La agitación que causó en Rusia el Grupo Wagner, de Yevgeny Prigozhin, tiene absortas a las capitales en todo el mundo, pero probablemente en ningún lugar tanto como en Pekín. No solo porque Rusia es un socio de confianza para China, sino también porque hay claras semejanzas históricas entre lo que ocurrió en Rusia este fin de semana de insurrección y los eventos de hace un siglo que debilitaron a China y la dejaron vulnerable a las invasiones.
Hoy Rusia corre el riesgo de quedar dividida entre cuatro o cinco facciones, cada una con su ejército. Además del ejército ruso y el Grupo Wagner, hay fuerzas menores que responden a Ramzan Kadyrov, militarista y alcalde de Moscú, y está la Guardia Nacional (oficialmente bajo las órdenes del presidente Vladímir Putin, pero fuera de la cadena de mando del ejército ruso). Otras fuerzas armadas diversas protegen los intereses comerciales de un selecto grupo de oligarcas rusos.
Cien años atrás, era China la que estaba dividida entre caudillos. La memoria colectiva de ese período es uno de los motivos por los cuales los líderes chinos están decididos a que las fuerzas militares sigan bajo el férreo control del gobierno, en manos del Partido Comunista.
En 1911, una alianza revolucionaria espontánea derrocó al último emperador chino, un niño de cinco años, y estableció la primera república asiática. Sin embargo, el nuevo estado era extremadamente inestable. Su presidente constitucional, Sun Yat-sen, solo duró unas pocas semanas en el cargo hasta que fue derrocado por Yuan Shikai, un líder militar con un gigantesco ejército que le era leal a él en vez de al Estado.
El breve experimento republicano chino sucumbió rápidamente a una contienda entre grupos militares. Yuan murió en 1916, al poco tiempo de declararse como nuevo emperador. Durante la siguiente década y media, China estuvo dividida en regiones gobernadas por ejércitos locales. A sus comandantes se los llamaba despectivamente «caudillos» (jiunfa). Los activistas patrióticos se lamentaban y afirmaban que los peligros se habían duplicado para China: el imperialismo en el exterior y el caudillismo en el interior.
Los efectos de esta división en la autoridad eran obvios y nefastos. Ningún gobernante podía reclamar a China en su totalidad y los líderes militares formaban alianzas que continuamente se desmoronaban debido a luchas intestinas.
Esos guerreros combatían entre sí por una de las pocas fuentes de ingresos tributarios: el Servicio de Aduanas Marítimas (a cargo de extranjeros, pero que generaba ingresos para quienquiera que gobernara Pekín). El gobierno constitucional se convirtió en letra muerta.
Este año, en otoño, se cumplirá el centenario de las elecciones presidenciales de 1923 que ganó Cao Kun, un caudillo que llegó al poder a fuerza de sobornos. Para ser justos, hay que decir que no todos los caudillos eran completamente corruptos: Yan Xishan, de la provincia de Shanxi, fue conocido por sus reformas sociales, como prohibir la práctica de fajar los pies de las jovencitas.
Para algunos, la debilidad del gobierno chino resultó una bendición, porque implicó que los disidentes políticos, como los comunistas y los escritores en problemas con las autoridades, podían huir a otras jurisdicciones. De todas formas, en términos generales, quienes más sufrieron con los caudillos fueron las víctimas involuntarias y los conscriptos en el frente de las continuas batallas entre las diversas facciones: la población urbana y rural china.
El problema surgió medio siglo antes de la revolución de 1911. Entre 1850 y 1864, una guerra civil sacudió al este de China: la Rebelión Taiping. La dinastía Qing estaba en el gobierno e intentaba poner fin a una sublevación liderada por un hombre convencido de que era el hermano menor de Jesús.
Durante años los ejércitos imperiales fueron incapaces de lidiar con los rebeldes Taiping. Finalmente, el emperador tuvo que permitir que los líderes provinciales crearan sus propios ejércitos para combatirlos. La táctica tuvo éxito, pero al precio de devolver el poder militar del centro a las provincias. Cuando la dinastía se debilitó, los líderes militares locales se fortalecieron y después de la caída del último emperador surgieron como caudillos militaristas.
En 1928 el líder nacionalista Chiang Kai-shek estableció un gobierno que unificó nominalmente a China, sin embargo, pasó gran parte de los 10 años siguientes combatiendo tanto a líderes militares rivales como a los comunistas (obligando a estos últimos a la famosa Larga Marcha de 1934).
En 1937 estalló la guerra con Japón y, en algunos casos, los caudillos llegaron a sus propios acuerdos con los invasores para proteger el poder regional. La guerra revigorizó además al insurrecto Partido Comunista. Mao Zedong, uno de sus líderes en ascenso, notó que «el poder crece en los cañones de las armas». Por lo tanto, reflexionó, «es el Partido quien debe tener a las armas en su poder y nunca permitir que las armas lo controlen».
Mao era un hombre de palabra. Una vez que los comunistas ganaron la guerra civil en 1949, Mao actuó para aplastar a todas las posibles fuentes alternativas de poder en China. Se estableció al Ejército Popular de Liberación (EPL) como ejército del Partido y no como ejército nacional. Sigue siéndolo hoy día.
Incluso ahora, casi 75 años después de la creación de la República Popular, la idea de una agitación política con respaldo militar produce escalofríos a los líderes chinos. Se rumoreó con fuerza que Bo Xilai, un alto jefe del partido víctima de una purga en 2012, estaba en contacto con líderes rebeldes del ejército para hacerse del poder.
Poco después de asumir el cargo, el presidente Xi Jinping se aseguró de que el EPL estuviera firmemente controlado por el Partido, para lo que llevó a cabo una purga de numerosos generales. Esta semana, mientras observan como Putin se ve obligado a admitir en las noticias que una importante ciudad rusa fue ocupada por un ejército rival, no habrá dudas entre los miembros del Politburó chino de que su despiadado enfoque en las cuestiones militares rindió frutos.
Rana Mitter, Professor of the History and Politics of Modern China at the University of Oxford, is the author, most recently, of China’s Good War: How World War II Is Shaping a New Nationalism (Belknap Press, 2020). Traducción al español por Ant-Translation.