El referéndum del odio

En este domingo roto del 1 de octubre, aniversario de una derrota colectiva que se ensalzó como día de la victoria y de una presumida victoria que se consumará en inevitable derrota, independientemente de lo que acaezca, España asiste dolorida a otromomentum catastrophicum. Éste es justamente el expresivo título de la novela que Baroja publicó hace casi 100 años y con los mismos protagonistas antaño que ahora. Todos ellos mancomunados en su afán por destruir España. "Gentes mezquinas que necesitan que España se disgregue" y que, en su afán por desbaratarla, no dudan en "excitar el odio interregional y fomentar el cabilismo español".

En aquel alegato contra el nacionalismo, don Pío repara en su sello distintivo -"la vanidad, la antipatía y el interés"- y en su contribución para que se perpetúe la incapacidad de los españoles para soportarse los unos a los otros y para conservar una concordia que cuesta Dios y ayuda conseguir, como en el año de gracia de 1978 en el que se obró una milagrosa Constitución de Consenso.

Aquel esfuerzo conciliador e integrador para encerrar a los demonios familiares amenaza con romperse al contener en su interior la semilla de la discordia de unos nacionalismos tan desleales como bulímicos en su ambición. Tamaño dislate supondría destapar la caja de Pandora y esparcir males de toda laya que no conocen de confines, como ya demostró al teñir de sangre la Europa del siglo XX y ensombrece la del XXI.

Atendiendo a la madre Historia, habría que adoptar la prevención y cautela hecha costumbre de nuestro señor Don Quijote que, viendo el burro venir, ya se apercibía de las patadas que pudiera propinarle. Desgraciadamente, pese a los avisos, ha sobrevenido la hora crítica en la que el Gobierno de la Nación se enfrenta no sólo al desafío independentista, sino también a quienes quieren aprovecharlo desde la izquierda podemita para organizar la voladura de la España constitucional.

Pablo Iglesias marcha por la senda de las tesis de Lenin, quien se valió de la reclamación del derecho de autodeterminación para socavar al Imperio zarista. Apenas aprehendido el poder, Lenin impugnó la autodeterminación de las repúblicas y las recondujo por la fuerza. Todo les vale a nacionalismos y populismos de izquierda con tal de derruir la nación española.

Por eso, Rajoy debe enfrentar con todas las de la ley una jornada como la de hoy y no remitirse, como el 9-N de 2014, al argumento de que se trata de un referéndum aparencial, que lo es, pero, como alecciona Baltasar Gracián, "las cosas no pasan por lo que son, sino por lo que parecen". Así, el general Queipo de Llano se adueñó de Sevilla con dos escuadras de moros de los Tercios de Regulares e hizo prosperar su alzamiento en un bastión de la izquierda. Sin llegar al centenar de mílites, fingió comandar el Ejército de África al montar sus huestes en cinco camiones y darles vueltas en carrusel amplificando su efecto visual con sus bravatas radiofónicas, como los independentistas, mientras la mayoría silenciosa se desentiende. Afortunadamente, ésta dio ayer signos de reacción echándose a la calle en algunas ciudades de Cataluña. Principalmente, Barcelona.

Esa técnica del golpe de Estado ya se ensayó el 9-N. Si otrora se hizo desfilar ante urnas de cartón y se fotografió al millón largo de secesionistas que, incomparecente el Estado, presentó como deseo generalizado el anhelo de una minoría cuando más de cuatro millones no estaban por la labor, hoy lo procurará igualmente. Esta segunda función teatral se desarrollará con urnas opacas made in China que, muy probablemente, lleguen embarazadas de votos antes de la apertura de los mercadillos de votación ilegales.

Ante el golpe de Estado separatista, irrita la carencia de una política anticipatoria. Tiene más razón que el santo que no es Felipe González, aunque en su propio partido se la nieguen, cuando avisa de que el artículo 155 de la Constitución debía haberse aplicado hace tiempo. Más vale una vez colorado que ciento amarillo. Quizá abríase evitado que la bola de nieve, lejos de derretirse, ruede como ahora con serio riesgo de aplastar a todo quisque que pille en su acelerado deslizamiento. Lejos de apaciguar al independentismo, lo ha envalentonado.

Si Rajoy repite hoy el error del 9-N, recalcitrante en su parsimonia, hará que muchos españoles -votantes y militantes del PP, entre ellos- se interpelen si el error no es el propio Rajoy. Ello les impulsará a proclamar como antaño Ortega en su alegato contra la designación del general Berenguer, jefe del Cuarto Militar de Alfonso XIII, como sucesor de Primo de Rivera: "¡Españoles, vuestro Estado no existe! Reconstruidlo".

Es quimérico un Estado sin nación como se perfila España, pues la idea (la nación) es lo que sustenta al Estado como sintetiza Robert Musil en El hombre sin atributos. Su protagonista es un personaje sin voluntad en el que algunos ven retratado a Rajoy. No es el momento de preferir la precisión del reloj parado -al menos dos veces, da la hora exacta- a tomarle la hora a un país en crisis, no ya económica, por fortuna, sino de desmembración por parte de quienes sacan las hijuelas a la nación más antigua de Europa.

