El reformismo de hoy

Se puede decir que en el código genético de la socialdemocracia se encontraba el reformismo. De hecho, inició su singladura, hace ya más de un siglo, cuestionando el dogma dominante entre aquellos que conformaban el movimiento obrero y aceptando lo que hasta entonces había sido su mayor enemigo: el capitalismo.

La socialdemocracia apostó por reforma frente a revolución. Y lo hizo porque adquirió la conciencia de que a través de la reforma del capitalismo se podían alinear los beneficios del mercado con la equidad y el progreso social. Desde entonces, esa visión, que posteriormente dio lugar a la economía social de mercado, ha aportado décadas de gran prosperidad a toda Europa y un amplio espacio para la consecución de grandes conquistas sociales.

Esta combinación de actitud crítica y reforma nos ha de acompañar siempre, porque siempre será necesaria para el progreso de las sociedades.

Y lo es porque la sociedad está en continuo proceso de transformación: el poder económico se desplaza a oriente, las nuevas tecnologías alteran las viejas estructuras empresariales, el desafío del cambio climático condiciona el uso de la energía y el envejecimiento de la población nos obliga a replantear el sistema de pensiones para garantizar la sostenibilidad del Estado de bienestar.

Y por si fuera poco, esta crisis tan profunda, tan compleja, tan cambiante, sin ser la causa de las reformas, sí que se ha convertido en un síntoma que ha puesto luz a la necesidad de corregir nuestros desequilibrios.

Una necesidad de cambio profundo que exige el espíritu reformista que ha demostrado el Partido Socialista desde el principio de nuestra democracia.

Porque fueron cambios profundos la implantación del Estado de bienestar, con la universalización de la educación, la sanidad y las pensiones. O la incorporación a Europa y la reconversión industrial, que acometieron los Gobiernos de Felipe González.

Y también lo han sido, en el campo de los derechos de ciudadanía con más nitidez, pero también en el campo económico, las transformaciones llevadas a cabo por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

Basta señalar reformas globales que atañen a la base del modelo de crecimiento como la Ley de Economía Sostenible, y sectoriales, como la reforma de la Ley del Suelo, la reestructuración del sistema financiero, en especial de nuestras cajas de ahorro, o como las que se están desarrollando referidas al sistema aeroportuario y portuario.

Esta agenda de cambio contrasta con lo que hicieron los Gobiernos presididos por Aznar. Aquellos Gobiernos básicamente se limitaron a rematar el proceso de consolidación fiscal que había iniciado el ministro Solbes en1993 y para ello acometieron un proceso de privatizaciones, sin una regulación que fomentase la competencia, haciendo que la esencia de la transformación empresarial de aquel Gobierno fuese privatizar, sin liberalizar.

Más allá de este proceso hay muy poco que añadir a sus reformas.

En realidad, el gran legado del Gobierno conservador fue implantar una ley del suelo que contribuyó a alimentar una burbuja inmobiliaria, a la que bautizaron como milagro económico; considerar unos ingresos fiscales coyunturales como estructurales y gestionar una coyuntura irrepetible, caracterizada por una generosa entrada de fondos europeos, bajos tipos de interés y abundante fuerza laboral inmigrante de bajo coste.

Esa fue la herencia recibida del Partido Popular: una economía de apariencia saludable, con cifras positivas de crecimiento, pero que había agudizado hasta el extremo sus desequilibrios y debilidades estructurales.

Cuando llegó José Luis Rodríguez Zapatero al poder trató de corregir este legado económico con una intensa apuesta por capitalizar nuestra economía, triplicando la inversión pública en Investigación y Desarrollo y duplicando el gasto en educación y en modernizar nuestras infraestructuras de transporte.

Además de las políticas de inversión, se abordaron cambios regulatorios esenciales, como la reforma del sistema de defensa de la competencia, o la liberalización en el sector servicios que estamos llevando a cabo.

Y ahora es el momento de emplear toda esta capacidad reformista para resolver los grandes desequilibrios estructurales de nuestra economía.

Y se debe hacer desde el conocimiento de nuestra realidad, sin falsas ideas preconcebidas. Porque cuando hablamos de nuestro problema de deuda debemos de saber que no es tanto su tamaño, que por cierto es en dos tercios privada, como su naturaleza.

Esta realidad la cuantifica acertadamente un reciente informe de la Comisión Europea que señala que el 75% del incremento de los ingresos fiscales entre 1995 y 2006 era de naturaleza transitoria y claramente vinculado a un insostenible boom del mercado inmobiliario.

Y es en este apartado donde se debe hacer un necesario ejercicio de autocrítica. Porque pese a haber sido el único Gobierno de la democracia que ha conseguido tres superávits presupuestarios, no se evaluó adecuadamente hasta qué punto nuestra economía estaba viviendo por encima de sus posibilidades.

La economía española se alimentó de una gran cantidad de crédito exterior que sirvió para inflar una burbuja inmobiliaria, que a su vez generaba abundantes ingresos para las arcas públicas de marcado carácter coyuntural.

Por tanto, debemos situar en el pinchazo de burbuja inmobiliaria la explicación a la mayor parte de nuestro déficit presente, y no en las políticas de estímulo del Gobierno.

Un déficit con un importante peso estructural que nos obliga a encontrar un nuevo equilibrio entre ingresos y gastos de las administraciones públicas.

Equilibrio que afrontaremos desde principios socialdemócratas, conscientes de que la mayor traición que podríamos a hacer al modelo social de mercado es dejarlo inalterado y esperar a que se hunda por su propio peso.

Sabemos que precisamente uno de los mayores éxitos de nuestro Estado de bienestar ha sido el aumento de la esperanza de vida. Y sabemos también que sobre ese éxito se esconde uno de sus mayores desafíos: la sostenibilidad del sistema de pensiones y del sistema sanitario.

Por eso no podemos ignorar el reto demográfico y es necesario abordar la reforma de nuestro sistema de pensiones contando con el consenso de los grupos políticos, al igual que se acordó con todas las Comunidades Autónomas un pacto para promover la sostenibilidad del sistema nacional de sanidad.

Pero todo intento de reforzar nuestro Estado de bienestar sería inútil si no se abordan las reformas necesarias para incrementar la competitividad de la economía. Reformas centrales como la del mercado de trabajo, sobre la que los grupos políticos tienen la oportunidad de señalar sus aportaciones en el trámite parlamentario, y reformas para acelerar la necesaria reestructuración de nuestro sistema financiero o la estrategia energética en los próximos 25 años.

Reformas que faciliten la vocación emprendedora, que premien el trabajo bien hecho, que fomenten la competencia. Reformas para que nuestro sistema de protección social sea sostenible y lograr un equilibrio más justo y eficiente entre la red de protección global, los servicios públicos y los incentivos individuales.

Este es el camino que se debe seguir, porque no nos consolamos con la explicación maniquea de que los mercados se imponen a los Estados. Pretender que lo que funcionó en el pasado pueda ser solución en el futuro, ignorando los cambios que operan en el mundo, solo puede conducir a la melancolía y la resignación.

La mejor forma de ganar la batalla a la injusticia social, al desempleo, al deterioro del medio ambiente, es acelerar el ritmo de las reformas.

Porque un progresista deja de serlo cuando deja de cuestionar sus propios dogmas, cuando abandona su voluntad reformista de la sociedad y cuando se limita solamente a defender las conquistas del pasado.

José Blanco, vicesecretario general del PSOE y ministro de Fomento.