El reloj del suicidio final

Pensar en inquietantes escenarios de Novísimos o Postrimerías puede ser un apropiado estupefaciente: nos aleja del marasmo de mezquindad y mediocridad en que la vida política local española se halla sumida. Por múltiples razones, llevo varias semanas leyendo el Libro de la Revelación. Esa lectura me permite tomar distancias respecto a eventos demasiado próximos.

Respondo al deprimente espectáculo de los políticos locales modificando drásticamente el escenario de mis lecturas. Mi atención puede, entonces, girar hacia tiempos y espacios remotos: los más apartados de la cotidianeidad política y periodística.

El momento es malo. Muy malo. Pero la sociedad española está más sana y salva que sus políticos. Sencillamente, no los merece. En lugar de entrar al trapo, o de seguir consignas de guerra civil, o de agitar fantasmas de infausta memoria histórica, responde con un encogimiento de hombros (que encubre una profunda tristeza).

En vez de estar todos los días a la greña, unos con otros, la llamada sociedad civil tiende más bien a apartar de sí, como si se tratase de un virus contagioso y maléfico, ese penoso espectáculo. Quizás lo sigue, quizás no. Pero en todo caso lo hace con las máximas precauciones y con el mando a distancia.

El enfado se canaliza hacia la generalizada ineptitud de gobernantes y opositores. Todos parecen querer cumplir la inexorable ley de Peters. En 15 días -los que van desde el anterior 30 de diciembre hasta la semana pasada-, se ha conseguido la proeza, única quizás en Europa, de alcanzar el palmarés en mancomunada incompetencia de Gobierno y oposición.

¡Un maravilloso empate técnico! El peor presidente español de toda la historia democrática se ha dado cita con la más obcecada y absurda de todas las oposiciones.

Por ello, en lugar de pensar el presente de la política nacional, he viajado, cabalgando sobre el águila de Juan de Éfeso, hacia las altiplanicies del futuro, o hacia la modesta isla de Patmos, donde ese enigmático Juan fue raptado por el éxtasis visionario.

No he volado hacia cualquier futuro. He intentado encaramarme al único Futuro Absoluto. Y con ese fin he abierto el Libro de la Revelación, que a tantos ha encandilado, creyentes y no creyentes. El gran escritor inglés Lawrence -por ejemplo- se rinde en un interesante texto a los hechizos de este texto singular. He intentado, en la medida de mis posibilidades, descifrar su lenguaje críptico, abriendo con paciencia los siete sellos que lo mantienen inmune a la comprensión y al sentido.

Girando mi atención a un pasado arcaico (siglo I de nuestra era, al final del cual se escribió ese libro) y en dirección a un futuro escatológico, que este texto profético pretende descifrar, consigo distanciarme de la desazón que me produce mirar los muros de la patria mía.

Apocalipsis significa revelación: descubrimiento de algo que está escondido. La ninfa Calipso se llama así porque escondió a Ulises. Apo-calipsis significa des-cubrir lo que está embozado, o revelar lo que está sellado y clausurado. El Libro de la Revelación es, dentro del canon del Antiguo y del Nuevo Testamento del cristianismo, el que cierra y recapitula la revelación divina. Posee carácter de epílogo. Si el Génesis enlaza la vida divina antes de la creación con ésta, o es el alfa de la Historia del mundo, el Apocalipsis es la omega: anuncia los eventos finales que conducen «a un nuevo cielo y a una nueva tierra».

Este último libro es el compendio final del Gran Relato del cristianismo. Ese carácter explica la gran labor intertextual que en su extraña escritura, de un griego imposible, se pone de manifiesto. Es el libro con más continuas y constantes citas e interpolaciones de todo el corpus textual bíblico-cristiano. Se trata de una especie de collage final, a modo de coda musical, de todos los libros bíblicos. Es también, respecto a los dos grandes testamentos, el codicilo añadido.

En él se pretende desvelar el sentido de la Historia del mundo. Un sentido que sólo se descubre al final: a partir de una referencia y revelación -profética- del escenario de los últimos tiempos. Se trata de una profecía sobre eventos de naturaleza escatológica.

Al inicio del texto, después de la conminación a la conversión que Cristo pide a sus siete iglesias, aparece Dios mismo como un ser anónimo sentado en un trono y con un libro cerrado en la mano. Un ángel pregunta urbi et orbi si existe alguien que sea digno de abrir ese libro, herméticamente clausurado con siete sellos. El Apocalipsis nos relata la peripecia de un libro que no puede leerse: libro dentro del libro que el profeta intenta vanamente conocer.

Un único personaje, en todo el universo, resulta ser digno de abrir ese libro sellado con siete sellos. Se trata de un animal: un cordero. La apertura de los sellos de la profecía apocalíptica, gracias al cordero (un ejemplar degollado pero que se mantiene en pie y erguido), da cuenta de las fuerzas que configuran ese escenario. El relato apocalíptico traza, así, su propio hilo argumental.

Al abrirse el primer sello del libro cerrado surge la presencia de un caballo blanco con una espada llameante en la boca de su jinete, probablemente Jesucristo. Y junto a él, como siniestro cortejo, un tríptico de horrores terrenales, quintaesencia de todas las plagas que irán apareciendo, simbolizadas en los tres restantes caballos, con su correspondiente jinete: caballo negro, rojo y verde (que significan violencia y guerra; hambre y miseria; enfermedad y muerte).

