El relato del barbero

La primera vez que escuché la comparación entre la “conquista” de América y la romanización fue hace diez años, y no precisamente a un político de derechas sino a un alto cargo de cultura del PSOE. Fue durante una charla en el Instituto Cervantes de Nueva York: un escritor chileno hizo un chiste bastante inocuo sobre la celebración del Día de la Hispanidad y el político español (cuyo nombre no cito por perfectamente intercambiable) cogió el micrófono con aire destemplado y dijo que a él no se le ocurriría exigir reparaciones a Italia por haber “romanizado” la península Ibérica. Reconozco que el desconcierto me dejó mudo. Y no solo porque no hubiera forma de comparar un legado y otro sin cortocircuitar mentalmente.

Me parecía que a ese político español (a pesar de ser un hombre bastante viajado) le pasaba lo mismo que a muchos españoles relativamente ingenuos cuando llegan a México, Bolivia o Perú y se enfrentan por primera vez en su vida a ese rencor latente por las acciones de los españoles durante la “conquista” que el señor Guirao atribuía —como si se tratara de un brote de ictericia— a “una manifestación de pensamiento indigenista”: se quedan mudos, casi heridos, como si ese odio fuera algo insensato y desagradecido ante la innumerable cantidad de bienes otorgados.

Muchos españoles, viajados o no, siguen pensando así o no saltaríamos con enormes dosis de oportunismo político y testosterona diciendo que “nosotros no colonizábamos, sino que hacíamos España más grande” (PP), que la petición de López Obrador es “extemporánea” (PSOE), “inadmisible” (Ciudadanos), o directamente “un insulto” (Vox). La petición de López Obrador es oportunista, populista y está politizada por razones algo distintas: en primer lugar porque exige a la Iglesia una petición de perdón que ya se ha otorgado en numerosas ocasiones, por primera vez en 2000 con el papa Juan Pablo II —aunque de manera genérica por los crímenes de la Iglesia—, pero también de manera más que explícita por el papa Francisco durante su viaje a Bolivia en julio de 2015, donde el Pontífice se disculpó “por los muchos y graves pecados cometidos en nombre de Dios contra los pueblos originarios de América durante la así llamada conquista”. La petición de disculpas al rey de España no es tanto una equivocación en el responsable, como en el interlocutor.

Es absolutamente cierto que las formas de López Obrador son oportunistas y bastante patosas desde el punto de vista diplomático, pero que sean oportunistas y patosas no convierten su contenido en ilegítimo. Todo lo contrario. Responden a un diálogo retrasado que no se ha producido aún y que es literalmente inaplazable. Machado decía que un gran filósofo nunca renunciaría a la verdad si la oyera de los labios de su barbero. Pero eso —añadía— es un privilegio de los grandes filósofos y en el discurso de Obrador hay una palabra clave que nadie parece comentar tal vez precisamente a causa de la nube de testosterona: la palabra relato. Como españoles hemos obviado o menospreciado sistemáticamente —con una dosis de paternalismo cultural que ya es difícil soltar sin que chirríe— el relato latinoamericano.

Es una verdad tan innegable que nos iría mejor si empezáramos a reconocer abiertamente nuestra negligencia. Y es cierto que este 500º aniversario muy bien puede convertirse en esa ocasión. Se podría añadir también: no con unos interlocutores —tanto de su lado, como del nuestro— que se preocupan más por sacar réditos políticos que otra cosa, sino por una sincera disposición de la ciudadanía a desactivar los lugares comunes y los discursos aprendidos y una búsqueda abierta de un árbitro competente y compartido. Obrador se equivoca al pedir una carta al Rey. Habría que añadir que él mismo se desactiva como interlocutor posible al demostrar que le importa más el gesto perfectamente vacuo que podría hacer un monarca, que una discusión que llevara a un verdadero cambio de paradigma y que solo puede brotar de instituciones consensuadas.

A ratos España parece olvidarse de lo lejos que ya está Latinoamérica. Hasta el “colonialismo literario”, el último en desaparecer (hasta hace muy poco, la única forma para un escritor latinoamericano de tener una carrera internacional era pasando por la aprobación de una editorial peninsular), es algo del pasado. Los escritores mexicanos o argentinos llegan ya a Berlín sin pasar por Soria, entre otras cosas porque son mucho más veraces y desprejuiciadamente comprendidos allí que aquí. No nos necesitan y sin embargo nosotros los necesitamos —y mucho— a ellos, primero porque resulta un poco patético que fundemos nuestra dignidad internacional en unos hechos —cuestionables en el mejor de los casos— que sucedieron hace cinco siglos, pero sobre todo porque desde hace mucho la vanguardia de la cultura en castellano no se está produciendo en la Península, sino en los países de América Latina, y quien no sepa ver eso sí que tiene una percepción muy distorsionada de la realidad.

Andrés Barba es escritor.

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