El recuerdo de nuestros muertos

Hace ya más de dos años que buen número de historiadores, de un amplio abanico de tendencias y especialidades, estamos coincidiendo esencialmente en nuestros escritos sobre la importancia de no confundir memoria con historia, ni interpretaciones actuales ideologizadas -y políticamente interesadas- de la Transición de 1975-78 con la secuencia de hechos y posibles alternativas de aquel momento histórico, con sus luces y sombras.

Desde que se anunció la Ley de Memoria Histórica, atizando todo tipo de polémicas y malentendidos, y situando el pasado en la arena política más inmediata, despreciadora de cualquier diálogo reflexivo, hemos presenciado deslizamientos, más o menos subliminales pero evidentes, como el de llegar a considerar que pueda haber asesinatos políticos menos malos que otros según procedan del bando en que cada cual se inscribe. No hace mucho se recogía en este periódico el asombro, la perplejidad y el escándalo ante la perversión de sentimientos que suponía la declaración de algún ciudadano que manifestaba su desolación por no tener ni siquiera el consuelo de que su familiar asesinado no lo hubiese sido por Franco, sino por los propios republicanos. Sabemos que posiblemente su sentimiento es más complejo que esa triste declaración, pero es dolorosamente significativa de la confusión a la que nos lleva el sectarismo y la falacia de una memoria colectiva de algunos grupos políticos e intelectuales (¡ay, el síndrome de Siracusa de éstos!).

La falta de cultura política como consecuencia de 40 años de dictadura y su aislamiento de las vivencias europeas; la ignorancia o la indiferencia, en amplios sectores intelectuales y políticos españoles, a lo que ha sido la historia de la violencia organizada por los totalitarismos del siglo XX, no sólo la de los nazis y fascistas sino también la del comunismo en todos los países en que se adueñó del poder político, con millones de muertos; el interés político de desviar hacia el pasado los errores del presente, negando así toda responsabilidad respecto a sus actos concretos; todo ello está en el trasfondo de esa indulgencia asimétrica que exculpa los crímenes que proceden de los que considera de su bando y que se alza sectaria y falazmente con una supuesta superioridad moral frente a los supuestos adversarios enemigos. Por eso el lugar natural del pasado no es la memoria manipulada con mejor o peor intención por los políticos de turno, reproduciendo con frecuencia actitudes autoritarias de una herencia sesgada, sino la historia y la reflexión histórica que no utiliza las víctimas del pasado para encubrir las víctimas y los fracasos del presente.

Era inevitable (¿?) que el resurgimiento político en nuestro país de la espiral de agravios de hace 70 años y de la no aceptación de la realidad histórica de hace 30 (véase la magnífica serie de Victoria Prego sobre la historia de nuestra democracia, documento imprescindible para toda educación ciudadana) desembocara en esta era mediática en un espectáculo falto de compasión y de respeto hacia los muertos. Entiéndase bien, una cosa es el derecho de los familiares a poder rendir culto a los suyos con justicia y reconocimiento público, si así lo desean, y otra muy diferente es la presión sobre las familias para que se ajusten más o menos a guiones político-culturales preestablecidos desde el poder y la influencia mediática.

Hace más de un año, en un foro internacional en el que se tocaba especialmente este delicado y vital tema de la historia y de la dialéctica entre memoria y olvido, se reflexionaba sobre el problema de que el necesario uso del recuerdo y de la memoria no debía nunca ser utilizado para fortalecer el traumatismo o «la conmemoración de las catástrofes que han asolado a un pueblo», en frase de Bruckner, sino para -sin ocultar ni fracasos ni errores históricos- reforzar «la única memoria imprescindible para que una sociedad pueda funcionar: la que puede mantener vivo el origen del derecho, la que apunta a una pedagogía de la democracia». Pues bien, en ese contexto, un par de intervenciones de españoles en el coloquio aludieron directamente a la necesidad de desenterrar los restos de García Lorca para rendirle en monumento visitable para extranjeros y nacionales el culto debido (sic) (como si Viznar no fuera uno de esos «lugares de la memoria» en la que simbólicamente están todas las víctimas) y, expresamente, se puso en cuestión el derecho de la familia que se negaba -sabia y respetuosamente, en mi opinión- al levantamiento de la fosa de Viznar. Se dijo, como también hemos oído estos últimos días, que «García Lorca era de todos» y no de la familia, a lo que hubo de recordar que lo que es de todos, del disfrute de todos, es en todo caso la obra de García Lorca, sus maravillosos escritos y poemas que han conformado nuestro mundo emocional, ético y estético, la historia que conocemos de su vida luminosa, la condena sin paliativos por su muerte injusta y violenta, pero no sus pobres cenizas, sus huesos desamparados, sobre los que sólo los familiares pueden llorar y reconstruir sus espacios vacíos.

«Los muertos -escribió Ellroy- moran en tus espacios vacíos. Hacen que el corto periodo que tenemos de vida sea audazmente valioso. Construyen recuerdos alternativos. Su historia pública se convierte en tu reserva privada. Inducen una mezcla de ánimo de venganza y compasión. Refuerzan la firmeza moral. Te enseñan a amar con un toque más tierno y a temer y a venerar tus obsesiones».

