El Reino Unido se españoliza

La mayoría de las comparaciones entre Cataluña y Escocia versaban sobre la distinta respuesta entre el Gobierno español y el Gobierno británico a sus respectivos desafíos independentistas. La negativa del actual Ejecutivo británico a celebrar otro referéndum y la esperada sentencia del Tribunal Supremo de ese país, en la que niega que el Gobierno escocés tenga competencias para celebrar una consulta sin el consentimiento del Parlamento británico, parecen acercar el Reino Unido a un modelo de conflicto territorial parecido al español.

Por un lado, tenemos un Ejecutivo regional decidido a lograr la secesión, pero cuya población está partida por la mitad en la cuestión de la independencia. Por otro lado, tenemos a un Gobierno central conservador impopular, pero al que siempre le ha ido bien al defender el nacionalismo británico. Esta “españolización” del Reino Unido nos permite cuestionar dos lugares comunes sobre los conflictos territoriales y entender cuál es la verdadera diferencia entre Escocia y Cataluña.

El primer lugar común es que los conflictos nacionales se podrían solucionar reconociendo la plurinacionalidad de un país. El problema con esta idea es que un Estado plurinacional sigue siendo un Estado, no una unión voluntaria. El unionismo británico ha defendido tradicionalmente que, al ser el Reino Unido una unión de partes, cualquiera de estas podría independizarse si quisieran. Sin embargo, esas posiciones son fáciles de mantener cuando el riesgo de secesión no es real. Hasta muy recientemente, el apoyo a la independencia era minoritario en Escocia, ya que era la devolution (descentralización) la opción más apoyada entre los escoceses durante la segunda mitad del siglo XX. El entonces primer ministro británico David Cameron permitió el referéndum de 2014 en gran parte porque estaba convencido de que lo iba a ganar y que acabaría así con las aspiraciones independentistas.

Sin embargo, desde el referéndum del Brexit hasta ahora no estamos en esa situación. Los escoceses votaron mayoritariamente por permanecer en la UE, lo tomaron como una violación de su voluntad nacional y a medida que se han ido viendo los estragos de la salida de la UE, el sí y el no a la independencia se han ido repartiendo casi a medias en la población, al igual que pasa en Cataluña. Ningún líder británico tiene hoy en día la confianza de ganar un nuevo referéndum y, después del fiasco del Brexit, ninguno quiere jugársela. A medida que la amenaza se convierte en real, no es raro ver que las soluciones arriesgadas se dejan de lado y que el discurso sobre la unión cambia también. El Reino Unido es un Estado claramente plurinacional, pero sigue siendo un Estado y se dotará de un discurso que lo legitime si se ve en peligro.

De hecho, el cambio más importante en la identidad de los británicos no está quizá en la de los escoceses, sino en la de los propios ingleses. Los trabajos de Ailsa Henderson y Richard Wyn Jones ponen de manifiesto que los ingleses sienten un fuerte agravio comparado contra lo que consideran los privilegios de los escoceses. El Partido Conservador ha azuzado esta identidad para ganar elecciones y desde entonces ha desarrollado un unionismo muy cerrado (hyperunionism), que no permite la celebración de nuevos referendos. Un tipo de nacionalismo parecido al de los conservadores en España.

Como explica Karlo Basta, cualquier concesión a una región provoca una reacción (backlash) de la nación mayoritaria. Es necesario, por tanto, calibrar bien y preparar tanto a la población de la región minoritaria como a la población mayoritaria de los cambios que se vayan a hacer. Eso es altamente difícil si un partido considera que le beneficia movilizar los agravios de la mayoría contra una definición plurinacional del Estado.

El segundo lugar común es que estos conflictos territoriales se deben a una obsesión de los ciudadanos por su identidad cultural y que la democracia representa un antídoto al nacionalismo étnico. No obstante, el contenido del nacionalismo (étnico o cívico) no determina la moralidad de este. El jacobinismo francés o la caza de brujas durante el macartismo en EE UU son ejemplos de nacionalismos cívicos que acusaban a sus ciudadanos de ser antifranceses o antiamericanos no por su raza o lengua, sino por sus ideas políticas.

Tanto el nacionalismo catalán como el español se definen como europeístas y demócratas y acusan al otro de ser étnico y excluyente. En el conflicto entre estos dos nacionalismos que se dicen cívicos se han roto muchos consensos y normas de la convivencia que no deberían haberse roto (discurso de doble legalidad, referendos ilegales, conflictos en la calle, aplicación del 155, juicios, despliegue policial sobredimensionado, etcétera). Los nacionalismos escocés y británico también se arrogan ser cívicos y liberales, pero en nombre de la democracia se pueden romper muchas normas democráticas. Es el comportamiento concreto de cada político, partido, asociación e intelectual el que debe ser juzgado en cada caso. En un libro reciente, varios investigadores analizamos el auge del nacionalismo alrededor del mundo y concluimos: “En un momento en el que el nacionalismo étnico está en auge no hemos de olvidar que el nacionalismo cívico también lo está. Y eso no es necesariamente algo que celebrar”.

¿Está, por tanto, condenada Escocia a seguir el camino de Cataluña? No necesariamente. Es probable que la distinción más importante entre estas regiones sea la menos enfatizada; que Escocia solo tiene un partido independentista mientras que Cataluña tiene dos. Como explican Juan Rodríguez-Teruel y Astrid Barrio, la división dentro de un bloque identitario produce un proceso de outbidding por el que cada partido quiere mostrarse más radical que el otro para llevarse a los votantes de ese bloque y es este proceso el que lleva a una escalada de las tensiones. Esto es precisamente lo que sucedió entre ERC y CiU. Sin embargo, el SNP parte de la ventaja de ser el único partido importante entre las filas independentistas y, por ello, puede permitirse calibrar cómo de lejos lleva el desafío.

Esto ayuda a explicar, de hecho, la estrategia de la líder nacionalista escocesa, Nicola Sturgeon. Ha aprendido bien las lecciones de Cataluña y no quiere optar por vías ilegales. Pero al mismo tiempo ha aprendido bien las lecciones de Quebec. Perder dos referendos en tan poco tiempo sería mortal para el movimiento independentista escocés como lo fue para el quebequés. La división por la mitad de la sociedad escocesa hace que un referéndum sea una opción arriesgada tanto para el Gobierno central como para ella.

No obstante, el conflicto entre el SNP y los conservadores les beneficia a ambos y es probable que sigamos viendo escalar las tensiones. Por eso, la hoja de ruta de Sturgeon parece ser la de mantenerse en una calculada tensión con el Gobierno británico que contente a sus bases independentistas sin hacer explotar la situación. Una tensión que le permita ganar las siguientes elecciones y mantenerse en el poder. La esperada negativa del Tribunal Supremo le permite culpar a otros de la no celebración del referéndum mientras justifica elevar el tono y enmarcar las siguientes elecciones como plebiscitarias, tal y como hicieran los partidos catalanes en 2015. La apuesta es muy arriesgada, ya que el Reino Unido se parece más a España de lo que solía pensarse. Sturgeon sabe que está jugando con fuego. Esperemos, por el bien de Escocia, que no se queme.

Javier Carbonell es investigador doctoral en Edimburgo y colaborador de Agenda Pública.

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