El regreso de América Latina a 1989

Cuando en marzo Sebastián Piñera asuma la presidencia de Chile, América Latina reforzará su giro político a la derecha tras casi dos décadas de gobiernos de izquierda, que comenzaron con la elección de Hugo Chávez, en 1998, y siguieron con Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Chile, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, El Salvador y Perú. Hoy, cinco de ellos ya cambiaron de orientación política. El zigzag ideológico no es un retroceso en sí, pero el horizonte político en la región parece un déjà vu: hasta aquí, 2018 se parece mucho a 1989.

En la memoria, 1989 parece un tiempo distante. Venezuela era sacudida por la revuelta popular del Caracazo, Carlos Menem gobernaba Argentina y Fernando Collor de Mello ganaba las elecciones en Brasil. En México, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) dominaba de manera ininterrumpida México por sesenta años (y se mantendría once más en el poder). Mientras tanto, Chile vivía el último año de la dictadura de Augusto Pinochet; en Perú, Alberto Fujimori fundaba el partido Cambio 90, grupo con el que llegaría al poder al año siguiente.

Hoy, 29 años después, algunas cosas han cambiado poco. En 2012, el PRI volvió a ganar la presidencia en México, como comprobación de que las viejas costumbres no mueren. Venezuela vive otra convulsión social, ahora bajo la dictadura de Nicolás Maduro. En Argentina, el presidente Mauricio Macri pone en práctica políticas económicas que, a juzgar por el ministro de Economía de Menem, son muy similares a las que se impusieron en los años noventa. Aunque ya no hay dictaduras en los demás países, Collor, Fujimori y Pinochet —quien murió hace diez años— aún influyen, en diferentes niveles, en la política de sus países.

En Perú, Pedro Pablo Kuczynski, conocido como PPK, obtuvo una victoria muy estrecha contra Keiko Fujimori en la elección de 2016. Al empuñar la bandera del antifujimorismo y prometiendo representar una derecha moderna, ganó votos de la izquierda, que optó por el candidato que parecía un mal menor frente a la heredera política de un régimen que, entre otros crímenes, esterilizó a cerca de 300 mil mujeres indígenas.

Su promesa ha sido una desilusión. Menos de un año después, fustigado por el escándalo de Odebrecht, PPK se alió con Kenji Fujimori, el hermano menor de Keiko, para salvarse de una destitución. El presidente Kuczynski retribuyó la ayuda concediendo un indulto a su padre, pese a prometer en campaña que jamás lo haría. Condenado a veinticinco años de cárcel como autor intelectual del asesinato de veinticinco personas, Alberto Fujimori debió salir de la cárcel en 2034. Hoy, a los 79 años, mira desde el sillón de su casa cómo el Congreso peruano, de mayoría fujimorista, domina al país.

El déjà vu también persigue a los brasileños. En 1989, Brasil votaba por primera vez a un presidente después de décadas de dictadura. Había, entonces, una docena de candidatos. Pasaron a la segunda vuelta Luiz Inácio Lula da Silva —quien ganaría tres intentos después— y Fernando Collor de Mello, quien se presentó como el salvador de la patria y venció. Antes de terminar su mandato, Collor renunció para evitar ser destituido por corrupción.

Ahora, la historia se repite al revés. Después de la destitución de Dilma Rousseff, el escenario electoral brasileño de 2018 está tan convulso como hace veinte años. Se presentaron una docena de precandidatos, entre ellos Collor y Lula.

Collor no tiene muchas posibilidades de ganar, pero Lula sí: ocupa el primer lugar en las encuestas de intención de voto. Aunque la reciente confirmación de su condena por corrupción era previsible, su efecto en el futuro de Brasil no lo es. Con cierta certeza, el Tribunal Superior Electoral, que no permite la candidatura de personas con procesos judiciales abiertos, impedirá la candidatura de Lula para las elecciones de octubre.

Sin Lula da Silva en la contienda presidencial, la izquierda se fraccionará en tres o cuatro candidatos con discursos anacrónicos y radicales en contra del mercado, como si repitieran el discurso del Lula de 1989, cuando aún no era el político conciliador que llegó a la presidencia en 2003. Su salida también deja el camino libre a Jair Bolsonaro, líder de extrema derecha que va de segundo en las encuestas. Para que se entienda la amenaza que este exmilitar —quien ejerce su séptimo mandato en el congreso— representa para los valores democráticos, un ejemplo: cuando votó a favor de la destitución de Dilma Rousseff, exguerrillera torturada, aprovechó para homenajear al comandante del centro de tortura de la dictadura.

La popularidad de Bolsonaro también da indicios de que el Congreso brasileño, que será elegido en octubre junto al nuevo presidente, tendrá un perfil semejante al actual: el congreso que ha aprobado numerosos retrocesos en derechos sociales y al que podría describirse como el parlamento más conservador desde la dictadura. Se trata del mismo congreso que el año pasado llegó a debatir si se debía revocar la ley que garantiza el derecho al aborto en casos de violación, riesgo de muerte de la madre y malformación del feto.

Una de las victorias de Michelle Bachelet en su segunda gestión presidencial fue cambiar la ley de aborto chilena, una de las más severas del mundo y escrita en los años de Pinochet. Pero los progresos de Bachelet están amenazados: dos de los ministros ya nombrados por Sebastián Piñera —Isabel Plá, de Mujer y de Equidad de Género, y Emilio Santelices, de Salud— se han opuesto de manera pública a la nueva ley de aborto y podrían hacer frente común para invalidarla.

Piñera prometió que representaría a una “derecha moderna”, pero demostró lo contrario cuando se alió con el pinochetista José Antonio Kast, el diputado que está contra el aborto y el matrimonio igualitario, y a favor de otorgar indultos a los pinochetistas “que injusta o inhumanamente están presos”. También se dio a conocer que dos de los nombramientos de Piñera, entre ellos su ministro del Interior, tuvieron relación con el régimen de Pinochet.

Cuando Bachelet termine su gobierno, dejará a América Latina, otra vez, sin mujeres en el poder. Finaliza un ciclo que la presidenta chilena inició en 2006 y continuó con las victorias electorales de Cristina Fernández Kirchner en Argentina (2007-2015), Laura Chinchilla en Costa Rica (2010-2014) y Dilma Rousseff en Brasil (2011-2016). Se trata de otro retroceso cultural en un continente que le debe parte de la recuperación de la derecha a la ayuda de las iglesias evangélicas, que promueven agendas conservadoras, machistas y poco plurales.

La izquierda que sale de escena ahora, desinflada por sus tendencias populistas y acusaciones de corrupción, necesita un nuevo proyecto programático que no suene a conversación trasnochada de la Guerra Fría. Pero la derecha ha reaccionado como si la solución a todos los problemas sea entrar en una máquina del tiempo que nos arroje de vuelta a la década de 1980. Un buen comienzo para airear ese olor a naftalina sería que la derecha se comprometiera con los valores liberales, no solo en su discurso económico, sino en el social. Y que, de una vez por todas, rompiera sus vínculos con los regímenes militares.

Carol Pires es reportera política y colaboradora regular de The New York Times en Español. Vive en São Paulo.

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