El regreso de los imperios

La desaparición de un mundo bipolar fue interpretada como el fin de la historia. Se inauguraba una nueva era bajo la hegemonía de Estados Unidos, que afirmarían sin oposición sus intereses, en el marco político de democracias liberales. Un think-tank neoconservador, el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, con Rumsfeld, Cheney y Wolfowitz en sus filas, llegó a diseñar la formación de un nuevo Imperio romano, rodeado de países satélites, con la incorporación de Irak y sus recursos petrolíferos en Oriente Próximo. Solo que tras la invasión de Irak, la maniobra acabó en desastre, agudizado al incendiarse la región a partir de 2011 cuando fracasa la primavera árabe. En vez de un cinturón de seguridad, Occidente se encontró con la expansión del yihadismo, y el doble reto del Estado Islámico y de los renacidos talibanes.

Hasta el fin de siglo, los procesos de restauración en Rusia y en China habían permitido el ejercicio de la superioridad americana frente a las crisis. Una década más tarde los desafíos eran demasiado reales: Rusia pudo aplastar a Georgia en 2008, amputar Crimea de Ucrania en 2014, mientras China construía su imperio económico mundial. Incluso aparecían en escena potencias regionales que generaban alternativas a la preeminencia americana: Turquía, a pesar de la presencia en la OTAN, e Irán, una vez cerrada la aproximación de Jatamí. El caos de la gestión Trump hizo el resto.

El resultado ha sido el renacimiento de Imperios cuya presencia histórica parecía definitivamente cancelada. De manera inesperada, su impronta se había mantenido tras sufrir metamorfosis que escaparon a los observadores, cuando las revoluciones comunistas borraron los regímenes imperiales y sus residuos a partir de 1917. El proyecto revolucionario de Lenin se inició con la supresión de los símbolos zaristas y la ejecución de la familia real y el imperio chino había desaparecido antes de que Mao tomara el poder en 1949. Fuera del área comunista, la abolición del Imperio otomano fue la seña de identidad de la revolución kemalista en Turquía, igual que la de la dinastía Pahlevi en la iraní de Jomeini. Eran revoluciones dispares, pero coincidentes en la destrucción de los viejos imperios.

Con tal de ver realizados sus objetivos económicos y territoriales, estos actores no evitarán la guerra de agresión, o cuando menos la interferencia y la participación activa en guerras de terceros

Por distintas vías, la continuidad encubierta fue también el denominador común. En la conmemoración revolucionaria de noviembre de 1937, Stalin justificó la necesidad de preservar el imperio construido por los zares. Su concepción de Rusia como “patria del socialismo” será la fachada para el agresivo imperialismo que guía la política estaliniana de 1939 a la invasión de Checoslovaquia que Brezhnev rubricó al invadir Checoslovaquia en 1968. Una vez en el poscomunismo, Putin se entrega por todos los medios, a reconstruir el espacio antes dominado por la URSS, cuya caída definió como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”.

En China, el enlace con el Imperio tuvo otro origen. Aquí es Mao quien habla de sus “predecesores” imperiales, Guangxu y el propio PuYi, presentándose como émulo del primer emperador. Y su concepto de integridad territorial tiene el Imperio como antecedente directo, siendo mantenido por sus sucesores, sobre Tíbet, la secesión de Taiwán o el mar de China.

En Irán y en Turquía, la continuidad sigue los meandros de los conflictos y la dominación de signo religioso. De modo bien simple en el Irán de Jomeini: con el Shah era ya una potencia regional, económica y militar. El imperio persa había surgido siglos atrás sustentado en el chiismo.

El caso turco fue más complejo, puesto que el proyecto nacional de Turquía, trazado por Mustafá Kemal, se basó en la abolición del Imperio otomano. La consolidación del Estado moderno y laico de Kemal tropezó sin embargo con el predominio de una mentalidad religiosa tradicional, que condenó hasta hoy al kemalismo político a ser minoritario. Y ante su crisis en el fin de siglo, Erdogan diseñó una estrategia de desmantelamiento islamista del kemalismo, inspirada en la grandeza del Imperio otomano. El proyecto necesitaba fundir ese espíritu de conquista islámico con un nacionalismo movilizador, y Erdogan dio con la fórmula en la poesía de Ziya Gökalp, que le llevó a la cárcel en 1997: las mezquitas como cuarteles, la religión como instrumento militar de la nación. Erdogan de 2020 está ya ahí.

