El relato

No hay proyecto político que pueda ser percibido por una mayoría de ciudadanos sin un relato que lo describa, que lo sitúe en un tiempo concreto, en un universo conocido y lo haga así accesible y comprensible. No hay política sin una crónica de los hechos que la construyen, sin una memoria que sistematiza e informa los acontecimientos y, sobre todo, los explica en un contexto de circunstancias y razones. A los gobiernos los juzga una opinión pública que acaba seleccionando unos determinados hechos -desgraciadamente muy pocos- que, aislados entre sí, pueden resultar inexplicables o hasta contradictorios. Pero si se inscriben en una narración coherente, articulada, armoniosa para con un proyecto o programa o ideario, entonces sí, entonces configuran un relato político que se percibe como una obra global, como un proyecto ideológico, al margen, naturalmente, de su mayor o menor aceptación ciudadana.

Una mirada a nuestro reciente pasado nos permite identificar claramente el relato de finales de los setenta, cuyos perfiles fueron, inequívocamente, los que describieron la arquitectura democrática de nuestra Transición. Desde el pacto reconciliatorio después de la dictadura, hasta la Constitución. Desde los Pactos de La Moncloa para salvar la economía, hasta los nuevos estatutos de autonomía que iniciaban la andadura de la España autonómica. Tampoco es difícil identificar el relato de los gobiernos de Felipe González. La consolidación democrática después del golpe del 81, la valiente y costosa reconversión industrial que inició la modernización de un obsoleto aparato productivo, la incorporación a la UE en 1986 y la formalización legal y económica de un Estado del Bienestar sustentado en la universalización de la sanidad y la educación y en la consolidación del sistema de Seguridad Social. También los ocho años de gobierno del PP puedan describirse -bajo esta visión intencionadamente constructiva- desde el prisma del éxito económico de nuestro país. El crecimiento sostenido de nuestra economía y la reducción del desempleo, la entrada en el euro y el saneamiento de las cuentas públicas permitieron aquel famoso «España va bien» que gustaba decir al presidente Aznar.

Comprendo que muchos pensarán que tales relatos son una simplificación exagerada de tiempos muchísimo más prolijos y complejos, pero para eso ya están los libros de Historia o la memoria de ustedes. Porque lo que motiva tan exhaustiva referencia al pasado y al relato político como concepto es que me gustaría trasladarles en estas pocas líneas el relato político de este Gobierno. Ah, pero ¿hay relato?, se preguntarán muchos. ¿Cuáles son sus perfiles? ¿Cuáles sus características? Quizás aquí radique uno de los principales defectos de estos primeros años del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Porque, aunque es verdad que son necesarios los años para que se asienten los perfiles del relato, como ocurrió, por ejemplo, con los gobiernos de Felipe González, porque sólo a finales de los ochenta cuajó su idea modernizadora y europeísta de España, en esta ocasión se echa en falta un discurso contextualizador y motivador de sus iniciativas y de sus decisiones más importantes. Sin él, no hay relato, no hay memoria colectiva de sus logros.

Sin duda, dos de los grandes parámetros del relato de este Gobierno vienen marcados por dos temas poliédricos y polémicos, como son la política autonómica y la búsqueda del final de ETA. Son dos temas inacabados desde nuestra transición democrática y me temo que no estamos todavía en condiciones de evaluar plenamente su gestión, porque sobre ambos penden incógnitas y decisiones que todavía no se han producido. La brevedad de estas líneas no me permite un análisis más profundo de dos cuestiones que han sido y son ampliamente tratadas y sobre las que el lector tiene opinión formada. Me limitaré a recordar que los desastres anunciados por la oposición ('España se rompe y España se rinde') han quedado reducidos a meros anuncios, tan catastrofistas como infundados. Me interesa más destacar un gran número de iniciativas, significativas en sí mismas pero devaluadas por la ausencia de un eje ideológico que las vertebre en un discurso político del Gobierno y del partido que lo sustenta.

Y, sin embargo, hay argumentos para construir el relato. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la actitud política a favor del diálogo. Ya sea con los presidentes de las comunidades autónomas, con los sindicatos, con los empresarios, con la Iglesia y hasta con los manifestantes. O la propuesta de Alianza de Civilizaciones y el discurso de la solidaridad con el subdesarrollo, especialmente volcado a la cooperación, hasta el punto de denominar así a nuestro tradicional Ministerio de Asuntos Exteriores. O el mensaje de rabioso europeísmo, cargado de ambición y compromiso, con una convocatoria de referéndum constitucional, tan atrevida como frustrada luego por los fracasos francés y holandés. O las muestras evidentes de un compromiso feminista, volcado en la igualdad de géneros y en la lucha contra la violencia machista. O quizás el más importante: la retirada de las tropas de Irak para cumplir un mandato electoral y hacer útil el voto ciudadano. Iniciativas todas ellas muy estimables, aunque desprovistas de una percha ideológica común.

Otro de sus parámetros es el éxito económico y la política social. Zapatero (y Solbes, todo hay que decirlo) han roto el mito de que la derecha gobierna mejor la economía y que la izquierda sólo sabe repartir (y mal, añaden los más conspicuos antisocialistas). Más allá de la influencia de las políticas públicas en la marcha de la economía real, todos los cuadros comparativos que se quieran hacer con los mejores años de los gobiernos anteriores muestran que el crecimiento es mejor, con más creación de empleo y menos temporalidad, con mejoras, todavía incipientes, en la productividad y con unas cuentas públicas realmente envidiables. Con este cuadro macroeconómico tan favorable, los presupuestos públicos están mostrando una orientación social incuestionable: mejora de la financiación de la sanidad pública, establecimiento de un nuevo servicio público universal para las personas dependientes, mejora de un 25% a los tres millones de pensiones mínimas, elevación a 600 euros del salario mínimo y otras muchas políticas sociales en vivienda, becas educativas, etcétera.

Por último, otro gran pilar de ese relato es la extensión de derechos de ciudadanía. Realmente aquí pueden englobarse un buen número de reformas legales de singular y notable importancia, que afectan a millones de españoles y que configuran una concepción moderna y liberal de nuestra sociedad. Se ha reformado el divorcio para hacerlo más ágil y sin causa. Se ha regulado el matrimonio de los homosexuales. Se ha ampliado la condición de españoles a los nietos de nuestros viejos emigrantes. Se ha regularizado a los inmigrantes por su condición laboral. Se ha establecido un nuevo derecho a nuestros mayores dependientes y a quienes carecen de autonomía personal. Se ha avanzado notablemente en los derechos de las mujeres a través de la Ley de Igualdad (derechos de participación política y de carrera profesional especialmente). Se han establecido nuevos derechos para los trabajadores autónomos y se ha fijado un marco de protección cuasilaboral para los autónomos dependientes (autónomos que trabajan mayoritariamente para una sola empresa). Así podríamos seguir. Nuevos derechos para los consumidores, para los investigadores, para los mayores que suscriben una 'hipoteca inversa', etcétera. No ha habido en los treinta años de democracia española un periodo tan fecundo de leyes y con tan profundo sentido social.

Hay, pues, una política de fondo en todas esas acciones. Hay una búsqueda de justicia y de progreso en esas iniciativas. Hay una gestión honrada de la confianza popular y una aspiración expresa de pacto con una ciudadanía en gran parte nueva, como consecuencia de los grandes cambios sociológicos y económicos del cambio de siglo. Quizás debiéramos concluir diciendo que el perfil más acusado de este Gobierno sea precisamente eso que el propio Zapatero llamó «socialismo de los ciudadanos» y que definió en su día como una «profundización de la democracia».

Ramón Jáuregui