El rayo verde

Dicen –o dicen que dicen– que, al ponerse el sol, en ocasiones, en ese instante final en que sólo su corona queda por refugiarse al otro lado del horizonte, un rayo verde e incongruente, un último fulgor esmeralda, resplandece como un soplo donde se acaba el mundo y da paso a la noche, prosaica de repente. Pasa, dicen, pocas veces. Muy pocas, casi ninguna. Muy raramente. Al nivel del mar, o en el mar mismo. Si la mirada no encuentra obstáculos. Si la tierra está más caliente que el aire. Si no hay nubes. Si está uno en racha. Si el aire está excepcionalmente limpio. No es el meñique de Zeus prolongado hasta el cielo, ni una explosión fulgurante que atravesara el alma como un estornudo. No es la mirada afilada de la mujer de hielo que sólo se ve a sí misma. Es, como a menudo sucede con las cosas importantes, un óvalo achatado que sólo por su escasez importa: lo esencial, por lo visto, no tiene tamaño y lo sublime se oculta entre los desechos. Julio Verne aseguraba –cuando no escribía de globos– que el rayo es «de un verde que ningún artista podría obtener jamás en su paleta, un verde del cual ni los más variados tintes de la vegetación ni los tonos del más limpio mar podrían nunca producir un igual». Los franceses, cuando se ponen, se ponen. «Si hay un verde –concluía– en el Paraíso, no puede ser salvo de este tono, que es muy seguramente el verdadero verde de la Esperanza». Verne espolvoreaba exclamaciones que le he ahorrado al cajista, pero la idea es clara: el rayo es verde. Un fenómeno a caballo ente lo óptico y lo poético que convierte al observador (que es quien merezca observarlo) en improbable elegido con algo de lo que presumir en el largo otoño que acaba donde acababa el padre de Jorge Manrique.

Dicen –o dicen que dicen– que un espejismo ubicado con tino sirve de ayuda. Estas cosas no las sé, claro: las busco, las copio y las olvido. Un espejismo, como toda ofuscación, incrementa el pasmo; o aumenta el gradiente de densidad en la atmósfera y, con él, la refracción. ¿Cabe mayor derrota para la ciencia que la de recomendar una ilusión para hacer visible otra? ¿En qué momento la lírica le torció el brazo al saber formal y redujo a verso tanta prosa? Dice la leyenda (y repite Verne) que dos personas que vean el brillo al tiempo quedarán enamoradas para siempre. Como si dos personas que encararan el atardecer juntas no lo estuvieran ya. En las páginas de El Rayo Verde, son Elena y Olivier los héroes imantados que escrutan, por indicación de sus tíos, en el horizonte su destino. Buscan el sol en Escocia, que ya es buscar, y un día salen las nubes y otro día salen más; y una tarde cruza el cielo una bandada de pájaros y otra tarde un velero aparca –con puntería admirable– donde el rayo iba a aparcar primero. Creyendo ansiar el amor, ansían, sin saberlo, condiciones climatológicas precisas: que los últimos hilos del día se desplieguen como un prisma en la baja atmósfera para que sólo alcancen sus ojos las frecuencias verde y amarilla. En Escocia –que es Asturias, pero con fantasmas de piedra– Cupido sabe de física lo mismo que yo, así que desmonta el arco y, con arrastrar de pies, abandona el plató para que pueda entrar –más formado– el hombre del tiempo.

Pasa un siglo. En un instante. Lo que tardan en pasar los siglos de los otros. Otro francés, Éric Rohmer, improvisa, sin guión, una película con Marie Rivière. Dicen –o dicen que dicen– que con una cámara de 16 mm y un equipo mínimo. «No soy terca», defiende en la película Delphine, el personaje que Marie encarna, «la vida es terca conmigo». En su quinta comedia y proverbio, el director francés (cuando se ponen, se ponen) hace que Delphine persiga el Rayo en Biarritz para sancionar un amor estival: un joven recogido junto al tren, de esos que en otoño ya son viejos. Delphine, vestida de rojo, sedienta de verde, se sienta con Jacques frente al mar, y mira y mira y mira y mira, sueña con un imposible que dé por buena su vida. Rohmer, que se toma a Verne en serio, enfrenta a diario el poniente. Quiere atrapar el milagro. Al acercarse el ocaso, planta la cámara en la arena y mira sin parpadear el oeste. De lunes a domingo, todos los días. Como Elena y Olivier. Como Jacques y Delphine. Como cualquiera. Cada tarde carga el chasis con película nueva, limpia la lente, apunta con ella al sol y enjaula su muerte, rojiza siempre; incapaz de renunciar al sueño de rodar un sueño; ¿no es labor del cineasta filmar lo que no se ve?

En las últimas páginas de Verne, Elena Campbell y Olivier Sinclair se miraban a los ojos frente al mar de Escocia, ciegos –por predestinados– a la gema fugaz con que el sol, después de todo, firmaba su desapercibido manifiesto. Ciento cuatro años más tarde, Rohmer gana el Festival de Venecia con Le Rayon vert. Su fábula improvisada. La de final más incierto. Nunca pudo filmar el destello, aquel «último vistazo» que Verne definiera. No tuvo más remedio que rendirse y acabó trucándolo en laboratorio. Por ser incapaz de atraparlo, logró preservar, para siempre, su misterio.

Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.

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