El regreso del delito de pensamiento (thoughtcrime)

El regreso del delito de pensamiento (thoughtcrime)
Hollie Adams/Getty Images

En diciembre de 1939, la policía allanó la casa de George Orwell y requisó su ejemplar de El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence. En una carta a su editor después del allanamiento, Orwell se preguntó si “la gente común y corriente en países como Inglaterra entiende lo suficientemente bien la diferencia entre democracia y despotismo como para querer defender sus libertades”.

Casi un siglo después, la draconiana Ley de Orden Público del Reino Unido, aprobada el año pasado por la Cámara de los Comunes y que está en trámite en la Cámara de los Lores, confirma los temores orwellianos, al buscar restringir el derecho a protestar mediante la ampliación del alcance de la criminalidad, la eliminación de la presunción de inocencia en juicios penales y el debilitamiento de la prueba de “razonabilidad” para las medidas de coerción. En otras palabras, amplía el alcance de las medidas discrecionales del gobierno, al tiempo que limita la capacidad del poder judicial de restringirla.

Cuando la policía requisó el ejemplar de El amante de Lady Chatterley que poseía Orwell, la novela estaba prohibida por la Ley de Publicaciones Obscenas de 1857, promulgada contra la publicación de todo material que “depravara y corrompiera” a los lectores. Esta ley fue sustituida en 1959 por una medida más liberal que permitía que los editores se defendieran de las acusaciones de obscenidad mostrando que el material poseía mérito artístico y que publicarlo beneficiaba el interés público. Penguin Books tuvo éxito con esta línea de defensa cuando fue acusada por publicar El amante de Lady Chatterley en 1960, y ya en la década de los 80 el libro se enseñaba en las escuelas públicas.

Pero, aunque las democracias occidentales han dejado de tratar de proteger a los adultos de la “depravación”, constantemente crean nuevos delitos para proteger su “seguridad”. La Ley de Orden Público crea tres nuevas ofensas criminales: amarrarse a objetos o edificios (“encadenarse” o “ir equipado para encadenarse”), obstruir medios de transporte importantes, e interferir en proyectos de infraestructura nacional de importancia crítica. Los tres apuntan a formas de protesta pacífica, como lo han hecho los activistas por el clima al bloquear carreteras y caminos o pegarse a obras de arte famosas, todo lo cual es considerado disruptivo por el gobierno. Perturbar infraestructura esencial ciertamente se puede interpretar como una amenaza genuina a la seguridad nacional. Pero esta ley, que viene tras una seguidilla de otras leyes promulgadas o propuestas y que se apuntan a enfrentar “toda la gama de amenazas actuales al estado”, se tendría que ver como parte de una ofensiva más amplia del gobierno sobre las protestas pacíficas.

En la práctica, al transferir la carga de la prueba de la policía a los supuestos hechores, la Ley de Orden Público da a los funcionarios policiales la autoridad para arrestar por, digamos, “amarrarse a otra persona”. En vez de procurar que la policía muestre motivos razonables para el arresto, el o la acusada debe “demostrar que tenía una excusa razonable” para trabar sus brazos con los de un amigo.

La presunción de inocencia no es solo un principio legal, sino un principio político clave de toda democracia. Todos los órganos policiales consideran a los ciudadanos como potenciales infractores, razón por la cual poner en la policía la carga de la prueba es una salvaguarda esencial de las libertades civiles. La presunción de culpabilidad que contempla la Ley de Orden Público reduciría el grado de responsabilidad policial ante los tribunales, alineando el sistema legal británico con el de países autoritarios como Rusia o China, donde son escasas las absoluciones.

La ley además debilita la exigencia de “razonabilidad” para las órdenes de detención y prohibición, permitiendo que los policías detengan y examinen a cualquier persona o vehículo no sospechosos si “creen de manera razonable” que pueden tener relación con un delito relacionado con protestas. La resistencia misma a esto constituiría una ofensa criminal, y los jueces podrían prohibir a una persona u organización su participación en una protesta en un área específica por hasta cinco años si se considerara que su presencia pudiera causar “perturbaciones graves”. Y, puesto que estar “presente” en la escena de un crimen incluye las comunicaciones electrónicas, la prohibición podría incluir el monitoreo digital.

La cuestión de qué se podría considerar como motivo razonable para medidas de coerción se planteó en el histórico caso de Liversidge v. Anderson, en 1942. Robert Liversidge reclamó que había sido detenido de manera ilegal por orden del entonces Secretario del Interior, John Anderson, quien se negó a divulgar los motivos del arresto. Planteó que tenía “causas razonables para creer” que Liversidge era una amenaza a la seguridad nacional y que, por consiguiente, había actuado siguiendo las normas de defensa en tiempos de guerra que suspendían el habeas corpus. La Cámara de los Lores acabó por favorecer el argumento de Anderson, con la excepción de Lord Atkin, que en su voto de disenso acusó a sus pares de “tener una mentalidad más ejecutiva que el propio ejecutivo”.

Atkin aducía que, incluso en tiempos de guerra, no se podía detener ni privar de sus propiedades a las personas de manera arbitraria. Si no se exige al estado que dé razones que se puedan presentar ante el poder judicial, éste no tendrá la capacidad de limitar al gobierno. La actual ola de leyes antiterroristas y de protección de la seguridad nacional que se está dando en el Reino Unido va en dirección opuesta a esta visión, lo que hace al disenso de Atkin mucho más pertinente hoy que durante la guerra.

El creciente uso por parte de los órganos policiales del big data y la inteligencia artificial hace todavía más preocupantes las iniciativas del gobierno británico por limitar el derecho de protesta. Si bien las medidas policiales preventivas no tienen nada de nuevo, la apariencia de imparcialidad científica podría ampliar muchísimo su alcance. En lugar de depender de informantes, los departamentos de policía hoy pueden utilizar análisis predictivos para determinar la probabilidad de que ocurran crímenes en el futuro. Es verdad que se podría argumentar que, puesto que las autoridades tienen tantos más datos a su disposición, las medidas policiales predictivas son más factibles hoy que en la década de 1980, cuando el sociólogo británico Jean Floud aconsejaba “sentencias protectoras” para los infractores considerados como una amenaza grave para la seguridad pública. Por ejemplo, el profesor de derecho de la American University Andrew Guthrie Ferguson ha planteado que “el big data iluminará la oscuridad de la sospecha”.

Al considerar medidas de este tipo, deberíamos estar atentos a que el estado puede a veces ser mucho más peligroso que los terroristas, y ciertamente más que los manifestantes fijados con pegamento al suelo. Debemos ser tan vigilantes con el legislador como con el infractor. Después de todo, no necesitamos un algoritmo -o un Orwell- para saber que dar poderes extraordinarios al gobierno podría salir horriblemente mal.

Robert Skidelsky, a member of the British House of Lords and Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University, was a non-executive director of the private Russian oil company PJSC Russneft from 2016 to 2021. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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