«Un muerto está indefenso -escribió Javier Marías en uno de sus escritos breves más emocionantes y rigurosos a propósito de otros tipos de manipulación de los muertos-; un muerto no controla su aspecto, su último gesto, su expresión, su rictus, su putrefacción más tarde. Es el ser más indefenso y nadie tiene derecho a mirarlo así, desprevenido. No se trata sólo de ahorrarles la impresión o la desagradable visión a los vivos, sino sobre todo de proteger al que muere de los curiosos o espantados ojos de esos vivos». El gesto delicado de cubrir la cara del cadáver, escribía Marías, era lo primero que se hacía y lo hemos visto mil veces, en la vida y en la ficción, pero «ya no, en esta época infame». Hemos asistido públicamente a la presión realizada sobre la familia de García Lorca, a las opiniones públicas y privadas que descalificaban su respetuosa resistencia y, si ahora los familiares del poeta acceden -sobre todo, según parece, para no oponerse a otras familias que tienen también a sus muertos en la misma fosa- deben saber que de ellos ha sido siempre y sigue siendo la razón y la compasión.

Pero preocupa especialmente el afán de intervencionismo de determinados sectores políticos y culturales-mediáticos. No sólo quisieran mandar todo lo posible en nuestras vidas, sino también en nuestras muertes. «Perdimos la muerte», escribía Blanchot en El diálogo inconcluso, desde una perspectiva filosófica. Ahora, también la perdemos pragmáticamente. Toda muerte es estrictamente individual y, como es sabido, todas las culturas han tenido como uno de sus fines principales intentar dar un sentido a esa extinción escandalosa, siempre injusta, ininteligible, contra la que protestaba apasionadamente Unamuno: («..yo no dimito de la vida, se me destituirá de ella...»), pero todavía es más difícil de integrar -o sencillamente es imposible- la muerte violenta. «¡Ay de nosotros! -se lamentaba Heine-, cada palmo de terreno ganado por la humanidad cuesta torrentes de sangre. ¿No es este un precio demasiado elevado?... Cada hombre aislado es un mundo completo, que vive y muere con él, y cada losa de cada tumba cubre una historia universal...».

El siglo XX presenció unas matanzas masivas organizadas -fascismo y nazismo por un lado y los gulags leninistas y estalinistas por otro- que transformaron nuestra percepción de la condición humana y de la propia historia. Dar un sentido a la muerte violenta organizada es algo que se ha intentado históricamente desde la perspectiva teológica y, a partir de la Revolución Francesa, desde la perspectiva política y del culto a los héroes muertos y a sus monumentos, pero que desde el siglo pasado no ha sido ya nunca suficiente ni consolador. Lo que Savater llamó en alguna ocasión «martirologio laico», aludiendo a la vampirización que la sociedad o los políticos hacen de los muertos heroicos y su intento de legitimación, no debe ser aceptado en nuestras sociedades democráticas cuando se convierte tal martirologio en un partidismo que banaliza la muerte y desata una falsa memoria colectiva, que reproduce la vieja espiral de odio y resentimiento. El delicado equilibrio entre la Justicia, la Historia, la memoria y olvido, es un tejido social que, como señaló Umberto Eco, forma parte de una herencia cultural y mental, de mezcla de memorias y olvidos, que es imprescindible para continuar en el futuro.

No podemos recordar todo, minuciosamente, porque enloqueceríamos. Como han señalado tantas veces pensadores actuales como Ricoeur, Kosellek, Eco, Heller, Todorov, Safranski, el olvido (sobre todo «el olvido activo», el que no «cae» sino que se «echa al olvido», como el idioma español matiza sabiamente) forma parte de la memoria. La memoria es una selección que supone un margen de olvido. No solo inconsciente, sino también consciente. Toda memoria es individual, pero cuando se forma el estereotipo de una memoria colectiva, el riesgo de paralización y división de la sociedad puede aumentar espectacularmente. Wole Soyinka, el Nobel africano (1986), decía no hace mucho que si bien la memoria «es fundamental para la Historia... también puede dañar la sociedad... puede ser negativa para proyecciones futuras». Por ello, la Historia hay que dejarla a los historiadores y resistirse a su posible manipulación desde el poder político, siempre con su visión a corto plazo de permanencia por encima de todo. Alimentada tal memoria de «falsos recuerdos» o de recuerdos maniqueos de tipo victimista, no contribuirá al desarrollo de una ciudadanía libre y proyectada hacia el futuro, sino que la paralizará como en el famoso cuadro de Goya, con los dos contendientes enfangados con las estacas. Jorge Semprún, que sabía bien de qué hablaba, después de una profunda exposición sobre la diferencia entre la memoria y la historia, y la historia y la literatura, acababa en una entrevista sobre su libro Veinte años y un día con estas frases: «Me gustaría añadir que es posible que el olvido sea -forme parte- de un procedimiento democrático. Después de la dictadura de los Treinta, se prohibe en Grecia recordar los acontecimientos del pasado. Y el primer artículo del Edicto de Nantes (la primera vez que se reconoce la «necesidad de tolerar»), que termina provisionalmente con las guerras de religión en Francia..., empieza diciendo que está prohibido «rappeler le trouble du passé». Convertir, pues, la memoria en historia -historia abierta, pero historia, no identificación emocional inmediata con los recuerdos subjetivos de cada cual, o peor, con otros manipulados ideológicamente- y dejar descansar y honrar a los muertos, forma parte de nuestra convivencia democrática. Explicar no es exculpar, comprender no es perdonar, pero la explicación y la comprensión son las bases sólidas para seguir adelante.

Carmen Iglesias, catedrática de Historia, miembro de la Real Academia Española y presidenta de Unidad Editoral.