Al abrirse el séptimo sello sobreviene un breve lapso de silencio: media hora. Y a continuación aparecen y resuenan, en estricta sucesión, siete trompetas que van anunciando una concatenación de eventos luctuosos. Al finalizar esa comparecencia solemne se oyen los tres Ayes de un águila que revolotea sobre ese escenario de espantos. Al concluir este segundo gran episodio se observa una Señal del Cielo. Ésta constituye el argumento principal del texto: inaugura el tiempo fuerte de la revelación. Con esa señal del cielo, la Historia, el acontecer, alcanza al fin el nudo dramático de su argumentación.

Esa señal la constituye una Mujer. Una mujer grávida, a punto de parir. Una Mujer resplandeciente como el sol, con la luna a sus pies, circundada su cabeza con estrellas.

A esa señal del cielo se le contrapone una señal del infierno. Al símbolo, que sugiere la visión celeste de la mujer encinta, se enfrenta la imagen diabólica por excelencia: Satán, la Serpiente antigua, encarnándose en una suerte de trinidad maléfica. Contra la Mujer se hallan apostados esos símbolos de la adoración del estado y del culto a la riqueza; o del poder imperial y del consumo conspicuo. Babilonia, la Gran Ciudad, aparece como la Gran Prostituta. Es la contrafigura de la Señal del cielo. De la Mujer solar.

Esa Mujer a punto de dar a luz es un enigma. Se discute su significación. Evidentemente no es María, la Madre de Dios. Quizás sea el Sión bíblico transfigurado: una Iglesia Celeste que da a luz al pueblo de Dios aquí en la tierra. Constituye una señal del cielo, pero se encarna en este mundo. Al igual que Cristo, procede del seno divino, pero monta tienda entre nosotros. Es una figura alegórica, la Nueva Eva, la Mujer que pisa la luna ya en el Génesis, sellando su enemistad eterna con la Serpiente, y que retorna, glorificada, transfigurada, en esta recapitulación textual de la revelación que es el Apocalipsis.

Su lectura es fascinante. Leerlo hoy, en pleno delirio de la Aldea Global, en el unánime culto universal al consumo conspicuo, a la riqueza en su máxima expresión de despilfarro generador de trágicas desigualdades, constituye un verdadero festín del intelecto simbólico.

El himno a la caída de Babilonia, el clamor que se proclama urbi et orbe («¡Cayó Babilonia, cayó Babilonia, la Gran Ciudad!») resuena en nuestros oídos lleno de significación y sentido. El culto idolátrico al poder político (el Estado totalitario o el poder imperial) y al poder de la riqueza (la Gran Ciudad del Capitalismo Global) tiene, hoy más que nunca, la naturaleza de una profecía cumplida.

Recientemente leí la noticia de que existe, al parecer, una unidad de medida que se añade a todas las unidades que conocemos. No es una unidad de longitud, de volumen, peso, tiempo o velocidad. No es tampoco una unidad monetaria. Tiene que ver con la medición del tiempo contemporáneo. Pero su peculiaridad es la siguiente: vincula éste con su aproximación -o alejamiento- a la previsión de los Ultimos Tiempos.

Esa unidad se halla debatida y plasmada por un comité de expertos. En sus orígenes, formaban parte de esa institución personajes venerables: grandes científicos, celebridades mundiales (Einstein, por ejemplo). Ese reloj se inclina más o menos, según temporadas o estaciones, hacia ese límite infranqueable del Fin del Mundo. Se acerca o se aleja -hoy, ayer, anteayer- de esa temible inminencia. Respecto a ella, formula su veredicto (de ahí su nombre). Se llama el reloj del juicio final.

En los últimos meses las agujas del reloj se han inclinado de forma notoria hacia ese horizonte de No Retorno. Había sucedido algunas veces en tiempos de la Guerra Fría. Se disparaba hacia el umbral ante alguna temible perspectiva de guerra nuclear (guerra de Corea, crisis de misiles, guerra de Vietnam).

Hoy se asiste a la locura de un presidente imperial al que le quedan los años sobrantes en que es costumbre realizar Hazañas Impopulares. Podría verse tentado a dar un Gran Salto Hacia Delante para borrar el infinito desastre iraquí. Es y ha sido el ejecutor inexorable de las más despiadadas expectativas paranoicas de sus principales aliados en Oriente Medio.

Ese posible escenario de guerra nuclear en Oriente Medio se combina estos días con un general trastorno ecológico-climático. Ambos factores han empujado las agujas del reloj escatológico hacia ese Límite Mayor.

Quizás la lectura del Libro de la Revelación comienza a ser una necesidad apremiante. Quizás esa lectura -difícil pero apasionante- pueda iluminarnos en los tiempos en que vivimos. Nos permite tomar distancia con nuestra cotidianeidad más agresiva, o con un modo repelente de ejercer el noble oficio de la política, y también puede sensibilizarnos con un escenario de autodestrucción siempre posible.

Desde que el hombre dispone de la posibilidad de aniquilar su propio entorno habitable con la invención del arma nuclear, o con la gestación de una formación social sin ningún freno efectivo de carácter ecológico-económico, se impone la consulta periódica de ese reloj del juicio final que permite determinar la medida de nuestra locura colectiva.

Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.