El relato de las redes

Se critica el papel supuestamente pernicioso de las redes sociales en las crisis políticas —actualmente, el conflicto catalán— alegando que sirven a intereses ilegítimos que buscan destrozar la convivencia. Al mismo tiempo, es a través de estas mismas redes que los ciudadanos denuncian injusticias, a veces de manera masiva, como sucede con las denuncias de acoso sexual a partir del caso del productor de cine Harvey Weinstein. Las redes sociales per se no son buenas ni malas. Son un instrumento que puede utilizarse de múltiples maneras y por variados actores. ¿Ha cambiado nuestra forma de verlas? ¿Es posible distinguir entre situaciones en las que ejercen un papel positivo y otras en que hacen lo contrario? ¿Cuál es el criterio?

En 2011, la mayoría de analistas de las primaveras árabes no dudó en alabar las virtudes de unas redes —Facebook, Twitter— que permitieron generar una masa crítica de ciudadanos que, hartos de los abusos de unos regímenes autoritarios y corruptos, intercambiaron información virtualmente y, acto seguido, se organizaron para tomar las plazas y reclamar democracia y libertades. En la vanguardia de estos movimientos estuvieron blogueros y ciberactivistas como Khaled Said (golpeado hasta la muerte por la policía egipcia) o Wael Ghoenim (también detenido). La libertad de expresión, elemento clave para las primaveras árabes y condición sine qua non para la democracia, las acercaba a la corriente de WikiLeaks. En aquel momento, WikiLeaks y su líder Julian Assange generaban simpatía en una parte importante de la ciudadanía y los medios que veían en su labor de filtración de documentación clasificada la oportunidad de desenmascarar a diferentes poderes políticos y financieros sospechosos de operar al margen del bien común. A las primaveras árabes, y como reacción a la Gran Recesión, siguieron los movimientos de indignados y de Occupy en todo el globo, en los que las redes desempeñaron un papel fundamental.

Un lustro después, la visión del ciberactivisimo y el potencial emancipador de las redes ha cambiado sustancialmente. A partir del Brexit en Reino Unido y la victoria de Trump en EE UU, se va asentando la idea de que las redes sirven para propagar hechos alternativos y alimentar relatos falsos con el objetivo de socavar la democracia. Dicho gráficamente, pareciera que los hackers y los blogueros entregados a revelar la verdad hubieran mutado en trols y ciberacosadores dedicados a ocultarla. En el nuevo paradigma de la posverdad, cualquier información puede ser tachada de falsa y cualquier opinión, de falsear la realidad por aquellos que no la comparten. La información y la opinión que se imponen son aquellas que más circulan. Esto favorece, por un lado, a quienes tienen las habilidades técnicas para multiplicar ilimitadamente su presencia digital y, por otro, a quienes tienen los recursos para contratar a los primeros. Según un reciente trabajo de la Universidad de Oxford, la mayor parte de Gobiernos, tanto autoritarios como democráticos, “emplea un número significativo de personas y recursos para gestionar y manipular a la opinión pública en línea, a veces dirigiéndose al público interno y otras veces, al público exterior”. Dicha manipulación “ha pasado de ejercerse por unidades militares que experimentan con la manipulación de la opinión a través de las redes sociales a hacerse por empresas de comunicación estratégica que toman contratos de los Gobiernos”.

En esta guerra virtual por el relato —por definir qué es justo y qué no— que se juega al interior de los países, pero también internacionalmente, al ciudadano solo le cabe practicar un escepticismo sistemático. Este implica preguntarse siempre quién dice qué y por qué, así como contrastar el mayor número de fuentes posible. Supone desconfiar de los relatos maniqueos carentes de matices, los que se repiten con las mismas palabras una y otra vez, no aportan datos concretos u omiten el origen de estos datos. La paradoja de la era digital es que, si bien la manipulación de la información es más sofisticada, el ciudadano dispone de más herramientas para contrastarla. Otra cosa es que todos los ciudadanos estén dispuestos a dedicarle a esta labor de esclarecimiento el tiempo y la energía que exigen. En ese caso, para posicionarse, solo queda la intuición —nuestra corazonada y nuestra experiencia— a sabiendas de que se nos puede estar engañando.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.

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