El rasguño

El 21 de febrero de 1865 el catedrático de la Universidad de Madrid Emilio Castelar publicó en la primera página del rotativo La Democracia uno de los artículos que acarreó mayores consecuencias de toda la historia del periodismo español. Se titulaba El rasgo y fustigaba el pretendido acto de generosidad de Isabel II al poner a la venta parte del Patrimonio Real para contribuir a paliar la grave crisis económica que aplastaba al Estado.

Resultaba que la Reina había acordado conservar todos sus palacios y lugares de recreo y vender el resto, entregando el importe de lo recaudado a la Nación, pero quedándose ella con un 25%. Castelar denunciaba el «delirium tremens de la adulación cortesana» en que habían incurrido la mayoría de los diarios con «su ruidoso entusiasmo» y «sus himnos pindáricos»; y se burlaba ácidamente de quienes situaban ya a Isabel II por encima de «la casta Berenguela», «la animosa María de Molina» o «la generosa Sancha».

Frente a tanto ditirambo, tanta genuflexión y tan almibarado agradecimiento, el hombre de letras instaba a analizar el fondo del asunto: «Vamos a ver con serena imparcialidad qué resta, en último término, del celebrado rasgo». Y su conclusión no podía ser más demoledora: bajo la apariencia de una donación altruista se ocultaba en realidad un ilegal acto de rapiña mediante el que la Reina se apropiaba a título personal de una parte de los bienes públicos. La falsa generosidad de Isabel con lo que no era suyo constituía una mera coartada, un simple detalle que debía darse inmediatamente por descontado para que la mirada colectiva se fijara en cambio en el «engorde de un botín... en uno de esos amaños que la conciencia de la nación maldice».

El periódico fue secuestrado. El Gobierno del general Narváez dictó orden de detención contra Castelar y exigió que lo destituyeran de su cátedra. Como el rector no se prestó a ello, la primera cabeza que rodó fue la suya. Los estudiantes salieron a la calle, se amotinaron en la Puerta del Sol y dejaron un reguero de 14 cadáveres cuando la Guardia de Asalto del Espadón de Loja cargó disparando contra ellos. La suerte de la monarquía isabelina quedó echada en aquella tristemente célebre noche de San Daniel que sirvió de preámbulo y en cierto modo de ensayo general de la Revolución Gloriosa que estalló tres años después, pero lo verdaderamente importante del artículo de Castelar no fueron sus efectos inmediatos sino el fondo de su perdurable diatriba contra la hipocresía de los mandamases que juegan al engañabobos con sus súbditos.

Con afortunada precisión el Duque de la Rochefoucauld definió la hipocresía como «el homenaje que el vicio rinde a la virtud». No en vano su raíz etimológica está en el vocablo griego hypokrisis con el que se describe la «acción de desempeñar un papel». Los buenos actores y actrices han sido, pues, los mayores hipócritas y eso les hacía merecedores de grandes aplausos, con la condición de que no siguieran ejerciendo al bajar del escenario. Otro tanto cabe decir de los políticos que tan a menudo interpretan el personaje que en cada momento les conviene. Quien busque sinceridad, transparencia y honestidad en un gobernante habrá de ser capaz de defenderse del doble artificio de la hipocresía: la simulación de quien sólo muestra lo que desea que se vea (lo poco que la Reina entregaba) y el disimulo de quien oculta lo que no desea mostrar (lo mucho de lo que la Reina se apropiaba).

Ambos mecanismos están en pleno funcionamiento ahora en todo cuanto se refiere a la actitud del Gobierno de Zapatero respecto a la cuestión nacional. Por inaudito que parezca la unidad y hasta la identidad de España van a constituir uno de los grandes ejes de debate -probablemente el principal- de la campaña de las elecciones que tendrán lugar en el 30 aniversario de la Constitución. Esto no tiene precedentes porque hasta la actual legislatura nunca ningún partido en el poder había contribuido a cuestionar y erosionar los fundamentos del consenso de la Transición sobre la naturaleza y estructura del Estado. Ha sido una conducta tan irresponsable que, ahora que se acerca el momento de rendir cuentas, requiere toda una operación de camuflaje electoralista por parte del poder para evitar que los ciudadanos le pasen la factura. En esas estamos.

