El Regreso De La Autoridad (De mayo de 1968 a mayo de 2007)

Hace unos días, el diario conservador Le Figaro titulaba con una dolida expresión de Nicolas Sarkozy: «¿Por qué me odian?», se preguntaba el candidato de la derecha francesa a la presidencia de la República. La respuesta -tratándose de una izquierda como la gala, denunciada hoy en ABC por el economista y profesor Jacques Marseille- resulta fácil: Sarkozy representa todo lo que el anquilosado pensamiento seudo progresista detesta en Francia. La gauche divine -no podría definirse si no es en la lengua de Moli_re- se ha venido reflejando en una endogamia que ha practicado igualmente la derecha chiraquiana: burócrata, estatalista, centralizadora, hipócrita y perezosa.

Sarkozy es un hijo de inmigrantes húngaros -con una veta judía que inquieta a más de uno-; no es un enarca, es decir, no se ha formado en la aristocrática Escuela Nacional de Administración (ENA), cantera de la clase política francesa; ha roto todos los convencionalismos verbales tradicionales en los dirigentes del país vecino -nada le importó denominar racaille (gentuza) a los agitadores de los suburbios-; su vida sentimental y familiar es atrevida y transparente, bien lejana al blanqueamiento secretista de Mitterrand y Chirac, con un trastero de comportamientos impropios y apariencias impolutas.

Pero sobre todo, la izquierda francesa odia a Sarkozy porque el candidato de la UMP ha sentenciado a muerte la vigencia del acervo de contravalores que introdujo en la vida pública de aquel país y de Europa entera la revolución urbana del mayo francés de 1968. Cuando Ségol_ne Royal perdió los nervios en su cara a cara televisivo el pasado miércoles e insultó a su contrincante, todo el encanto de su telegenia, de su extraordinaria elegancia, de su dicción musical, se vino abajo para mostrar -también en la izquierda francesa hay que pelar la cebolla-la segunda capa que subyace en un socialismo galo agarrotado por cuarenta años de impostura que se contagió a una derecha que, después de Georges Pompidou, se conchabó con sus adversarios para aristocratizar la V República y sumirla en el océano de los tópicos cuya columna vertebral ha sido de forma permanente la peor de las demagogias.

La demagogia, siguiendo textualmente al DRAE, es «la degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder». Pues bien, el «prohibido prohibir» o la «imaginación al poder» de la revolución urbana de mayo de 1968 resultó ser la convulsión epiléptica de una sociedad inmadura que no quiso aceptar que la autoridad, la jerarquía, el esfuerzo y el rigor personal y colectivo eran, son y serán también los instrumentos de progreso de las naciones. La izquierda minó entonces las señas de identidad de las democracias europeas, mientras algunos intelectuales hacían su agosto y la labor de agit-prop cuando aún existía el telón de acero, la URSS se presentaba como un auténtico paraíso -en la República Democrática Alemana se vivía «la vida de los otros», titulo de una colosal cinta cinematográfica de esta temporada- y los libertadores aliados de la Francia ocupada comenzaban a convertirse en peligrosos adversarios de la grandeur.

Como ocurriera en 1789, nuestro vecino quiso hacer otra didáctica revolución cuya inercia ha durado gracias a Sarkozy -en el caso probable de que salga hoy elegido presidente por sufragio universal-apenas cuarenta años. Si a finales del XVIII la guillotina segó vidas pero recreó la ciencia política, elevando a las personas a la categoría de ciudadanos y fue el pórtico de la modernidad, hace ahora treinta y nueve años las turbamultas estudiantiles de la rive gauche del Sena parisino depositaron la semilla de la debilidad de la autoridad como expresión democrática acomplejada del poder legítimo y el relativismo de los valores como método intelectual para abordar cualquier cuestión académica, política o social.

Desde entonces -desde 1968- Francia ha sido renuente a todo tipo de reforma, a toda manera de unión profunda en el Viejo Continente -supremo ejemplo: el no al Tratado Constitucional de la UE-; ha creado una red burocrática de la que vive la mitad de su población activa; ha establecido un centralismo estéril que confunde el jacobinismo con la succión de las energías territoriales; ha envenenado las relaciones con los Estados Unidos; ha distanciado al Reino Unido del proyecto europeo; ha enturbiado las relaciones entre terceros países -véase el caso de España con Marruecos y a la inversa- y ha incurrido en todas las contradicciones de tal manera que una República como la francesa se comporta al modo de una monarquía burguesa; y un régimen laico por excelencia tiene en Notre Dame el punto kilométrico cero de la nación y practica la idolatría estatal.

Sarkozy ha dicho con claridad -la izquierda le acusa de hacerlo con «brutalidad»- que todo este sistema de complicidades se ha terminado con él si los ciudadanos galos le eligen como inquilino del palacio del Elíseo. Sarkozy devolverá al ejercicio de la autoridad el crédito democrático que merece y ese es, justamente, su principal compromiso, que es la piedra filosofal de la reforma que este hombre parece traer bajo el brazo. Si así fuese y conectase, como al parecer lo hace, con la canciller germana Angela Merkel, y tiene su réplica en el británico conservador David Cameron, sólo faltaría que Rajoy en España obtuviese una victoria suficiente en los comicios generales para que el liberalismo conservador restaurase una Europa en la que el nihilismo ha propiciado los peores y más peligrosos fenómenos: la inviabilidad del Estado del bienestar por el abuso de la demagogia; el desorden inmigratorio, igualmente demagógico; el vaciamiento de criterios éticos en los comportamientos públicos y privados como consecuencia de la dilución de las creencias religiosas como referencias válidas debido todo ello, asimismo, a la demagogia con la que se han utilizado conceptos como el de la tolerancia, la integración o la libertad.

Francia es admirable por su historia, por su literatura, por sus grandes personajes, por sus enormes hazañas bélicas, por sus logros intelectuales, pero no por la política y por sus clases dirigentes de las últimas décadas. La posibilidad -considerada una y otra vez- de abrir paso a la VI República ha sido, y aún lo es hoy, el síntoma de la fragilidad del Estado francés que ha debido soportar una conducción política endogámica y narcisista. Sarkozy viene a romper esta espiral destructiva desde una trayectoria diferente a todas las demás en la primera línea de dirigentes conservadores y desde un planteamiento nada convencional y libre de complejos. La entidad de Francia sobre el conjunto europeo hará que la elección de hoy no sea inocua para toda la UE.

Para España, nuevo oasis del adanismo presidencial de Rodríguez Zapatero, del pensamiento mágico de un socialismo transido del llamado pensamiento Alicia y solar de toda forma de permisividad y anacronismo sesentayochista, las elecciones francesas van a marcar un antes y un después. Porque si Sarkozy se hace con la presidencia de la República, quedará demostrado que la derecha reformista, con un discurso central yun buen esquema de valores, es capaz de rescatar de la abdicación a un Estado en crisis -crisis de autoridad, crisis de identidad-que, como el español, encamina una senda que otros -los vecinos del norte- ya han recorrido de fracaso en fracaso. Envidiemos a Francia por lo que está a punto de decidir -finiquitar con la revolución de 1968- pero no por la desastrosa exaltación, durante cuarenta años, del nihilismo demagógico.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.