Con el ascenso del populismo y el autoritarismo en todo el mundo, mucho se habló de “resistencia”, especialmente en Estados Unidos. Es un término bastante amplio, que puede referirse tanto a apoyar a candidatos opositores como a la actuación de quienes durante la Segunda Guerra Mundial pasaban a la clandestinidad para luchar contra la ocupación nazi, con riesgo para sus vidas. Es una vaguedad útil si se quiere atraer a la mayor cantidad posible de ciudadanos, pero también puede generar confusión en cuanto al mejor modo de alcanzar objetivos concretos.
Pero hay una alternativa más precisa para la “resistencia” de la que hoy se habla muy poco: la desobediencia civil. En teoría, debería ser un arma eficaz contra los populistas. Pero en la práctica se enfrenta a dos desafíos formidables. El primero es que hay muchos malentendidos en torno a su verdadero significado. Y el segundo es que se han producido cambios en el ecosistema de medios que dificultan transmitir el mensaje de la desobediencia civil a una audiencia amplia.
La definición clásica de desobediencia civil la dio el filósofo estadounidense John Rawls a principios de los setenta. En pocas palabras, significa una infracción legal pública, consciente y no violenta, con el objetivo de persuadir a la conciudadanía de la necesidad de cambiar una ley porque es injusta. En la formulación de Rawls, quienes cometan actos de desobediencia civil deben estar preparados para aceptar el consiguiente castigo.
Hoy, hasta a protestas que no suponen infracción legal alguna se las denuncia por “falta de civismo” o por ser demasiado “divisivas” para una sociedad que ya está polarizada. A los ciudadanos que se manifestaron contra la confirmación de Brett Kavanaugh como juez de la Suprema Corte estadounidense se los degradó a la categoría de “turba”. El movimiento Black Lives Matter generó objeciones incluso de simpatizantes liberales que lo consideran demasiado agresivo. Y a los ruidosos manifestantes que se congregaron en Budapest para protestar contra el gobierno cada vez más autoritario del primer ministro Viktor Orbán se los descartó como “anarquistas liberales”. En cada caso, lo de “civil” en la desobediencia civil se confundió con civilidad, en el sentido de cortesía o respetabilidad en general.
Por su parte, Rawls insistió en que cualquier infracción legal se realizara “dentro de los límites de la fidelidad a la ley”. En esto repetía a Martin Luther King, Jr., quien sostuvo que alguien que incumple la ley en el nombre de la desobediencia civil “en realidad está expresando el máximo respeto de la ley”, al resaltar su injusticia fundamental en un modo que no excluya la cooperación futura con la conciudadanía. King creía que “aquel que incumple una ley injusta debe hacerlo en forma abierta, con amor […] y dispuesto a aceptar el castigo”.
Esta invocación al amor no debe tomarse como sinónimo de que la desobediencia civil no deba ser confrontativa. Según una explicación histórica muy edulcorada y sentimental de los años cincuenta y sesenta, parecería que el triunfo del movimiento por los derechos civiles se debió simplemente a que apeló a los principios políticos archiestadounidenses de libertad e igualdad. En realidad, parte de la estrategia del movimiento fue buscarse confrontaciones con la policía y con los defensores de la supremacía blanca. Estos choques generaban imágenes de brutalidad por parte de los blancos, que hicieron que al menos algunos blancos reconsideraran su defensa incondicional de la “ley y el orden” bajo el sistema legal segregacionista (leyes de Jim Crow).
En un estudio reciente de más de un siglo de movimientos de protesta, las sociólogas Erica Chenoweth y Maria J. Stephan muestran que la confrontación intensa pero no violenta resultó el doble de eficaz para el logro de los objetivos declarados. Según los datos de las autoras, puede bastar la participación sostenida de apenas el 3,5% de la población para lograr cambios políticos fundamentales.
Pero la historia del movimiento estadounidense por los derechos civiles también pone en primer plano un problema novedoso de nuestra era. Rawls, King y otros defensores de la desobediencia civil daban por sentado que el mensaje (la apelación a principios de justicia) llegaría sin distorsiones a una mayoría de los ciudadanos. Pero hoy, en muchos países la esfera pública está tan fragmentada y sectaria que la idea que tenía King de una “opinión nacional” parece desprovista de sentido.
Como muestra un novedoso estudio reciente de tres investigadores de la Universidad Harvard, Estados Unidos hoy alberga un “ecosistema de medios de derecha” profundamente insular, en el que todas las “noticias” se reformulan de inmediato para confirmar en su identidad a los ciudadanos con tendencias de derecha. Y en contextos semiautoritarios como la Hungría de Orbán, los medios ya están totalmente dominados por actores oficialistas. En estas condiciones, casi cualquier apelación a lo que Rawls llamó “sentido público de justicia” será marginada, seriamente distorsionada o totalmente silenciada.
Por consiguiente, los posibles practicantes de la desobediencia civil no deben caer en la trampa de la cortesía y la respetabilidad. Hace poco, políticos opositores interrumpieron las deliberaciones del parlamento húngaro, bloqueando el acceso al estrado e increpando a Orbán; se los acusó entonces de intentar un golpe de estado. Pero en realidad, sólo estaban poniendo de manifiesto el hecho de que la asamblea nacional húngara ya no es un órgano representativo normal que apruebe leyes legítimas.
Sin embargo, los aspirantes a la desobediencia deben tener en cuenta la naturaleza cada vez más fragmentada y contaminada de la esfera pública. A veces eso implicará interactuar con los conciudadanos directamente en la calle, en el mercado o incluso yendo de puerta en puerta. En otras situaciones, implicará transmitir en vivo actos de desobediencia civil con la esperanza de que las redes sociales expongan los métodos brutales de los autoritarios a una audiencia suficientemente amplia. Y en otras ocasiones, implicará presionar en pos de cambios estructurales, por ejemplo la readopción del principio de imparcialidad (fairness doctrine) en la televisión estadounidense.
La desobediencia civil sería sin duda mucho más eficaz en un entorno de medios menos distorsionado. Pero todavía es una de las formas más eficaces de “resistencia” democrática que hay.
Jan-Werner Mueller is a professor of politics at Princeton University. His latest book is What is Populism?. Traducción: Esteban Flamini.