El reino de los cielos

El ámbito procesal de los responsables de Podemos empieza a parecerse al camarote de los hermanos Marx. Sus muchos ocupantes permanecen dentro y apretados, a pesar de las declaraciones, varias veces reiteradas, de quienes afirmaron que bastaría la simple imputación para que cualquier militante fuera en el acto expulsado del partido. Tales eran los baremos exigentes de honradez y transparencia de esa fuerza política, limpia y ejemplar –decían ellos–, que venía a barrer las inmundicias de «la casta», ventilar con aire fresco las cloacas del Estado y tocar el cielo con las manos.

Eso es lo que afirmaron, pero pronto pudo verse que las cosas empezaban a cambiar. Porque el poder es el poder. Y los protagonistas de las algaradas del 15-M tuvieron a su alcance lo que de verdad querían: formar parte de «la casta». En las elecciones de noviembre de 2019, el PSOE fue votado por poco más del l8% del censo electoral. Y Podemos se aprovechó de esa debilidad. Al parecer, el líder de la formación morada puso como condición para participar en un «Gobierno de Progreso» no solo ocupar un puesto de vicepresidente en el nuevo Gabinete, sino que a su compañera sentimental, una chica de 31 años sin experiencia alguna en la gestión de los asuntos públicos, se le concediera graciosamente una cartera. De esta forma, la joven dependienta fue elevada a la categoría de ministra del Reino de España, cargo que ocupa todavía. Un acto realmente notable –no voy a calificarlo de otro modo– del que yo, a pesar de mis largas experiencias internacionales, solo he conocido un par de precedentes: la elevación de la señora Ceaucescu a muy altas cotas de poder en Rumanía, por la sola y prepotente voluntad de su marido, y la designación de Rosario Murillo, esposa de Daniel Ortega, como número dos en Nicaragua. Estos casos, con el nuestro, comparten un denominador común: contribuir a la creación de Gobiernos de Progreso, en contra de la casta y a favor de las clases populares.

Son temas conocidos, aunque no muy aireados por la mayoría de las televisiones y otros medios españoles, que han guardado en este asunto un prudente silencio. También el Congreso de los Diputados se mostró conciliador, en contra de lo sucedido en otras democracias europeas, donde actos semejantes, aunque no tan espectaculares, son agriamente censurados. Voy a poner solo un ejemplo, cuyos ecos he vivido de cerca. Cuando se me trasladó como consejero a nuestra embajada en Londres, conocí la reacción suscitada por el caso de Lord Home, un aristócrata que fue primer ministro y secretario del Foreign and Commonwealth Office, equivalente a nuestro Ministerio de Exteriores. En el Parlamento de Westminster, el líder de la oposición laborista lo calificó, parafraseando un artículo aparecido en un periódico británico, en estos términos: «Es el nombramiento más estúpido que conoce la Historia, desde que Calígula hizo cónsul a su caballo». Comentario más que injusto, porque Sir Alec Douglas-Home, además de un elegante gentleman inglés, de impecable vestimenta y muy educadas maneras, atesoraba, entre otras cualidades y destrezas de menor fuste, la de ser un magnífico jugador de cricket.

El impulso regenerador de nuestro joven y animoso partido antisistema, látigo implacable de «la casta», comenzó a cambiar de coordenadas cuando sus dirigentes pasaron a integrarse en el Gobierno. Es decir, al sentir entre sus manos el agradecido y suave tacto del poder, las influencias y el dinero. De manera que, con el paso de los años –no muchos–, fueron surgiendo, en los más elevados escalones de esa fuerza política emergente, comportamientos que las bases populares valoraron como poco edificantes, a los que siguieron incluso hechos presuntamente delictivos. Y nuestros serios, competentes y ejemplares tribunales actuaron. En consecuencia, hubo no solo imputaciones sino juicios, recursos presentados y perdidos y, al final, condenas en firme, sin posible apelación en nuestro ordenamiento jurídico. ¿Qué hacer? ¿Habrían de cumplirse las amenazas de expulsión tan solemnemente proclamadas? Todos los encartados, de común acuerdo, decidieron adoptar una misma postura: menos dimitir, cualquier cosa. Y sus más cercanos consejeros, expertos en muy sutiles y confundidoras estrategias, les recomendaron dos líneas de actuación.

La primera, proclamada ante la prensa y expandida por las televisiones, fue ésta: «Nos veremos en Europa». Una cantinela frecuentemente repetida, fruto de la supina ignorancia de quienes buscan solución a sus problemas alegando que no hay sentencia firme hasta que se pronuncien las instituciones europeas. Porque ellas son las que deciden. Alguien deberá explicar a estos leguleyos –a lo mejor lo hago yo en otro artículo– que ni el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, dos órganos jurisdiccionales diferentes (por sus orígenes, su composición y sus mandatos) constituyen instancias superiores encargadas de enmendar la plana a los jueces españoles. Es ridículo pensar que Europa está ahí a fin de amparar con su actuación a quienes hayan sido condenados, en España o en cualquier otro Estado miembro de la Unión o del Consejo de Europa, por atracar un banco o robar con violencia una gallina.

La segunda línea de actuación la siguen manteniendo con perseverante tozudez, porque piensan que es la más segura y eficaz. Y nos dicen cada día: estamos siendo objeto de persecución por parte de togados machistas y prevaricadores, herederos del franquismo, que desean obtener en los despachos lo que las urnas les negaron. Por tanto, no somos delincuentes, aunque hayamos sido condenados, sino víctimas. En el fondo, nos consideramos perseguidos.

Uno de los más hermosos pasajes del Nuevo Testamento es el llamado sermón de la Montaña, donde Cristo, según el Evangelio de Mateo, hizo esta promesa: «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos». Ahí sí estamos, en verdad, ante un valor seguro. Es palabra revelada. Jueces fascistas y venales podrán privar a estos perseguidos de su escaño en el Congreso, condenarlos a pagar cuantiosas multas e incluso sentenciarlos a pasar algunos meses en Soto del Real. Pero nadie osará privarles de lo que se les prometió a orillas del Mar de Tiberiades: el reino de los cielos.

José Cuenca es embajador de España.

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