia.

No me olvido de la situación de los judíos en EE.UU., donde son tan prósperos que la mayoría de ellos consideran que la Tierra Prometida es más EE.UU que Israel. Y para valorar el camino recorrido también aquí, recordemos que, hasta la década de 1960, las universidades estadounidenses más reputadas aplicaban contra los judíos un numerus clausus.

Por tanto, los dos países han seguido unas sendas paralelas hacia una mayor tolerancia. EE.UU. ha aplicado una política de integración activa, mientras que en Francia se ha rechazado la discriminación positiva. En resumidas cuentas, lo que ha resultado decisivo ha sido la economía, no la política, ya que mediante el trabajo se lleva a cabo o no la integración. Hay demasiados negros en EE.UU. y demasiados árabes en Francia (y en Europa) sin empleo, lo que les lleva a radicalizarse, y, por ende, la opinión que tiene el resto de la sociedad sobre ellos es adversa. Existen soluciones concretas para reducir el desempleo, pero desde un punto de vista político, la denuncia del racismo da más «réditos» que la integración de los inmigrantes.

Guy Sorman

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