La simulación consiste en enfatizar los gestos -los rasgos, según el código castelarino- que barnicen de españolidad la labor política de Zapatero. Junto al estrafalario encargo del Grupo Socialista a Televisión Española de «contribuir a la construcción de la identidad de España» -como si la Nación fuera una inclusera amnésica de padres desconocidos y trayectoria ignota-, el rasgo más publicitado ha sido la convocatoria y resolución de un concurso para crear el logotipo del Gobierno de España. Por 12.000 eurillos del ala un tal Juan Repullés ha casi calcado el emblema y presentación gráfica del Gobierno alemán, convirtiendo las tres franjas de la bandera en una especie de bordillo protector del nombre y del escudo y dotando así a nuestro poder ejecutivo de unas señas corporativas similares a las de las grandes multinacionales.

Lo mejor del caso es que Zapatero acaba de alardear de esta banalidad, presentándola como una «iniciativa muy personal» gestada durante todo un año y equiparable en su importancia a la creación de la Unidad Militar de Emergencias. Su explicación no puede ser más pueril: resulta que cuando «uno va a Andalucía o a Madrid» -por razones de elemental prudencia no menciona ni al País Vasco, ni a Cataluña, ni a Galicia- lo que ve es «Junta de Andalucía» o «Comunidad de Madrid». Y eso no puede continuar así porque «aquí de lo único que no se habla es del Gobierno de España y resulta que es el que dispone de más presupuesto y el que más responsabilidades tiene». Obsérvese que lo que al presidente le preocupa es que «no se hable» del órgano constitucional que encabeza y que sus motivaciones no pueden caer más bajo en la escala de la frialdad tecnocrática. Pero en todo caso, a grandes males, grandes remedios. Ya tenemos logotipo.

Mejor dicho, ya tenemos una mosca para adornar la papelería de las covachuelas oficiales porque, existiendo su himno y su bandera, España no necesitaba de ningún otro símbolo adicional. Claro que el himno no tiene letra y se escucha muy pocas veces -incluso se convierte en piedra de escándalo cuando lo interpreta el PP- y la bandera se esconde en buena parte del territorio nacional. (A veces tan fácticamente como lo hizo el fulano de ANV de Pamplona al que las cámaras sorprendieron ocultando la opresora enseña detrás de una cortina). Pero en lugar de recoger el guante lanzado espontáneamente por los deportistas de élite y encauzar a través del Parlamento la redacción de una letra para el himno y, sobre todo, en lugar de obligar a las autoridades autonómicas y municipales a cumplir la Ley de Banderas y la inapelable sentencia del Tribunal Supremo al respecto, Zapatero se ha sacado de la manga el logotipo.

Hace muy bien el Grupo Popular en el Senado en preguntar al presidente por qué razón ha decidido bautizar como «Gobierno de España» al Gobierno de España. No es la más surrealista de las logomaquias sino un gran acierto de Pío García Escudero que puede permitirle poner en evidencia a Zapatero: he aquí la demostración, señoras y señores senadores, de cómo en la mecánica de la hipocresía la simulación de lo poco de lo que se alardea siempre acompaña al disimulo de lo mucho que se pretende mantener oculto.

La Ley 39/1981 no tiene vuelta de hoja. Según su artículo 3 «la bandera de España deberá ondear en el exterior... de todos los edificios y establecimientos de la administración central, institucional, autonómica, provincial o insular y municipal del Estado». Y a quienes se han llamado andana, escudándose en una imaginaria ambigüedad dispositiva, la Sala de lo Contencioso acaba de colocarles ante la evidencia: «La bandera debe ondear diariamente con carácter de permanencia, no de coyuntura, no de excepcionalidad sino de generalidad y en todo momento». ¿Qué hacemos, pues, con ese gobierno autónomo y esos centenares de ayuntamientos de varias comunidades que mantienen una actitud de desafiante rebeldía a este precepto y, todo lo más, representan la farsa de un efímero izado aprovechando la confusión festiva? El 70% de los españoles acaba de decírselo a Zapatero a través de la última encuesta de EL MUNDO: obligarles a cumplir la ley «hasta sus últimas consecuencias». Ese es el único logotipo cuya presencia en cada mástil tiene que garantizar el presidente del Gobierno.

Podrán alegar los más zapateristas que es injusto colocarle ahora en esta tesitura cuando el sistemático incumplimiento de ese precepto viene de lejos. Pero, al margen de que la sentencia del Supremo ha llegado cuando ha llegado, parece justo que el presidente deba saldar ante las urnas la penitencia de su pecado porque él ha sido el primer gobernante constitucional que ha estimulado, de palabra y obra, la escalada de órdagos nacionalistas en la que todo lo simbólico tiene una importancia primordial. Por algo explicaba Carmen Iglesias en su primera entrevista como presidenta de Unidad Editorial que «se echó a temblar» cuando escuchó decir al jefe del Gobierno que «el concepto de nación es algo discutido y discutible». Como ella explica, «ni como broma» puede alguien en su posición expresarse así, pues es obvio que nada animará más a todo tipo de alimañas que ver al encargado del gallinero elucubrar sobre si las gallinas tienen o no derecho a ser protegidas de los depredadores.