Siempre está presente, en todos los casos, un fuerte sentimiento nacionalista en que se funden los ecos del pasado imperial y la evocación de etapas históricas recientes con una dimensión victoriosa, aun cuando los componentes de la mezcla sean contradictorios. Es lo que sucede en Turquía con la convergencia entre el pasado otomano y su oponente kemalista, pero desde la perspectiva de la victoria militar en la guerra contra Grecia de 1919-1922. En Rusia la idea de grandeza, basada en el poder militar y en la superioridad espiritual bajo el zarismo, se reforzará en grado exponencial bajo Stalin, con la autodefinición como patria del socialismo de quien depende la revolución mundial. Este nacionalismo extremo, que no se reconoce tal, construirá la imagen de una China llamada a imponer siempre sus objetivos, desde la superioridad revolucionaria del pueblo chino durante la era maoísta. Hoy de plena actualidad frente a Estados Unidos.

Sobre antecedentes tan sólidos, nada tiene de extraña la recuperación de los legados imperiales, aprovechando la estructura de oportunidad política generada por el declive americano. También a favor del desprestigio de los valores propios de las sociedades occidentales. La alternativa consiste en la búsqueda de un reconocimiento mediante la afirmación de la identidad. El germen es la noción de thymos, utilizada por Fukuyama, la dimensión activa del alma, que en plano colectivo no se limita al hecho de conciencia, sino a la aspiración al poder, basada en la superioridad propia, y que para justificar su vocación agresiva cubre con la máscara de una supuesta humillación (ejemplo: la paz de Versalles para la Alemania de Hitler). Reproducen hoy esa coartada China y Rusia al presentarse como víctimas de la dominación de Occidente, verdugo de sus aspiraciones hegemónicas. Turquía lo habría sido, por renunciar Atatürk al liderazgo antes ejercido por el Imperio otomano, que ahora aspira a recuperar bajo el Islam.

El mito de la humillación se asocia a la visión ultranacionalista, antes analizada. Para la China comunista, la integración de los espacios que domina es la consecuencia necesaria de su primacía etnoracial, que lleva a destruir la personalidad nacional de tibetanos y uigures. Así como en la India, imperio a la defensiva ante China, el hinduismo racial y religioso de Modi tiene como blanco a la gran minoría musulmana, sometida a una represión general, inaudita en Cachemira. En Turquía, el islamista Erdogan apunta contra los enemigos y víctimas tradicionales del Imperio otomano: griegos, armenios y kurdos. Sobre el fondo de una exaltación heroica de la nación, forjada de Dostoyevski a Mussorsgki, Putin se apoya en algo inmediato: el complejo de superioridad que preside la historia desde la era soviética hasta hoy, con la restauración de la URSS como meta. En China entra además en juego la proyección político-económica de su status adquirido como imperio económico mundial. Su política de poder, no guardará consideración alguna para el Derecho Internacional, ni para las democracias, a la hora de imponer sus intereses, según muestra el episodio de Hong Kong. Ni cuando ese adversario tiene la talla de la India, resulta excluida la opción militar.

Hacia el interior de las respectivas sociedades, la solución tiende a coincidir: autocracias personales, eliminación o subversión de los procedimientos democráticos, regímenes dictatoriales que han suprimido, o están en trance de suprimir, los derechos humanos y las instituciones representativas. En grado máximo China, con un Estado de vigilancia universal, en trance de imponer la distopía orwelliana de 1984. En el 250 aniversario de Hegel, su búho de Minerva no contempla el fin de la historia, sino la muerte de la libertad.

Desde tales supuestos, solo cabe esperar un futuro de conflictos cada vez más graves, inducidos por el ansia de dominio de estos viejos/nuevos imperios. Con tal de ver realizados sus objetivos económicos y territoriales, no evitarán la guerra de agresión, o cuando menos, como ahora en Siria y Libia, la interferencia y la participación activa en guerras de terceros. El ocaso del imperio americano no ha traído consigo la eliminación del imperialismo.

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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