¿Quién me iba a decir a mí que acabaría por conocer Vietnam? ¿Qué vendría de visita turística y estaría en buenos hoteles internacionales, todo en inglés, incluso con pinitos de español, rodeado de gente amable, que busca su propina con atenciones y sonrisas? Vietnam era, para los contestatarios de los años sesenta y setenta, el pueblo austero, heroico, de gente diminuta pero fibrosa, el David matagigantes, el verdugo del imperialismo yanqui, la prueba viviente de la vulnerabilidad del “sistema”. Los jóvenes izquierdistas del mundo entero pronunciábamos la palabra “Vietnam” con unción sacra, como nuestros mayores habían pronunciado, 30 años antes, la palabra “España”.
Pero hoy todo se ha disuelto en ese gran cuento de hadas de la memoria histórica nacional. En el vocabulario de nuestro guía no figuran términos como colonialismo, imperialismo, lucha de clases o proletariado internacional. Sólo sabe que el heroico pueblo vietnamita, a base de valor, ingenio y tenacidad, derrotó al mayor ejército del mundo. Lo mismo que nos recitaban a nosotros en relación con el pueblo español y el ejército napoleónico. Así, como héroe patrio, veo momificado a Ho Chi Minh, a quien rinden honores soldados tan impasibles como él, mientras otros vigilantes llaman la atención a turistas irrespetuosos que llevan, por ejemplo, las manos en los bolsillos.
Curiosamente, esta aureola heroica —y de eso me entero ahora— sirve a los vietnamitas para ser una potencia regional y hacer marcar el paso a sus vecinos. Y entre estos últimos, naturalmente, su imagen no es tan buena. Los vietnamitas son quienes mandan en Camboya, nos explica el guía camboyano, que no puede verlos ni en pintura. Hay que escuchar con atención a los guías, porque son adictos al opio nacional y renuncian a toda originalidad o profundidad para atenerse a los tópicos más aceptados. Quienes dirigieron las masacres de Pol Pot, sigue diciéndonos (y se refiere a las mayores atrocidades del siglo XX, tras las de Hitler y Stalin, sin alterar su seductora sonrisa), no fueron camboyanos, sino vietnamitas, con el propósito de anular la identidad del país y apoderarse de él. Me viene a la cabeza otra visita a Corea del Sur, donde no dejaron de martillearme con las atrocidades de los japoneses; los coreanos sólo habían sido víctimas. No digamos en Polonia o Hungría, donde los autóctonos se creen puro objeto de abusos y masacres, sin culpa alguna por su parte, a manos de alemanes primero y rusos, después. O el Museo de Historia de Cataluña, donde ya se sabe de dónde proceden todas las maldades y quién es mero sujeto sufriente, cuya única culpa es aferrarse a su identidad milenaria. No hablemos de las versiones unilaterales del complejo conflicto palestino que uno escucha en una visita a Israel. Y mi recorrido mental conduce inevitablemente a Donald Trump, que gana elecciones a base de confirmarle al americano rural lo que este ya sospechaba: que los mexicanos les roban el trabajo, como los chinos saquean sus ideas industriales o los europeos se aprovechan de ellos para que les salga gratis su defensa.
El nacionalismo, en fin, absorbe y borra cualquier otro relato épico, que siempre suscitará mayores discrepancias que el suyo. La revolución rusa de 1917, en cuyo centenario estamos, empezó por ser narrada como una gesta proletaria y una dictadura de clase, pero acabó reorientada por Stalin y fagocitada por la épica nacional, en la que el episodio central es la Gran Guerra Patria, cuando Rusia derrotó, a costa de millones de vidas, al ogro nazi. Y hoy Putin puede integrar en un relato unitario las glorias de los zares con la hazaña estalinista y sus propias ambiciones como gran potencia. También De Gaulle se las arregló, en Francia, para distorsionar el recuerdo de un periodo humillante y conflictivo, durante el cual el país había sido derrotado fulgurantemente por su rival secular y a continuación se había dividido y un sector había colaborado con los invasores; en vez de eso, explicó que los traidores habían sido la excepción mientras la práctica totalidad del país mantenía tenazmente la resistencia; versión que cerraba las heridas, satisfacía a todos y dejaba intacto el honor nacional, por lo que se impuso de manera inmediata; Francia pasó a ser una de las cinco potencias triunfadoras y entró en el Consejo de Seguridad con derecho a veto. Malabarismos parecidos hizo Italia, tras las dos guerras mundiales, para conseguir consagrar una historia que les colocaba, sin claroscuros, entre los vencedores.
En la revolución antiabsolutista inglesa en el siglo XVII el programa parlamentario triunfó gracias a su fusión con la tradición y la identidad inglesas. Lo que en realidad ocurrió fue una guerra civil, porque en la isla había muchos católicos y muchos monárquicos absolutistas, pero los revolucionarios se las arreglaron para presentarlo como un enfrentamiento entre los verdaderos ingleses y los renegados papistas y proespañoles; en cuanto se impuso esa versión, tuvieron la batalla ganada. La propia Francia también convirtió su gran revolución de 1789, iniciada con algo tan universal como una declaración de los derechos “del hombre y del ciudadano”, en una hazaña del pueblo francés, único capaz de liberarse de despotismos; lo cual les llevó a proclamarse superiores y a arrogarse el derecho a enseñar a los demás el camino de la libertad; y por tanto a integrarles, quisieran o no, en su imperio. Incluso Fidel Castro evolucionó en la justificación de su régimen desde el socialismo hasta el “¡Patria o muerte!”, el orgullo de ser los únicos capaces de oponerse al arrogante yanqui.
En las escuelas de los países latinoamericanos todavía se enseñan las guerras de la independencia como gestas populares, unánimes, inspiradas por ideales de liberación y progreso, contra la arcaica y tiránica España; lo cual oculta los aspectos de división interna, colaboración de buena parte de las élites criollas con la metrópolis o pasividad de la población indígena, que sin embargo cualquier historiador solvente reconoce hoy. Claro que la propia España rehízo igualmente su historia del conflicto napoleónico prescindiendo de sus aspectos guerracivilistas, los amplios apoyos que José Bonaparte halló entre las élites, su triunfal viaje por Andalucía en 1810 o el protagonismo de las tropas de Wellington en todas las batallas decisivas. De eso no se habla. Fue el heroico pueblo español, solo y desnudo, pero henchido de ardor patrio, el que hizo morder el polvo al mayor general de la historia.
El nacionalismo, en suma, explica pasado y presente en términos reconfortantes, tranquiliza y consuela a quienes se alimentan con él. Expresa el egoísmo y el narcisismo colectivos. Su triunfo es, por eso, inevitable. Entre los necesitados de simplezas, habría que añadir. Pero los necesitados de simplezas, ay, son mayoría, y la mayoría decide las elecciones. Del emparejamiento entre nacionalismo y democracia espero lo peor. Veremos muchos Trump y muchos Le Pen.
José Álvarez Junco es historiador.