El Reino Unido ante sí mismo

Nos recuerda Ortega que cada generación tiene su vocación propia, su histórica misión. El 31 de diciembre de 2020 tendrá lugar la salida efectiva del Reino Unido de la Unión Europea poniendo así fin a casi medio siglo de integración. En la ontología de las naciones, el Reino Unido se enfrenta a la suerte suprema: decidir, que no elegir, qué nación ser. Tal ejercicio es siempre traumático, tanto más para un país que desde su ruptura con Roma y la posterior reforma anglicana, y salvo el periodo republicano de Cromwell, había dado férreas muestras de una clara dirección vital.

El Reino Unido siempre tuvo una relación particular con el continente. En 1957, siendo una democracia venerable y venerada y el gran vencedor europeo de la II Guerra Mundial no se contaba sin embargo entre los seis países fundadores de la Unión Europea. Nadie más legitimado que la isla británica para liderar Europa. Pero el Reino Unido renunció a tales designios.

Ello revelaba tímidamente que el desapego hacia Europa seguía latiendo. Ha sido una relación que siempre ha oscilado entre el compromiso desconfiado y la hostilidad. Una vez perdida la India y tras una posguerra llena de calamidades, Inglaterra era una nación desnortada en pugna por un sitio en el mundo que, presentía, ya no ocupaba. Keynes describió aquellos años de ruina económica como un «Dunquerque financiero». Y el propio secretario de Estado norteamericano Dean Acheson advirtió que «Gran Bretaña ha perdido un imperio y no ha encontrado todavía su papel».

El 1 de enero de 1973 el Reino Unido ingresaba en la entonces Comunidad Económica Europea tras un atribulado camino lleno de dudas, discrepancias y divisiones políticas. Empujada por la pérdida lenta pero acibarada de su Imperio y de su poderío económico, irremediablemente se dirigió a la CEE. Pero en aquel momento Inglaterra elegía entre dos categorías, Europa o Imperio; no decidió, eligió, que es una operación intelectual más fácil que la que le corresponde ahora.

Lo extraordinario de este momento es que el Reino Unido podrá por fin vérselas consigo mismo, en un sentido orteguiano, y decidir qué ser. En esa tarea emergen cuatro dimensiones que desde los últimas décadas agarrotan el alma británica. A todas ellas, deberá dar cumplida respuesta.

Su primera decisión y acaso la más apremiante es la de reorientar su relación con la Unión Europea. El Reino Unido no es ajeno a Europa y su historia nacional es historia de Europa. En 1971, después de un agitado debate en los Comunes, el gobierno conservador de Edward Heath logró la aprobación del ingreso en la CEE. El 1 de enero de 1973 completaba su ingreso. Ese mismo día el primer ministro Harold Wilson asistía a los funerales del primer ministro canadiense Lester Pearson, augurio de lo que iba ser una relación difícil. Y así fue, en junio de 1975 el nuevo gobierno laborista de Harold Wilson sorprendentemente convocó un referéndum sobre la pertenencia a la CEE. Su reto ahora es enderezar las relaciones con la UE dentro de un nuevo marco comercial que permita a ambas partes garantizar la prosperidad de la región sin renunciar a su soberanía.

Tendrá también que vertebrar su propia unión y asegurar la unidad nacional. Pronto, el nacionalismo escocés volverá a demandar un segundo referéndum de independencia. La unión que desde 1707 alcanzaron Inglaterra y Escocia volverá a tambalear. Inglaterra y Escocia tienen una relación contractual fruto del tratado de unión entre ambos reinos por lo que la idea de «unidad nacional» no tiene el mismo valor que el que se le da en España y Francia. Empero, el Reino Unido blasona en su nombre oficial precisamente el adjetivo de «unido» y una ruptura, sin llegar a ser traumática, desorientaría al país.

Le sigue lo que se ha llamado siempre la «relación especial» con la antigua colonia, los Estados Unidos. Es una relación invocada con excesiva frecuencia, pero que en las últimas décadas ha dado pocos réditos al Reino Unido. Es una amistad definida por una invencible asimetría en materia de economía, geoestrategia, sistema político y estructura social. El viejo reino y antiguo imperio frente a la joven y moderna república. Superada la guerra fría, sin compartir enemigos ni participar de un mismo programa político en realidad ha sido la suya una amistad oscilante.

Y por último, su creación más brillante y nítida, la Commonwealth. La Commonwealth es una asombrosa organización que en torno a la Reina Isabel II, que ejerce de primus inter pares, fue diseñada con el andamiaje institucional del Imperio británico. De alguna manera es un remedo de su pretérito imperio. Es más, está hecha de Imperio. Es un milagro. Aunque con menos relevancia política que antaño y a pesar de sus problemas con miembros díscolos, ha dado muestras de gran vitalidad. El ingreso del Reino Unido en la UE en 1973 fue mal entendido por muchos Estados miembros de la Commonwealth. Y 1973 fue la fecha que confirmó ese desencuentro que derivó en cierto aflojamiento de los lazos. No en vano, el proceso de salida de la UE ha recibido un apoyo notable de británicos originarios de las antiguas colonias que ven en la salida una suerte de expiación del «pecado» de 1973.

La ocasión es excepcional porque la salida de la UE implica, esto es, obliga forzosamente a una toma de postura sobre estas cuatro dimensiones. Ilusiona y conturba a un tiempo. Ante sí tiene la espinosa labor de mantener una alianza comercial con la UE, garantizar la unidad del país, reformular su relación especial con los EE.UU. y reconciliarse con la Commonwealth.

Henchida de indiferencia insular y sin embargo incapaz de ser ajena a Europa y al mundo, merced a su salida de la UE, Inglaterra se verá reflejada en el espejo ustorio de la Historia. Tener que decidir es siempre un problema y también una responsabilidad. No le cabe flaquear. De cómo decida (o decline decidir) sobre estas cuatro cuestiones dependerá el porvenir de la nación británica.

Eduardo Barrachina es abogado, solicitor y presidente de la Cámara Oficial de Comercio de España en el Reino Unido.

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