Rajoy no puede afrontar esta encrucijada con la flema del registrador que autoriza rutinariamente la inscripción de una finca segregada. Antes bien, debe asumir su alta magistratura, en vez de sucumbir a ella. Ya dijo el clásico que "las diminutas cadenas de los hábitos son generalmente demasiado pequeñas para sentirlas hasta que llegan a ser demasiado fuertes para romperlas".

Entre el esperar y ver del PP y una desbarajustada reforma constitucional del PSOE para contentar a nadie, repitiendo el vano denuedo del 78 en lo tocante al anclaje nacionalista, toca reedificar la nación antes de que desaparezca porque, como resolvió Azaña, tras tenérselas tiesas con Ortega sobre el Estatuto de 1932, el manantial de perturbaciones catalán es "la manifestación aguda, más dolorosa, de una enfermedad crónica del pueblo español".

Pero qué decir en contra de ello si la universal Iglesia Católica ha devenido estas fechas en una especie de Confederación de Iglesias Autónomas de los Pueblos del Estado, cuyo designio y rumbo marcan en la práctica obispos que, de forma discreta o subidos al púlpito, son confesos independentistas. Entre tanto, la mayoría del Obispado opta por silencio de corderos, siendo sus pastores, para no exteriorizar su desencuentro en lo que hace a la unidad de la católica España.

Ha nacido un nacionalcatolicismo de nuevo cuño para reemplazar al que cobijaba bajo palio al Caudillo, superado merced a la tarea ímproba del cardenal Tarancón, siguiendo la estela del concilio Vaticano II, en pro de la reconciliación nacional. Da grima que lo que no logró el nacionalismo vasco en los años de plomo de ETA -no desfigurar el mensaje de la Conferencia Episcopal- pueda torcerlo el independentismo catalán echado al monte.

Al margen de cómo se resuelva la asonada independentista, haciendo gala de una manipulación que deja en pañales las postverdades del Brexit, y de las que se jactaron sus rufianes nada más consumar la fechoría, va a ser muy escabroso restañar las heridas infligidas a la convivencia, por más que el odio se coloque una careta sonriente y se exprese en tono amistoso, cuando su corazón rebosa hiel. Así, se pasa del franquista "Rusia es culpable" de Serrano Súñer al "España nos roba" del nacionalismo.

Escuchar al abacial Junqueras, como el que repasa las cuentas del rosario, que no están haciendo nada malo y exaltar con sensiblería hipócrita su amor a España como el que va con flores a María, mientras exhibe las urnas opacas del referéndum ilegal, no deja de mover al pasmo. No cabe duda de que, gimoteando, han sabido «hacer la fortuna a pucheritos», como llegó a decir un ilustre catalán con cargo de Gobierno de sus "buenos paisanos del hilado y el tejido", harto de que siempre se sintieran desatendidos, pese a los privilegios percibidos.

Ante la pasividad de los Gobiernos de la Nación, el nacionalismo moviliza a una minoría muy activa. A estos hijos de la ira les han inculcado una inquina a España que se alimenta de mentiras flagrantes. No en vano el nacionalismo prima el odio a lo demás, en contraste con el verdadero patriotismo. Por eso, desterrar esa malquerencia va a resultar una tarea hercúlea. Basta observar a escolares como mástiles humanos de las esteladas y escuchándoles salmodiar las consignas que le insuflan sus profesores de Formación del Espíritu Nacional (FEN), remedos de aquellos otros adoctrinadores del falangismo franquista, que los arrastran a sentadas ante los cuarteles de la Guardia Civil.

Lástima que el ministro de Educación se limite a cubrir el expediente alzando la voz, como si fuera un mero ciudadano del común, y no ponga remedio a este adoctrinamiento fascista. Llegado a ese punto de abyección, es imposible no rememorar con horror la ceremonia orwelliana de los Dos Minutos del Odio, mientras se proyectaba la imagen de rasgos simiescos de Emmanuel Goldstein, enemigo por antonomasia del Gran Hermano y cuya mera existencia legitimaba el intrusivo poder paternal de quien esclavizaba a los habitantes de Eurasia.

Ello anticipa el totalitarismo sonriente que se quiere implantar en Cataluña en sintonía con la distopía orwelliana de 1984. Hay que odiar a los que no son independentistas y hacer que se sientan extranjeros en su propio país, hasta hacerlos que sientan vergüenza, a modo de chivos expiatorios sobre los que descargar culpas propias. Es lo que ocurre cuando se dice adiós a la libertad de espíritu, cubriéndose las orejas con la barretina de la estrechez de miras y el odio ciego. Momentum catastrophicum el de este referéndum del odio bajo la careta de sonrisas que hielan.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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