El regreso de los Imperios

La campaña militar que acaba de emprender en Siria el Ejército turco, contra los islamistas (Estado Islámico) y contra la guerrilla kurda (PKK), puede, igual que cualquier otro acontecimiento, ser descrito o interpretado. Esta interpretación puede ser inmediata –situada, por ejemplo, en el contexto electoral turco en el que el partido kurdo debilita al Gobierno– o puede situarse en una historia larga: así pasamos del periodismo a la historia y después de la historia a la Historia. Estos ejercicios son peligrosos, porque solo el tiempo puede verificarlos: cuantas más hipótesis formule el autor, como si reconstruyera un rompecabezas, mayor es el riesgo de que caiga desde arriba. Pero si no se interpreta, a pesar de los peligros que este ejercicio implica, se corre el riesgo de no ver nada, de no entender nada, de confundir lo anecdótico con lo esencial. De modo que, volviendo a Turquía, me parece que esta campaña militar se inscribe en un amplio fresco, el de la reconstrucción de los imperios.

El regreso de los ImperiosLa Historia ha conocido la edad de los imperios, hasta 1914, y luego la de las naciones, consagrada en 1945 por la Carta de Naciones Unidas, que establece una igualdad teórica entre todas ellas. Le sucedió la Guerra Fría, en la que el enfrentamiento entre las ideologías pareció trascender las divisiones geográficas. Después de 1990, la fragmentación del mundo soviético, la irrupción de la sociedad civil y de las organizaciones no gubernamentales con el apoyo técnico de internet, permitió que creyéramos en la sustitución de los imperios, los estados y las ideologías por movimientos ciudadanos. Pero estos movimientos, igual que la sociedad civil, no son necesariamente pacíficos: las guerrillas islamistas son prueba de ello. Al Qaida era impensable sin internet, y además adoptó su vocabulario –la red– igual que Estado Islámico pretende restaurar el Califato reclutando a través de la web. Estos movimientos, surgidos de la base, parecen ahora capaces de desestabilizar los estados, empezando por los más débiles: Siria, Malí, Nigeria y Somalia. A lo que se añaden los atentados terroristas en el interior de las naciones organizadas, en Estados Unidos, Europa y China. La simpatía que en las democracias se podía sentir por el aumento de poder de la sociedad civil deja lugar progresivamente a otra prioridad, la de la seguridad. No hay más que ver cómo todas las democracias refuerzan actualmente las leyes de seguridad y los dispositivos de supervisión de las comunicaciones. Con excepción, quizá, de Estados Unidos y China, con ayuda de la globalización o con los perjuicios que conlleva, los estados nacionales resultan ser demasiado pequeños o demasiado débiles para garantizar su seguridad. Es absolutamente necesario constituir bloques, es decir, imperios, para salvaguardar o restaurar la paz: la paz de los poderosos, claro está, al precio, a veces, de la represión de las minorías, los manifestantes, los profetas, los disidentes, o simplemente la oposición. De este modo, Turquía ha vuelto a la OTAN, ese Imperio de Occidente, aliándose de nuevo a los estadounidenses y a los europeos, contra los movimientos islamistas. Paralelamente, vemos cómo se constituye una OTAN árabe y suní en torno a Arabia Saudí y Egipto, para contener otro imperio, el Imperio chií cuyo centro siempre es Irán. En Asia, frente al Imperio chino, se constituye un Imperio antichino, vasto arco de civilizaciones que va de Japón a India pasando por Filipinas y Vietnam. En África es previsible que se constituya algún imperio que garantice la seguridad, cuyo corazón podrían ser Kenia, Etiopía o Nigeria, y África del sur para la otra mitad del continente.

Estos imperios no están destinados a enfrentarse; más bien, pensamos que se neutralizarán mutuamente; por ejemplo, Irán y el nuevo Imperio suní, y que restablecerán la seguridad en las zonas intermedias, como Siria e Irak, repartiéndose los territorios de influencia. Se pueden concebir escenarios parecidos en Asia, entre China y Japón, y en África. El Imperio ruso seguirá estando contenido por la OTAN, con la que, antes o después, deberá encontrar un acuerdo de estabilidad en zonas intermedias. Sin olvidar el Concierto de las Naciones que, en 1895, nació del Congreso de Viena. Los poderosos de la época –británicos, rusos, austriacos, franceses y prusianos– lograron entenderse para hacer que reinaran la paz y el comercio mundial. Esta paz de Viena dura ya un siglo y permite un crecimiento económico mundial. En contrapartida, algunas naciones fueron amordazadas o colonizadas. En estos momentos, nosotros nos enfrentamos a las mismas contradicciones. ¿Seguridad para la mayoría o libertad para todos? El Gobierno estadounidense ha elegido: apoyan a los turcos contra los islamistas y abandonan a los kurdos. El Gobierno chino se vuelve cada vez más intolerable con los militantes democráticos, pero ¿quién apoya los derechos humanos en China? La prioridad de Occidente es la seguridad en Asia, y luego la liberación de Liu Xiaobo. Esto representa un importante desafío para los liberales: ellos desearían no tener que sacrificar ni nuestra seguridad ni los derechos humanos. Pero en la edad de los imperios renacientes, la alianza de los dos empieza a parecer un dilema.

¿Está fundado nuestro análisis? Claude Lévi-Strauss, que dominó la antropología en el siglo XX, declaraba que «para ver el mundo se necesitan gafas. Sin gafas –decía– no vemos nada, pero no olvidemos que ningunas gafas son perfectas, sino que todas deforman». Creo que el objeto de este artículo de reflexión es proponer a los lectores unas gafas. Son libres de utilizarlas, o de elegir o proponer otras. Renunciar a las gafas no es una alternativa.

Guy Sorman

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