Esos centenares de fachadas con sus palos desnudos, cual si se tratara de locales cerrados por reforma o por traspaso, no son sino la punta de un iceberg sedicioso cuyo tamaño y peligrosidad Zapatero ha contribuido decisivamente a incrementar. El paso de más difícil retorno ha sido su respaldo al calamitoso Estatuto catalán, probablemente la peor ley de nuestros 30 años de democracia. Y hétenos aquí que al escándalo de su contenido se suma ahora el de su alevoso aparcamiento en el Tribunal Constitucional a la espera de que se modifique su composición o de que llegue una coyuntura política menos comprometida para el Gobierno. Tan grave es que se continúe hurtando a los ciudadanos ese veredicto de constitucionalidad mientras -al cabo de más de un año en vigor- el Estatuto continua extendiendo los tentáculos de sus hechos consumados, que parece llegada la hora de encerrar a los señores magistrados en las dependencias del alto tribunal, empezar por cortarles el aire acondicionado y pasar luego a racionarles las viandas, como se hacía en el siglo XIII con los cardenales que remoloneaban más de la cuenta a la hora de elegir Papa.

Además de esta aberración jurídica que en el fondo establece un marco constitucional para Cataluña distinto del que rige en el resto de España, en ese debe que Zapatero trata de mantener oculto bajo sus alfombras monclovitas con logotipo corporativo se acumula una práctica política lamentable, basada en el extravagante pacto de una izquierda sin referencias ideológicas solventes con toda una caterva de grupos nacionalistas unidos por el denominador común del carácter reaccionario de sus obsesiones identitarias. Ese es nuestro mayor drama: España no se rompe, pero se deshilvana y el gran deshilvanador está siendo, paradójicamente, el presidente del Gobierno.

Cuanto más cerca estén las elecciones más claro habrá que decírselo: hace falta tener cara dura para alardear de haber «extendido derechos» cuando es un gobierno autonómico presidido por un miembro de la Ejecutiva del PSOE el que impide que en Cataluña los padres puedan educar a sus hijos en la lengua común de todos los españoles y el que envía a su policía de la moralidad lingüística a imponer sanciones a los comerciantes que sigan la lógica del mercado y no la de la quimera del nacionalismo idiomático. Está muy bien que -polémica sobre la denominación al margen- se haya garantizado la igualdad de derechos civiles a las parejas homosexuales, pero la trascendencia de ése y otros rasgos similares queda minimizada por la gravedad de que cientos de miles de españoles vean bloqueadas algunas de sus libertades individuales básicas ante la abulia e incluso la complacencia de Zapatero. ¿Para qué sirve la Alta Inspección del Ministerio de Educación?

Es también ese gobierno autonómico presidido por un miembro de la Ejecutiva del PSOE el que insta a la Federación Catalana de Fútbol a desobedecer a la Española para que se visualice en el estadio que Cataluña es una nación capaz de tratar de tú a tú a los mismísimos Estados Unidos. Y el que denomina «presos políticos» a los malnacidos que facilitaron los datos que permitieron a ETA asesinar a concejales del PP. Y el que rinde homenaje al trastornado que fue condenado por hacer apología del terrorismo. Y el que financia películas para exaltar la rebelión de los catalanes contra la Monarquía española.

Todo esto tiene el aval explícito o al menos implícito de Zapatero. Como también lo tienen las galescolas de la Xunta o las prácticas equivalentes que en materia de uniformidad lingüística y represión de la libertad de comercio está poniendo en marcha el Hexágono Balear. Qué casualidad: otros dos ejecutivos autónomos presididos por sendos dirigentes del PSOE en los que los nacionalistas más radicales han instalado sus nidos y campan a sus anchas. Que Navarra sea la excepción a la regla puede deberse a un mero reflejo de autoconservación con fecha de caducidad de cara a las elecciones generales o a un genuino ataque de vértigo ante la dimensión que ha adquirido ya la discordia territorial, con Ibarretxe preparando su referéndum ilegal para comienzos de 2009 y Carod anunciando el suyo para 2014.

Pero que nadie se ponga nervioso. Todo está controlado porque el Gobierno de España ya tiene logotipo. Véase pues el rasgo, el modoso rasguito, el guitarrero rasguillo, el tipográfico rasguño en la amplia hoja de servicios que Zapatero viene prestando a quienes tratan de destruirnos.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.