El régimen de La Habana acude al destierro político como otra forma de represión

Durante la mañana del pasado 25 de junio, la activista cívica y exprofesora de la Universidad de La Habana, Omara Ruiz Urquiola, no pudo regresar a Cuba desde el aeropuerto de Fort Lauderdale, al sur de Florida, luego de que los funcionarios de la aerolínea Southwest le comunicaran que apenas un rato antes habían recibido un correo electrónico procedente de la isla con la prohibición explícita de su entrada. Al preguntarles si existía alguna manera o recurso legal mediante el cual Omara pudiera abordar el vuelo, una empleada respondió que la multa alcanzaba los 20,000 dólares y que ellos no la iban a pagar.

Dos días después, me dicen sus familiares, acudieron a preguntar en las respectivas oficinas de Extranjería e Inmigración de la Terminal 2 del aeropuerto de La Habana y del municipio Playa, lugar donde reside Omara, y les dijeron que sobre ella no operaba ninguna restricción de entrada, respuesta que no sorprendió a nadie, puesto que algo similar había ocurrido unos meses antes con la profesora y curadora de arte Anamely Ramos, compañera de Omara en el acuartelamiento del Movimiento San Isidro en noviembre de 2020, y otra de las mujeres que en los últimos años se volvió una piedra en el zapato del poder político cubano, mezcla ambas de determinación, transparencia y sagacidad.

La Seguridad del Estado se oculta como un dios tiránico, viola las propias leyes migratorias del país y les arrebata a ambas la nacionalidad a través del destierro político, el último método de castigo en la rueda represiva del aparato policial del castrismo. No ha sido hasta ahora, luego de la creciente desobediencia civil que se vive en la isla, que los custodios del orden militar han acudido a un método tan extremo, aplicando un escarmiento general desde los casos particulares de ambas activistas. Pero, si bien en el último año y medio muchos disidentes cubanos han llegado al exilio para continuar afuera estudios académicos y luego volver a la isla, para escapar de la cárcel y la vigilancia constante, para empezar de cero una vida en cualquier otro lugar, o para participar en eventos de índole política o artística, Omara salió del país en enero de 2021 para recibir en Estados Unidos un tratamiento médico adecuado contra el cáncer de mama que padece.

Omara es paciente del Instituto Nacional de Oncología y Radiobiología de Cuba (INOR) desde 2005, y la sobreviviente más antigua de este tipo de enfermedad en la isla, a pesar de las múltiples irregularidades que ha sufrido allí a lo largo de los años, incluyendo la falta de medicamento, negligencias que se fueron acentuando a medida que su activismo cívico ganó protagonismo.

La desconfianza ante los diagnósticos que sugerían una posible mutación del cáncer, hizo que una institución benéfica de Miami le practicara a Omara una biopsia que negó de plano esa supuesta mutación. El suministro del tratamiento de siempre, terapias combinadas a base de anticuerpos monoclonales y citostáticos, logró en un año la reversión casi total de las lesiones.

A pesar de que en Cuba la estaban dejando morir, Omara desea regresar a su país. Su madre anciana, su casa en La Habana y la finca en usufructo que la familia habita en el Valle de Viñales, al occidente de la isla, son más importantes en su balanza emocional que el asilo político en Estados Unidos o en cualquier país de la Unión Europea, una posibilidad por la que muchos cubanos sacrificarían bastante, pero que a Omara no le interesa en lo más mínimo. Justo la vibrante tozudez de ese afán es lo que el poder político de La Habana quiere de una vez aniquilar.

Junto a su hermano biólogo Ariel Ruiz Urquiola, Omara formó un tándem de miedo que se atrevió a plantarle cara al castrismo en distintos frentes cívicos, ganando cada una de esas peleas particulares, ya fuere en la universidad, en la calle, en el campo, en el terreno simbólico o en la arena internacional. En 2016, con una huelga de hambre en las afueras del INOR, Ariel consiguió que el hospital comprara en el mercado extranjero los medicamentos de última generación que necesitaban, para su supervivencia, tanto su hermana como otras pacientes con similar enfermedad. Dos años después, con una huelga de hambre y sed, logró revertir los cargos de desacato que pesaban sobre él y que pretendían hundirlo en la cárcel por haberse enfrentado a unos guardabosques que deliberadamente habían hecho estragos materiales en la finca familiar. Ariel está convencido, sin embargo, de que en esa huelga la policía política lo contagió por vía endovenosa con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH).

Con el cúmulo de agravios e injusticias sufridas bajo el brazo, este 4 de julio Ariel se presentó en las afueras de la sede de las Naciones Unidas en Ginebra, Suiza, dispuesto a no ingerir alimento ni beber líquido alguno hasta que los ejecutivos y miembros del Alto Comisionado para los Derechos Humanos se pronuncien en favor suyo y de su hermana, víctimas que han sido consistentemente despojadas de sus derechos elementales por el Estado castrista. “Los hermanos Ruiz Urquiola”, dice en un punto el documento que prepararon para el Alto Comisionado de las Naciones Unidas, “volverán a Cuba de cualquier forma, como las piedras al río, como el río al mar, como el mar a la tierra, como la tierra a nuestros hogares, y como el hogar a nuestras almas”. No es la primera vez que en el destino particular de esta familia se decide también la suerte de los demás.

Carlos Manuel Álvarez es periodista y escritor cubano. Ha publicado el libro de crónicas ‘La tribu’ y la novela ‘Los caídos’.

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